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Capítulo 4. Mamá.

Tomo el volante con fuerza entre mis manos; los nudillos se ponen blancos ante la presión que estoy ejerciendo. De solo recordar aquella horrible noche, siento mi cuerpo arder de rabia. Aquella noche comenzó todo.

Una noticia que nos rompió de la peor manera posible; pero yo creía, confiaba. Sin embargo, solo obtuve decepciones, por meses y desde todas direcciones. De nada sirvieron mis sacrificios, mis ganas de ayudar, el amor que tanto decíamos sentir. Todo se volvió de plastilina y ya no pude hacer nada.

Porque, ¿cómo convences a alguien de que no se rinda, cuando ya lo hizo?

Sencillo. No haces nada. Intentas sobrevivir. Como la ley de la selva, la del más fuerte.

Pero yo era débil, estaba enamorada y eso me hacía dudar, me hacía mantener las esperanzas. No podía pensar siquiera en la posibilidad de experimentar un cambio, en mi vida no había cabida para eso; yo era feliz y solo pensaba que estábamos atravesando un mal momento. Habíamos sido felices por un buen tiempo y tal vez era momento de demostrar cuán fuerte era lo que sentíamos, ante las adversidades. La respuesta a esa interrogante, por supuesto, no era la que mi yo ingenua y más joven esperaba. Nunca lo vi venir, hasta que el cambio me explotó en la cara.

—¿Por qué me obligo a pasar por ahí cada día? —me reclamo a mí misma el hecho de observar la majestuosidad de su nueva vida y el motivo principal por el que cada noche recuerdo todo.

Transito por las calles desiertas de la ciudad y pienso en una respuesta adecuada para esa pregunta. Podría pensarse en algún tipo de masoquismo, pero es más bien un tipo de terapia. Una forma de recordarme a mí misma lo que él consiguió, cuando se decidió de una vez por todas. Ver la m*****a tienda, me hace pensar en lo irónico de todo esto, la diferencia abismal que ahora existe entre nosotros. Él tan arriba, tan acomodado; yo, tan abajo, tan necesitada.

Cuando llego por fin al edificio, aparco el auto en mi lugar habitual y subo, lo más rápido que puedo. Mi pequeño apartamento queda en el tercer piso, pero la señora Pibbot vive en el segundo, por lo que solo subo dos de los pisos. Frente a la puerta de madera oscura, busco en mi bolso la llave. La señora Pibbot me entregó una para que no tuviera que llamar a la puerta a las horas que llegara. Ahora, al recordarlo, miro mi reloj y abro mucho los ojos. Son casi las dos de la madrugada, jamás había llegado tan tarde antes, por lo que no sé a qué atenerme. Tal vez la señora ya no quiera quedarse con mi hija después de esta eventualidad. Abro la puerta con cuidado de no hacer ruido y una vez dentro, voy hasta la habitación que acostumbra a ocupar Audrey. Cuando la veo, mi pecho explota de amor, la única forma en que podré sentirlo alguna vez. Está completamente dormida sobre la cama que ocupa un espacio considerable en la pequeña habitación. La expresión de su rostro está relajada y sus manitas se juntan debajo de su cabeza, usándolas como almohadas.

Sonrío emocionada y me quedo viéndola unos segundos de más. Sus rizos dorados se acomodan sobre sus hombros y algunos tirabuzones se apoyan sobre sus sienes; además, combinan perfectamente con su piel blanca y los ojos azules, que no necesito verlos para recordar su tono exacto. Mi hija es idéntica a su padre, ella es el eterno recordatorio de todo lo que un día quise tener con Ernesto; una familia. Sin embargo, a pesar del odio y el rencor que siento por él, le agradezco que me haya dado lo mejor que tengo en la vida. Audrey es mi todo.

Suspiro cuando la veo resoplar en sueños. Me provoca ternura verla dormida y me da lástima despertarla para ir a casa. Ella es una buena niña, educada y correcta. Por ese motivo es que la señora Pibbot me ayuda con su cuidado, mientras yo estoy trabajando. Cada noche, durante mi estancia en el club, mi hija se queda con nuestra vecina; y eso es de las cosas que más me duele del trabajo que tengo. Casi que no puedo pasar tiempo de calidad con mi hija; aunque intento hacer actividades durante el día, siento que me falta disfrutar ese momento único antes de irse a dormir, darle un beso de buenas noches en la frente y desearle dulces sueños. Cada vez que llego de trabajar, lo hago, pero no es lo mismo; Audrey está dormida y no puede escucharme.

Considero la opción de despertarla para ir a nuestro apartamento, pero dudo, al verla tan relajada. Pienso en lo sola que debe sentirse con la señora Pibbot; no hay más niños en el edificio y solo unas pocas veces a la semana puedo llevarla de paseo para que corra y disfrute con los de su edad. Hay momentos en los que siento que soy una mala madre, por no poder darle lo que deberían poder disfrutar todos los niños; pero luego pienso en todo lo que hago solo por ella y esa ansiedad se me calma un poco, aunque no desaparece.

—Querida, déjala hoy aquí. —La voz de la señora Pibbot me sobresalta y me levanto de la cama de un brinco. Me vuelvo para ver a la anciana en la puerta de la habitación vistiendo su pijama y un gorro extraño en la cabeza. Le sonrío.

—Señora Pibbot, me asustó —susurro, sonriente y con una mano en el pecho. Me acerco a ella para saludarla y pedirle disculpas por la hora—. Lo siento, hoy todo demoró un poco más. Comprendo si…

—Calla, querida, por nada del mundo dejo de cuidar a tu hija. —Hace un gesto con su mano, desestimando mis palabras y luego sonríe, antes de agregar—: Ven conmigo, haré un té.

Me vuelvo una vez para ver a Audrey y salgo de la habitación, cerrando la puerta detrás de mí. Camino hasta la cocina, a solo unos pasos de la habitación, donde está la anciana poniendo al fuego una tetera llena de agua. Observo los alrededores y, sobre la mesa, un dibujo evidentemente hecho por Audrey, llama mi atención. Me acerco y mis ojos se aguan ante lo que veo. Siento la mirada de la señora Pibbot sobre mí.

—Lo hizo sin que yo se lo pidiera —murmura, llegando a mi lado.

En el dibujo estamos, mi hija, la señora Pibbot y yo, tomadas de la mano. Hechos solo con rayas, pero cada una con algo característico que nos puede identificar. Audrey, es la más pequeña; la señora Pibbot tiene algo en su cabeza que supongo sea su gorro de dormir y yo, el dibujo que me representa, tiene unas letras encima que no dejan dudas. Dos lágrimas caen de mis ojos y humedecen mis mejillas cuando tomo el papel entre mis manos y respiro profundo; una palabra escrita con dificultad, me hace casi sollozar, MAMÁ.

Audrey solo tiene cuatro años y medio. Entre la señora Pibbot y yo, hemos ido enseñándole algunas cositas básicas para que no se atrase respecto a los demás niños; pero jamás pensé que ella podría retener este conocimiento y usarlo así, sin supervisión. Me enorgullece sobremanera y me hace ser un poco más consciente de lo inteligente que es. No es solo que haya repetido una palabra con la que hemos interactuado antes, es que, además, sabe delimitar lo que es su corta familia. Y eso es lo que me duele, de este dibujo. Ella no recuerda a su padre, tenía solo seis meses cuando todo sucedió. Desde entonces, yo he intentado suplir ese lugar que debería ser de él, siendo madre y padre a la vez. Pero hoy es sencillo, porque aún no comienza a relacionarse con otros niños en la escuela, como será próximamente. Cuando ella comprenda que hay algo mal, vendrá a preguntarme y cómo se supone que yo le diga a una niña pequeña que su padre no está.

—Cuando ese momento llegue, se lo explicaremos de la mejor forma posible, Amaia —susurra la anciana a mi lado y yo vuelvo a llorar, por haber encontrado a alguien tan especial. Es como si ella supiera ver a través de mí.

—¿Cómo es posible que él ni siquiera se interese en saber qué fue de nosotras? —pregunto, sentándome a la mesa con el dibujo todavía en mis manos.

—Es difícil entender algo así, Amaia. Dice mucho de lo que es importante para nosotros, como humanos que somos.

—Es aún más difícil para mí —aseguro y bajo la mirada—, por más que el tiempo pasa y la decepción crece, sigo recordando todas las promesas. —Suspiro—. Todos mis recuerdos lo incluyen a él.

Siento otra vez ese ardor que nace en mis venas y se transporta por todo mi cuerpo. La tristeza que me llena unos segundos, poco a poco se convierte en odio. Este sentimiento, del que no me avergüenzo, ha sido el motor impulsor estos años que han pasado.

—Eres una guerrera, Amaia. Y tienes el mejor regalo de todos —declara y toma mis manos entre las suyas—, tu hija es un amor y eso, es gracias a ti. Llegará un día, cuando todo esto dará un giro de ciento ochenta grados y tú, estarás a la cabeza. Porque él querrá recuperar lo que perdió y ya será demasiado tarde.

Resoplo y quiero reír, de lo irónico de la situación.

—Él no va a regresar, Marge —aseguro—, y si lo hace, eso lo hará más hipócrita aún. Que se quede con sus millones, eso tal vez le dé un poco de felicidad. Ni mi hija ni yo lo necesitamos. Hubo un punto en que sí lo hicimos, pero ya no. Cada día me aseguro de que sea así.

—Lo sé, querida. —Asiente y se levanta, para bajar la tetera del fuego. Mientras busca las bolsitas de té y los acomoda en las tazas de tamaño mediano, continúa hablando—: Pero debes estar preparada, para cuando le entre el cargo de conciencia.

Cierro los ojos e inclino mi cabeza hacia atrás. No quiero siquiera pensar en que ese momento llegará.

—Por el momento —dice, dejando la taza delante de mí—, concéntrate en tu vida, en crecer. Sé que llegará el momento en que podrás demostrar tus capacidades, cada día rezo por eso.

Tomo la taza caliente entre mis manos y la llevo a mis labios, para soplar un poco. Miro a Marge y le sonrío, agradecida por toda su ayuda y por tenerla en nuestras vidas.

—Gracias, Marge —susurro, con mis ojos llorosos otra vez.

Hoy ando demasiado emocional, pero vale la pena romper esa regla autoimpuesta de no llorar, si es por momentos como este.

—No las des, querida. Ustedes dos hacen mis días más felices.

Nos quedamos en silencio, mientras disfrutamos del té. Yo trato de no pensar en nada más, por el bien de mi cordura, debo intentarlo. Pasan los minutos y cuando terminamos, me dispongo a despertar a Audrey para ir hacia nuestro apartamento.

—Déjala aquí —repite la señora Pibbot y yo la miro, dudosa. Ella sonríe—. Ve a casa, toma un baño largo y duerme un poco. Le prometí a Audrey que en la mañana la llevaría a tomar un helado, así que podrás dormir la mañana. Lo necesitas.

Me cuesta aceptar, porque no quiero que mi hija piense que no vine por ella. Muerdo mi labio inferior, dudosa; pero Marge insiste y yo, a cada minuto que pasa, siento que caeré muerta de cansancio.

—Querida, te prometo que en cuanto Audrey despierte, le diré que viniste y que yo te pedí permiso para ir a tomar helado; te aseguro que comprenderá —asegura y sonríe, con la afirmación.

—Sí, yo sé que decirle la palabra helado la convencerá. —Río yo también.

—Por eso, ve y descansa. Ella estará bien. —Se acerca a mí y ahueca mi rostro con sus dos manos—. Quiero verte fuerte y sana, no me gustan esas ojeras ni la tristeza en tu mirada; debes reponer tus ánimos, Amaia. Hazlo por Audrey y hazlo por ti.

Una lágrima cae y yo asiento, mientras la limpio con el dorso de mi mano. Le doy un beso en la frente a Marge y antes de irme, voy a la habitación para ver a Audrey otra vez. La observo unos segundos y le doy un pequeño beso; luego me voy a descansar.

«Me hace mucha falta».

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