—Amaia, Richard quiere verte —murmura Jessie, asomando su cabeza por la puerta de mi camerino.
Sentada en mi cómoda silla, frente al espejo, resoplo y ruedo los ojos. Cada noche es lo mismo, a estas alturas debería saber que no me interesa lo que tiene que ofrecer.
—¿Te dijo qué quería?
—Sabes que no. —Alza sus hombros.
Suspiro. Tanto Jessie como yo sabemos lo que él pretende, lo que quiere de mí. Es una constante molestia que tengo que soportar, aunque esté cansada de dejarle en claro que no estoy interesada.
—No demores, Amaia, sabes cómo se pone. —La miro a través del espejo y ella solo sonríe, levanta las manos a modo de rendición—. Bueno, no demores tanto.
Le doy una media sonrisa antes de que se vaya y sigo observando mi reflejo en el espejo.
Odio lo que veo; aún llevo puesta mi ropa del show, si es que se le puede llamar ropa a los escasos pedazos de tela que me cubren algunas partes. Mi piel brilla demasiado. Mi cabello se siente duro por tanto producto para mantenerlo aplacado. Mi maquillaje agresivo, consecuente con las luces y sombras que me cubren el rostro mientras estoy en la pista. Y mis ojos. El verde apagado que me devuelve la mirada, me da ganas de llorar.
Pero Amaia Leyva no llora; ya no. No al menos, por las cosas que no valen la pena.
Con una servilleta húmeda comienzo a quitar mi maquillaje. A medida que lo hago, puedo ver la verdadera expresión de mi rostro que oculto cada noche. Piel pálida, a pesar de ser morena; bolsas oscuras debajo de mis ojos, que me hacen lucir como si estuviera enferma. Nada de lo que sentirme orgullosa.
Suspiro una última vez y me levanto de la silla, para cambiarme de ropa y salir de aquí de una vez. Camino hasta la puerta del camerino y la cierro, para poder hacerlo con tranquilidad; no quiero sufrir percances como los del principio. Con cansancio y nada de ánimos, me desvisto por completo; me pongo mis habituales jeans rotos y mi camiseta lisa. Calzo mis pies con mis sencillos tenis y me hago una coleta alta. Recojo mis cosas, revisando que nada se me quede y las guardo en mi bolso, antes de colocar la ropa que me quité en su lugar de siempre.
Antes de salir, miro cómo dejé todo y apago la luz; luego cierro la puerta. Es una rutina que siempre hago, esta última, porque hay días que he llegado y es evidente que alguien estuvo rebuscando por quién sabe qué. Es mejor saber a lo que atenerse.
Avanzo por el pasillo, donde cada puerta pertenece a un camerino de una chica diferente, o varias chicas, en la mayoría de los casos. Solo Jessie y yo tenemos lo que se podría decir, camerino VIP, un lugar solo para nosotras. El habitual guardia está apostado en la puerta que comunica a la zona interior del club y me saluda cuando paso por su lado.
—Amaia, Richard te espera —dice, con su voz grave y su mirada ausente. Porque sí, es de esos que usa gafas de sol pese a que es de noche y está dentro de un edificio.
—Ya voy, Johnny. No necesito niñera —respondo, rodando los ojos; lo que nunca llego a saber si en verdad le molesta, porque ni se inmuta.
Entro al salón principal, que ya está cerrado para el público. Cada noche, luego de la última actuación, que es la mía, se cierra el local. A estas horas, ya todo está limpio y recogido; las mesas organizadas y las sillas en su lugar. Las luces están encendidas y dejan ver la hermosa decoración que luce mucho más cuando todo está en penumbras. Camino entre las pistas de baile que están ubicadas a detalle y con panorámica de todo el salón; para que puedan vernos desde cualquier distancia del mismo. Los tubos color plata, relucen bajo las luces intensas y son un recordatorio de lo que mi vida es aquí. No una simple camarera, ni siquiera una del servicio.
No. Soy la atracción principal.
Y todo por salir adelante, por sobrevivir.
Cada vez que miro a mi alrededor, cada vez que recuerdo la situación tétrica que me trajo hasta aquí, mi cuerpo hierve y quiero gritar. Pero luego pienso en el motivo principal de que aún, cuatro años después, yo siga donde mismo. Mi hija. Audrey merece cada cosa que yo pueda darle; solo la tengo a ella en la vida y daré hasta lo que no tengo, por su felicidad. Así sea a costa de la mía.
Paso el bar y Mateo, el bartender de turno, me ofrece una bebida. No suelo beber, como las otras chicas; prefiero estar enfocada en lo que sucede a mi alrededor y no dar paso a desorientaciones. Tampoco culpo a las que sí lo hacen para llenarse de fuerzas y ser menos conscientes de lo que hacen para ganarse la vida. Es un motivo válido, si me preguntan a mí. Sin embargo, hoy le acepto la invitación, porque Mateo me cae bien y necesito un plus de energía para volverme a encontrar con la m*****a cara del maldito Richard.
—Hoy te la acepto, porque me hace falta —respondo con una sonrisa, a la vez que me siento en una de las altas banquetas de la barra.
Mateo asiente y me guiña un ojo, devuelve mi sonrisa y se pone a trabajar. No me dice lo que está preparando, pero yo no dejo de mirar sus manos mientras lo prepara. Díganme desconfiada o lo que sea, pero en este mundo, aunque sea un mundo lujoso y elegante, hay más m****a que en cualquier otro lugar. Aquí el dinero lo compra todo, incluso, a las que no quieren dejarse comprar.
Observo todo el proceso y cuando Mateo por fin pone la bebida color rosa oscuro delante de mí, suspiro con alivio. Ahora sí puedo disfrutar mi Manhattan.
—Espero que te guste —murmura y con una toalla que lleva en sus manos, seca algunos vasos de cristal y de boca ancha, sin apenas mirarlos.
Pruebo el delicioso cóctel y no puedo hacer otra cosa que no sea gemir de puro gusto.
—Delicioso —declaro, con un susurro y con los ojos cerrados para disfrutarlo un poco más.
—Disfrútalo, hermosa —farfulla y sigue a lo suyo.
Por segundos, vuelve a cruzar su mirada con la mía; sonríe y me guiña un ojo. Yo no hago más que dirigirle una sonrisa condescendiente y medio plástica, porque sé lo que quiere, pero a él tampoco se lo daré. Mateo es de esos hombres que te entran con solo verlo a los ojos; tan oscuros como la noche y tan expresivos. Con un cuerpo de infarto debajo de esa fina camisa negra que lleva por uniforme y los pantalones de igual color caídos tan abajo que provoca bajar la mirada, una puede imaginar cuántas buenas cosas podían suceder si nos abandonamos al pecado; pero no debo.
Tengo una imagen que mantener en este lugar.
Siempre inalcanzable. Porque eso es lo que ahora soy.
Termino mi bebida y le agradezco el gesto, antes de levantarme de la silla y dirigirme a la oficina de Richard. Con paso lento, subo las escaleras y llego al segundo piso, donde otros dos gorilas forman parte de la seguridad del local. No entiendo las razones de que el gordo de Richard necesite seguridad, cuando este lugar se mueve con lo legal y tiene el privilegio de pertenecer al reducido círculo de lugares considerados VIP, para los adinerados de la ciudad y los alrededores. Aquí se paga lujo, se paga calidad, se paga seguridad. Pero ni modo, mi jefe es tan presuntuoso, que necesita darse sus momentos de importancia.
—Buenas noches, señores —saludo y los dos grandulones, solo asienten con sus calvas cabezas—. ¿Puedo pasar?
Ambos se quitan del medio de la puerta a la vez, lo que me hace gracia, al ver la coordinación en los gestos de ambos.
«De seguro se enorgullecen de eso», pienso y quiero reír, pero se vería extraño.
Por el momento, dejo las risas para cuando me acuerde y llamo a la puerta, para informar a Richard que ya estoy aquí.
—Pasa, Amaia. —Una voz fofa me responde.
Tomo una respiración profunda antes de abrir la puerta y entrar.
—Me dijo Jessie que querías verme —digo, sin siquiera saludar y apenas a dos pasos de la puerta que dejé abierta.
La oficina huele a rancio, a tabaco y a whisky. Lo que antes debió ser un lugar majestuoso, terminó siendo el antro de perdición de este gordo pervertido que tengo por jefe. Aunque tengo entendido que él no es el mandamás de todo esto, en realidad.
—Sí, también le dije que te apurara —declara, con el mismo tono de siempre, prepotente y mandón, que suelo ignorar—. Cierra la puerta y entra de una vez.
Lo miro, sentado detrás de un inmenso escritorio, tan bajito que los brazos le quedan cortos ante lo ostentoso del mueble de madera preciosa oscura. Su cara de papa y su cabeza calva. Un traje de sastre, que ni hecho a medida logra mejorar su apariencia. Un reloj inmenso, que cubre por su completo su muñeca y al contrario de lo que él pretende, lo hace lucir más pequeño de lo que es.
—No me puedo demorar, ya es demasiado tarde y mi hija me espera —aseguro, sin duda en la voz, sin titubear.
—Lo sé, pero es culpa tuya por perder tu tiempo en estupideces —bufa y sé que se refiere al trago de antes.
Debería preocuparme que me esté vigilando, pero ya eso no es sorpresa. Precisamente porque conozco sus enfermas formas de acercamiento, es que tengo tanta precaución en este lugar, no confío en nadie.
—Me duele la cabeza, Richard, dime qué se te ofrece. —Impongo mi carácter porque es así como debo presentarme ante él. Ni una pizca de confianza debo darle; aquí todo se malinterpreta.
—Voy al grano, como cada noche, Amaia. —Se acomoda en su silla y lleva un tabaco a su boca—. Sabes que yo puedo ayudarte a mejorar tu modo de vida, solo necesitas aceptar la propuesta.
Resoplo y con una mano froto mi rostro, cansada de recibir cada noche la misma oferta enfermiza y depravada.
—Ya te dije que no, Richard, no insistas —declaro, con voz fuerte.
—Piénsalo, Amaia. Ganarás mucho más de lo que haces en la pista cada noche. El doble, hasta el triple. —Continúa, insistente. Mueve la silla hacia atrás y yo me pongo en tensión, porque pretende acercarse—. Son muchos los clientes que tienes a la espera.
Me indigna escuchar sus palabras, pero hace mucho comprendí que a él le gusta jugar con mis emociones. Enojo, ira; imagina que mi mundo se mueve en torno a eso. Y aunque tiene toda la razón, hace un tiempo aprendí a canalizar esa energía negativa en los momentos claves. Así que, lo que ahora el pretenda lograr en mí, no tiene las de ganar.
—Pues, diles a esos clientes, que no pierdan el tiempo esperando. Mi decisión ya la conoces —murmuro, con la mayor tranquilidad que puedo exteriorizar. Finjo que me miro las uñas y en mi rostro, una expresión de indiferencia total—. ¿Ya terminaste, o hay algo más que quieras informarme?
Richard se queda viéndome, mastica el asqueroso tabaco y me observa, midiéndome. Yo mantengo mi actitud despreocupada, aunque no me gusta nada la forma en que me mira. Cuando se cansa de tratar de intimidarme, va hasta su escritorio y recoge un sobre, que luego me alcanza. Lo tomo teniendo cuidado de no tocarlo a él y, sin siquiera abrir el sobre o dar las gracias, doy media vuelta, dispuesta a salir.
—Amaia… —llama y yo giro un poco la cabeza, para poder verlo—. Algún día, voy a lograr lo que quiero. Hazte a la idea.
Sus palabras me provocan escalofríos, pero los disimulo. Sin embargo, lo miro de arriba a abajo, con desdén y como quien mira a alguien que no tiene importancia. Vuelvo a su rostro y alzo una ceja inquisidora.
—Supéralo, Richard —declaro y salgo de la oficina, sin mirar atrás.
Antes de alejarme lo suficiente, logro escuchar su reacción.
—Te vas a arrepentir.
Debo ser sincera conmigo misma y aceptar que me preocupa, pero no puedo aparentar ser oveja entre tantos lobos. En este mundo es muy fácil caer en desgracia y, aunque lo odie, cada día salgo a bailar con la desesperanza; porque es lo único que, hasta ahora, me saca de los apuros.
Salgo del club y camino hasta el aparcamiento, en busca de mi viejo auto. Es un cacharro, pero cumple su función, que es llevarme sana y salva a casa sin depender de nadie. Aunque tengo muchas necesidades, estuve ahorrando un tiempo para poder adquirirlo. No podía seguir gastando la mitad de mi sueldo pidiendo un taxi o exponiéndome a las manos largas de algunos de mis “compañeros” de trabajo. Por mi salud mental y bienestar, decidí hacer esta inversión.Quito el seguro y abro la puerta, tiro mi bolso al asiento del lado y antes de subirme, miro a mi alrededor. Es como si sintiera la mirada de alguien sobre mí y tuviera la necesidad de corroborarlo. Mi piel se eriza al ser consciente de la oscuridad que me rodea, solo un poste proyecta algo de luz a unos metros de mi posición. Aprieto la mandíbula y rechino los dientes para aguantar el temblor que me recorre por un segundo. No confío en nada ni
La lluvia caía y golpeaba contra las ventanas de cristal opaco. En un puro nervio, mordía mi labio inferior y rebotaba uno de mis pies contra el suelo. La espera me estaba matando y solo habían pasado, según mi reloj, unos dos minutos de los cinco que deben esperarse.—Diosito, que sea negativo, por favor —ruego, porque en estos momentos no estamos en condiciones de mantener un embarazo y menos, todo lo que conlleva un bebé. Cae un relámpago y la luz, más el potente trueno que se escucha al instante, me hacen brincar del susto. Doy vueltas en el lugar, con mis brazos cruzados a la altura del pecho, pidiendo una y otra vez que mi atraso solo sea por el estrés de todos estos meses pasados. Vuelvo a mirar mi reloj y ya dieron cinco, con el corazón a tope en mi garganta, ahora dudo para ir hasta el baño y ver de una vez el resultado. Muerdo el interior
Tomo el volante con fuerza entre mis manos; los nudillos se ponen blancos ante la presión que estoy ejerciendo. De solo recordar aquella horrible noche, siento mi cuerpo arder de rabia. Aquella noche comenzó todo.Una noticia que nos rompió de la peor manera posible; pero yo creía, confiaba. Sin embargo, solo obtuve decepciones, por meses y desde todas direcciones. De nada sirvieron mis sacrificios, mis ganas de ayudar, el amor que tanto decíamos sentir. Todo se volvió de plastilina y ya no pude hacer nada.Porque, ¿cómo convences a alguien de que no se rinda, cuando ya lo hizo?Sencillo. No haces nada. Intentas sobrevivir. Como la ley de la selva, la del más fuerte.Pero yo era débil, estaba enamorada y eso me hacía dudar, me hacía mantener las esperanzas. No podía pensar siquiera en la posibilidad de experimentar un cambio, en mi vida no había cabida para e
Subo las escaleras con pocos ánimos, demasiado cansada. Cuando entro en la casa todo está a oscuras, no suelo dejar ninguna luz prendida. Voy tanteando por la pared en busca del interruptor y una vez lo presiono, se enciende la luz de la pequeña sala de estar. Con mi bolso colgando de mi mano y desde la puerta, observo lo que ahora es mi hogar; lo que ha sido mi casa desde que hace cuatro años pude encontrar donde dormir sin depender de nadie más.El espacio es bastante reducido, pero he logrado que no se sienta tan apretado, teniendo solo lo mínimo indispensable. Un sofá viejo, pero en buen estado, ocupa lo que sería la sala de estar, frente a una mesa alta con un televisor encima. Detrás, lo que hace las veces de comedor y cocina a la vez. Una mesa con solo dos sillas y al menos un metro de encimeras de granito. De la parte izquierda, una habitación grande y al final de todo, el baño.En rea
Mi despertador suena a las nueve en punto. A pesar de lo tarde que me acosté, no quería dormir de más y que Audrey llegara conmigo durmiendo todavía. Me levanto sin pensarlo tanto, porque de hacerlo regresaría a la cama otra vez, voy directo a la cocina y me preparo una buena cafetera de café. En lo que cuela, que suele demorarse, voy al baño para asearme y cambiarme de ropa. Me miro en el espejo y observo mi rostro pálido y ojeroso. No puedo hacer mucho con eso y no es como que vaya a maquillarme mientras estoy en casa, así que suspiro y lavo mis dientes.Regreso a la cocina y ya puedo disfrutar de mi café. Lo tomo como siempre, un poco dulce y con un chorrito de leche; como dirían en mi país, “cortadito”. Me siento, con la pequeña taza entre mis manos y las rodillas dobladas, en el viejo sofá y enciendo la televisión. No me interesa nada de lo que está
Mi sangre arde en mis venas ante lo que escucho. Richard no ha parado de hablar desde que dijo sobre los nuevos cambios; tampoco ha dejado de dirigirme miradas petulantes. Él sabe que siempre me he negado a eso, porque en este club no se ofrecían bailes privados; solo las chicas que aceptaban trabajo extra y que él tiene ahora comiendo de su mano, ofrecían tales servicios. Y algunos más.Pero ahora cambia la política del club y yo no puedo hacer nada, más que callar.Tengo que tragar en seco y respirar profundo, para calmarme. Al final, se saldrá con la suya. Tendré que bajar la cabeza y aceptar la nueva modalidad, pero tampoco le pondré tan fácil las ganas de atormentarme.Jessie y yo nos mantenemos en nuestros lugares, solo nos miramos, escépticas; mientras las demás chicas chillan emocionadas o se miran horrorizadas, ante lo que tendrán que hacer ahora. Se podr&i
Conduzco sin rumbo por la ciudad, no me atrevo a regresar a casa todavía; necesito calmar esta rabia candente que corre por mis venas.«¿Cómo se atreve ese maldito?».Quiero gritar. Gritar hasta desgarrar mi garganta.«¿Cómo se atreve a amenazarme de esa forma tan vil?».Por mi rostro caen lágrimas de frustración, dolor y furia. Mis nudillos están blancos de tanto apretar el volante y mi cuerpo lo siento tenso, demasiado rígido. Miro al frente sin atreverme casi a pestañear; muerdo tan fuerte mis labios que comienzo a sentir el dolor, pero no me detengo. Ni siquiera puedo saber si respiro con normalidad; es tanta la desgracia en la que me voy sumiendo, que no soy consciente de nada más. Solo recuerdo las palabras de ese enfermo. Las repito en mi mente una y otra vez.—Maldito —murmuro entre dientes.Tengo que detener el auto en un
La noche termina conmigo abrazada a mi hija, intentando dormir. Entre todos los recelos, la incertidumbre y los viejos recuerdos, no logro conciliar el sueño. Para nada influye el cansancio físico, menos el mental; para darle un poco de descanso a mi cuerpo.Tengo miedo y no puedo negármelo. No a mí misma.Puedo aparentar seguridad, puedo ser una perra orgullosa si hace falta; todo por mantener esa imagen de mujer fuerte e inalcanzable. Pero no soy de hierro, sangre corre por mis venas y siento temor, como todos. Sé cuales batallas puedo enfrentar y cuáles no; y la que se avecina, es una que debo jugar con cuidado. Tengo claro que no me rendiré ante nadie, mucho menos por el enfermo de Richard, pero debo aguantarme el carácter para no terminar perjudicada.Mañana será un día largo y duro. No sé para qué me quiera Richard en el club tan temprano, nunca antes me había