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Capítulo 3. Mi desdicha

Siento un fuerte dolor en el brazo, lo que me hace regresar a la realidad. Mi padre me está sujetando fuertemente, aunque la forma en que lo hace pareciera que no es así.

—Camina, Nailea —habla entre dientes, casi sin mover los labios.

Me jala sutilmente, obligándome a caminar, saliendo así del estado de shock en el que me encuentro.

—¡Baba, por favor! —susurro suplicando.

Todo parece una mezquita: los adornos, las bases, el jardín en sí es una pequeña mezquita improvisada. ¿Cómo no me di cuenta? La mirada de Tareq cambia completamente cuando me acerco. No es intensa, es, mas bien… cálida; pero cuando ve a mi padre se vuelve rabiosa, es como si quisiera destruirlo. Me dan escalofríos. Estamos uno a la par del otro, pero no nos tocamos.

Mi tío prosigue con sus palabras. Es la primera azora del Corán. Me parece estar dentro de una terrible pesadilla, donde yo no puedo hablar ni moverme; quiero gritar y mi voz no sale. Mi alma llora en silencio, clamando por una libertad que nunca llegará.  Nos sentamos en un sillón grande. Tareq en un extremo y yo en el otro.

Mucha gente que no conozco se acerca a dejarnos regalos como ser: oro, flores, leche, dátiles y sobres sellados; cientos de sobres sellados. Cuando mi tío termina de hablar, una suave música árabe inunda todo el lugar y la gente, felizmente, levanta sus manos; ni siquiera sé quiénes son todos ellos. Reconozco a mis primas, quienes lucen contrariadas; algunos socios de mi tío y el resto, que es la mayoría, son desconocidos para mí.

Mi tío pone en la mesa varios documentos y me ordena que los firme. Todo está en árabe, y en letras grandes leo “NIKAH”: “CONTRATO MATRIMONIAL”; intento leer todo lo demás, pero no logro interpretar absolutamente nada. Estoy tan nerviosa que mi mente me traiciona, hasta que muchos números llaman mi atención: cincuenta millones de dólares como dote; alarmada levanto mi mirada y veo a Tareq, quien me hace un gesto de asentimiento.

Mis manos tiemblan. No puedo ni siquiera tomar el bolígrafo. Mi tío lo pone en mi mano y me indica el lugar donde debo firmar. Lágrimas caen de mis ojos mojando el papel. ¡Alá, ayúdame! Veo a mi tío suplicándole con la mirada, pero él me ve serio y me dice que firme. Agacho mi cabeza y trazo mi nombre en el papel. Enseguida mi tío le da los documentos a Tareq, quien, sin dudarlo un segundo, los firma.

Para todos es regocijo, menos para mí, yo solo quiero morir. Mi vida ya no tiene ningún sentido. Todos comen alegres y yo no puedo pasar bocado; ni siquiera lo intento. No quiero nada de esta vida. La fiesta termina. Tareq se despide de largo y se marcha.

Durante los siguientes tres días: mis primas, mi madre y Yanira; han puesto prácticamente un spa en casa. Me han hecho de todo y luego me llenan de henna con dibujos hermosos. Por fuera luzco como una obra de arte, pero por dentro estoy seca. 

Todas las mañanas hemos ido a la mezquita. Tareq siempre llega puntual. Oramos y luego no vuelvo a saber de él. No he comido nada en estos dos días y nadie se ha dado cuenta, para ellos solo soy un objeto, así que he decido no luchar más por mi vida. 

Esta noche es la fiesta de la boda y, cuando termine, me iré con Tareq como su esposa. Me siento destrozada. No conozco a este hombre y solo de imaginar que tendré intimidad con él me angustia. Ya no lloro más, pues no tengo lágrimas. 

Mi rostro no es el mismo. Ojeras enormes se dibujan sobre mis pómulos; luzco pálida, sin brillo, sin color. La maquillista hace magia, pues ha cubierto por completo lo que realmente soy. Siento el vestido muy pesado, como si mi cuerpo no pudiera sostenerlo. Yanira y mi madre entran, pronuncian palabras bonitas y me ayudan a bajar. 

Entre cantos y buenos deseos, la boda se lleva a cabo. Pertenezco a Falú Tareq. Irónicamente, lo que él no sabe es que compró a una mujer sin vida. Caminamos hacia la salida. Todos nos abrazan despidiéndose. 

—¡Mi hermoso diamante! ¡Alá sea con ustedes! —mi padre me abraza, pero una mano entrelaza mis dedos y doy un respingo de sorpresa. 

—Vamos, esposa —demanda Tareq halándome suavemente a su lado. Papá retrocede y sonríe apartándose. Su mano no suelta la mía. Me estremezco ante su tacto. Una sensación entre calidez y miedo me invaden. Me suelto de su mano y él me mira molesto, mientras seguimos de camino hacia el auto.

—Sube —me ordena, señalándome el lujoso auto. 

Ya dentro, ninguno de los dos dice palabra alguna. Estoy asustada. Simplemente no puedo tener intimidad con alguien de quien apenas sé su nombre. 

—Tranquila, no soy el malo en esta historia —expresa con su voz grave. 

No digo nada, pues no duraré mucho tiempo como su esposa. Mi cuerpo no aguantará muchos días sin ingerir alimento alguno. 

Al entrar a la casa de Tareq, no puedo evitar asombrarme. Es enorme, un palacio. Toda la familia de Tareq viene detrás de nosotros, logro identificarlas, pues estuvieron en la fiesta de compromiso y la boda. Él comienza presentándome a su madre, luego a sus tres hermanas, dos tías y dos primas. Todas son muy hermosas. Su prima Lila y la madre de esta me ven con odio. En cambio, sus hermanas lucen felices. 

—¡Alá nos ha bendecido con tu presencia! —dice Mirah, emocionada. Es la hermana mayor de Tareq. Yo le sonrío.

—¡Mi hijo! ¡Mi león! Estoy muy feliz por ustedes —su madre nos abraza.

—-Mi hermosa madre. ¿Han preparado el apartamento del jardín como lo pedí? —me inquieto ante sus palabras. 

—Todo se hizo como ordenaste —él le da un beso en la frente y luego me indica que caminemos.

Mis piernas con mucho esfuerzo me sostienen. Salimos a la parte trasera y un camino de antorchas me indica por dónde debo ir. Sigo resignada. Sé que no tengo escapatoria.  Luego de algunos metros llegamos hasta un precioso y lujoso apartamento. Él me abre la puerta, yo doy unos pasos dentro y no puedo más, caigo al suelo de rodillas suplicándole:

—¡Por Alá! ¡Se lo ruego! ¡Tenga piedad de mí! —le suplico desesperada. Él se ve asombrado y se acerca. 

—¿De qué tienes miedo Nailea? —escuchar mi nombre en su voz es algo reconfortante. Se agacha y me tiende su mano. Esta vez la acepto y, cortésmente, me ayuda a ponerme de pie —Respóndeme —me ordena.

—De todo —digo perdiéndome en sus ojos. Jamás había visto ojos de ese color. Estoy segura de que son lentes de contacto, pues son de un color violeta intenso.

—No deberías, soy tu esposo —indica tranquilo, como si nos conociéramos de siempre. 

—No sé nada de ti —él sonríe y es como si se hubiera iluminado la habitación. 

—Para eso es el matrimonio, Nailea, para conocernos —camina hacia el balcón, y lo sigo a una distancia prudente. 

La vista es impresionante. Es un jardín hermoso con muchas luces y flores. En el fondo se ve un lago. 

—Ven, siéntate —observo la mesa. Hay mucha comida. 

—No tengo hambre —él me ve seriamente. 

—Entonces, tendré que llevarte al médico —me asusto ante su advertencia—. Sé que no te has alimentado estos días —pero ¿cómo lo supo? Nadie se preocupa por mí y él lo ha notado. Debo verme terrible. 

—¡No, por favor! —me siento y tomo un trozo de pan. Le pongo crema encima y unos cuantos arándanos. Me lo llevo a la boca y el sabor activa mis sentidos. Él sigue de pie observándome. La luz de la Luna ilumina su rostro y confirmo el color de sus ojos: son violetas. 

—¿Tus ojos son violetas? —pregunto torpemente. 

—Lo son —lo miro sin creerlo y él sonríe nuevamente —. Es el síndrome de Alejandría. Mi padre lo padecía y yo lo heredé —sorprendida, levanto mis cejas, pues no tenía idea de que existiera ese síndrome. Sus ojos son realmente hermosos. 

Sigo comiendo, y ahora con mucho más apetito. Voy a prepararme otra tostada, pero él me detiene tomando mi mano. 

—Es suficiente, enfermarás. No has comido en días y es mejor que comas poco —aparto mi mano nerviosa; su contacto tiene un efecto en mí que no sé cómo describir—. Debes descansar —dice molesto. Parece que le incomoda mi reacción ante su tacto. 

—¿Solo hay una cama? —Pregunto preocupada. 

—No pasa nada. No voy a tocarte, Nailea, no soy un salvaje —coloca sus manos atrás y las entrelaza, mientras se queda ido por unos segundos mirando el paisaje. Yo, por mi parte, me pierdo observándolo. 

—Yo… yo lo lamento —se gira y me dedica una tierna mirada. 

—Aunque no lo creas, este es el día más feliz de mi vida —confiesa viéndome intensamente.

Yo parpadeo muchas veces. No entiendo cómo puede decir eso. ¿Cómo podría ser este el día más feliz de su vida si acaba de casarse con una completa desconocida? Alguien sin luz, sin calor, sin ganas de vivir.

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