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Capítulo 2. Rutina.

Salgo del club y camino hasta el aparcamiento, en busca de mi viejo auto. Es un cacharro, pero cumple su función, que es llevarme sana y salva a casa sin depender de nadie. Aunque tengo muchas necesidades, estuve ahorrando un tiempo para poder adquirirlo. No podía seguir gastando la mitad de mi sueldo pidiendo un taxi o exponiéndome a las manos largas de algunos de mis “compañeros” de trabajo. Por mi salud mental y bienestar, decidí hacer esta inversión.

Quito el seguro y abro la puerta, tiro mi bolso al asiento del lado y antes de subirme, miro a mi alrededor. Es como si sintiera la mirada de alguien sobre mí y tuviera la necesidad de corroborarlo. Mi piel se eriza al ser consciente de la oscuridad que me rodea, solo un poste proyecta algo de luz a unos metros de mi posición. Aprieto la mandíbula y rechino los dientes para aguantar el temblor que me recorre por un segundo. No confío en nada ni en nadie en este lugar y, precisamente por eso, es que tengo miedo de lo que puede esperarme cuando estoy sola. Es de valientes, conocer y temer las características de sus enemigos; aunque pretendo aparentar calma y tranquilidad mientras estoy rodeada de buitres, mantengo un ojo abierto y atento a todo.

Suspiro y me subo al auto de una vez, no es como si quisiera quedarme aquí para averiguar si son paranoias o no. Arranco y me voy, rumbo a casa, rumbo a mi hija.

A estas horas, las calles están casi vacías, solo algún que otro auto y las últimas rutas de autobús. Avanzo con mis manos apoyadas sobre el volante y mirando al frente, atenta a cada detalle para evitar sorpresas; en la noche, como que los conductores se vuelven un poco locos. Tomo la misma ruta de siempre, la más directa; aunque cada noche tener que pasar por aquí, sea un recordatorio en mi misma cara de todas las mentiras que creí.

Miranda' s Jewelry abarca media cuadra de extensión. Sus salones lujosos y escaparates exclusivos, muestran joyas aún más exclusivas, caras y elegantes; a la altura de personalidades importantes e inalcanzables para gente como yo. No debería importarme siquiera lo que es o lo que representa esa marca reconocida, pero sí lo hace. Ese cartel inmenso, fino y brillante, que anuncia el nombre de la dueña, me recuerda constantemente lo que pudo más que años de amor y compromiso. El dinero.

No quiero cerrar los ojos, porque además de atender el tráfico, no quiero que las lágrimas que los empañan caigan sin remedio; pestañeo, porque me prometí no llorar más. A estas alturas, no debería importarme. Pero es tan complicado olvidar lo que me hizo caer en depresión por meses, lo que me llevó hasta donde hoy estoy.

Es inevitable recordar los inicios, el principio de un sueño. Aquello que deseábamos más que nada y que a base de tropezones, pudimos lograr; o al menos una parte.

De mi vida antes de él, poco recuerdo. Llegó muy temprano, apenas teníamos seis años cuando nos conocimos. Lo que comenzó como una amistad pura y sencilla desde primer grado de la escuela primaria, se convirtió luego en una hermandad sin límite; hasta que fuimos un poco más allá. Siempre estuvo presente y para nadie fue una sorpresa, que un amor natural y sin igual, surgiera entre nosotros con los años. Llegada la etapa de universidad, no podíamos negar que nos amábamos sin medida.

Como fieles amigos de la infancia, siempre compartimos sueños. Metas que escribimos en una carta, para luego quemarla en una hoguera, y que se cumplieran nuestros sueños. Las que aún hoy, recuerdo como si fuera aquella niña de diez años que sonreía emocionada ante la expectativa de lo que depararía su futuro.

Tener un título universitario. Encontrar nuestro compañero de vida (en su caso, compañera; recuerdo que así mismo lo escribimos). Salir del país, viajar por el mundo.

Esta última meta, con los años, tomó fuerza. Se volvió una necesidad encontrar un lugar donde realmente pudiéramos crecer, desarrollarnos como profesionales y garantizar un sustento adecuado. Ya no pretendíamos viajar por el mundo, solo queríamos una oportunidad, de salir e intentar progresar.

Por motivos de responsabilidad, desinterés, o cualquier otro que aún a estas alturas no puedo comprender; la única que pudo conseguir el segundo objetivo, entre los dos, fui yo. Fui feliz aquel glorioso día en que, dentro de un inmenso y repleto teatro, subí al estrado para exponer el discurso de despedida, por ser la mejor graduada de mi año. Ahí supe, cuánto había resultado mi sacrificio y quise demostrarlo, un poco más allá.

Logramos salir de nuestro país y llegamos al nuevo mundo, algo completamente diferente a lo que conocíamos. Al principio, nos quedamos en casa de unos amigos, que llevaban unos años aquí y estaban un poco más asentados. Yo tenía mi título universitario, pero no me sirvió de mucho. Sin un currículum y experiencia profesional, en este país era una de las tantas personas que tenían algo de estudios. Logré conseguir un trabajo como secretaria en una mediana empresa en desarrollo, no era la gran cosa, pero al menos alcanzaba mi sueldo para los pocos gastos que teníamos.

Sin embargo, solo dos meses nos duró la felicidad.

El punto de inflexión en mi vida, puede considerarse como contradictorio. Por un lado, llegó la mayor felicidad que alguna vez he tenido y el único motivo por el que me levanto cada día. Por otro, fue el detonante para que mi vida fuera cuesta abajo sin poder hacer nada.

Para que yo conociera en realidad, quién era Ernesto Díaz.

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