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Capítulo 5. Sigo en pie.

Subo las escaleras con pocos ánimos, demasiado cansada. Cuando entro en la casa todo está a oscuras, no suelo dejar ninguna luz prendida. Voy tanteando por la pared en busca del interruptor y una vez lo presiono, se enciende la luz de la pequeña sala de estar. Con mi bolso colgando de mi mano y desde la puerta, observo lo que ahora es mi hogar; lo que ha sido mi casa desde que hace cuatro años pude encontrar donde dormir sin depender de nadie más.

El espacio es bastante reducido, pero he logrado que no se sienta tan apretado, teniendo solo lo mínimo indispensable. Un sofá viejo, pero en buen estado, ocupa lo que sería la sala de estar, frente a una mesa alta con un televisor encima. Detrás, lo que hace las veces de comedor y cocina a la vez. Una mesa con solo dos sillas y al menos un metro de encimeras de granito. De la parte izquierda, una habitación grande y al final de todo, el baño.

En realidad, no necesito más, es suficiente para Audrey y para mí; porque a pesar de ser pequeño, podemos dormir tranquilas bajo un techo que sabemos nuestro.

Me adentro en la casa y dejo el bolso sobre el sofá. Voy directo al baño, para quitarme el olor a humo y sudor de mi trabajo en el club. El pelo lo siento como si fuera una soga y mi piel está pegajosa por tanto aceite brillante. Me meto a la ducha y al caer el agua fría sobre mí, ni siquiera me inmuto; estoy acostumbrada. Lavo mi cabello con cuidado y froto mi cuerpo con las manos enjabonadas para quitarme los restos de todo lo que odio.

Sin quererlo, regreso al principio, a esos días donde era feliz. Aunque suelo pensar que esa felicidad tenía fecha de caducidad y yo no tenía ni idea. No imaginaba lo que se avecinaba y mucho menos, tuve tiempo para prepararme.

Llegaba de la oficina con una expresión derrotada en el rostro. Hoy había sido mi último día en la empresa, como suponía. Aunque traté de ocultar mi embarazo al menos por un tiempo, no pude aguantar las náuseas y terminé vomitando frente a todos. Ya sabía lo que me esperaba cuando salía del baño y me encontré a mi jefe, con una ceja alzada y una expresión indescifrable. Solo diez minutos después, me estaban entregando mi finiquito y salía del edificio con una caja que solo llevaba algunas cosas sin importancia.

No tenía ganas de comer nada, pero debía hacerlo. En la consulta con la ginecóloga me habían alertado de mantener mi correcta alimentación, porque podría afectar el crecimiento del bebé de no hacerlo. Con lágrimas de angustia me preparaba algo de comer, mientras pensaba cómo decirle a Ernesto que ya no tenía trabajo. Sabía que eso era algo que esperábamos, pero teníamos la esperanza de que pudiera trabajar hasta que el embarazo estuviera más adelantado. Con el poco dinero que me habían pagado, alcanzaba para los principales gastos de este mes, pero ya podíamos ir pensando qué haríamos al siguiente. Si Ernesto no conseguía trabajo, íbamos a estar jodidos.

En algún punto supe que necesitaba descansar, los sucesos del día me estaban afectando y no me sentía muy bien. La preocupación constante de qué pasará con nosotros, me estaba haciendo mucho mal. El estrés estaba siendo inaguantable y eso, sumado a mis cambios de ánimo por las hormonas, creí que me volvería loca. Me había quedado dormida, cuando escuché la puerta cerrarse y los gritos emocionados de Ernesto, llamándome.

—Estoy aquí, en el cuarto —grité, en respuesta, mientras me incorporaba sobre la cama—. ¿Qué sucede?

Cuando pude ver el rostro de Ernesto, supe que algo bueno había sucedido. Mi sonrisa fue inevitable al verlo tan feliz. Todo aquel mal rato que habíamos pasado el día que supimos la noticia, había sido olvidado y ya hablábamos del embarazo con emoción.

—Amor, conseguí trabajo —gritó Ernesto, llegando a mi lado y tomándome entre sus brazos, para dar vueltas conmigo sin parar.

Mis carcajadas de alegría se podían escuchar a un kilómetro de distancia. Esa sí que era una buena noticia. Al fin, podíamos respirar tranquilos por un tiempo. Le agradecí a Dios una y mil veces por escuchar mis plegarias, porque como dicen por ahí…Dios aprieta, pero no ahoga. Con tanta emoción, tenía miedo de la reacción de Ernesto cuando supiera sobre mi trabajo, pero supo entender. Como yo había entendido, era algo que se veía venir, aunque quisiéramos lo contrario. Sin embargo, el nuevo empleo de mi esposo, podría cubrir los gastos y un poco más allá; así de bueno era.

Esa noche, hicimos el amor sin cansancio, recuperamos esas sensaciones que estaban siendo empañadas por la preocupación constante. Esa noche sentí otra vez, a mi lado, al chico que había amado toda mi vida; con el que había emprendido el viaje más importante y pretendía continuar juntos el resto de ella. Amanecer entre sus brazos, me hizo sentir en el paraíso; no imaginaba cuánto extrañaba hacerlo hasta que pude vivirlo otra vez. Me sentía orgullosa esa mañana mientras le preparaba su desayuno y nos besábamos como adolescentes en los rincones; aguantando las ganas de volver a entregarnos y sentirnos, dejar de extrañarnos y enfocarnos en lo que vendría en un tiempo.

Nuestra vida, luego de eso, transcurrió con normalidad. Asistíamos a consulta juntos y esperábamos emocionados cada ecografía. Cuando supimos que sería una niña, reímos felices, porque Ernesto siempre decía que quería una “mini yo” cuando fuera padre. Mientras mi pancita crecía, la felicidad y las expectativas por la llegada de nuestra pequeña Audrey, aumentaban. Tuve un embarazo maravilloso y saludable. Ernesto estaba logrando escalar posiciones en su trabajo y cada vez mejoraba más su sueldo; lo que nos permitió darnos algunos lujos, cubrir los gastos médicos, comprar todo lo necesario para el nacimiento de nuestra bebé e, incluso, mudarnos hacia un apartamento rentado. Hasta el momento habíamos estado viviendo en casa de nuestros amigos, quienes se portaban estupendamente con nosotros y no nos habían puesto peros en todo este tiempo; pero en el pequeño cuarto se nos haría muy complicado vivir con un bebé.

Pero no todo es para siempre y la vida constantemente pone pruebas en nuestro camino. Yo debería decir, que las mías fueron un tanto injustas; pero me trajeron hasta donde hoy estoy. Y a pesar de todo lo que he tenido que vivir y soportar, sigo en pie y más fuerte que nunca.

El agua cae sobre mi rostro y yo disfruto de la paz que me embarga entre estas cuatro paredes. Aunque podría estar llorando lágrimas de nostalgia, me obligo a aguantar las ganas de hacerlo. Encerrada y sola, aquí, podría llorar y ese dolor se iría junto con el agua que escapa por las tuberías; pero no debo darle fuerzas y mucho menos importancia, a alguien que olvidó todo de un día para otro, que se rindió demasiado rápido. Alguien que no miró atrás.

Salgo del baño, con una toalla cubriendo mi cabello húmedo y otra, enrollada a mi cuerpo. Entre el cansancio del día y el estado de relajación por el baño, voy caminando hasta el cuarto arrastrando los pies. Me dejo caer en la cama y ahí quedo.

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