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Soñar no cuesta nada

                ―No puedes soñar tanto Emi.

                La crítica de Ana era parte de la rutina diaria. Sus palabras atentas y concienzudas eran parte de sus intentos de hacerme entrar en razón. Su amor por mí era innegable, después de toda una amistad de más quince años debía ser así de fuerte.

                A Ana la conocí en el jardín de infancia cuando ambas apenas éramos unas pequeñas de cuatro añitos, desde entonces congeniamos como si en otra vida hubiésemos sido las mejores amigas.

                ―Soñar no cuesta nada ―le dije terminando de acomodar mi mochila para pasar a darme un vistazo en el espejo.

                ―Es cierto ―admitió mi amiga con bronca al tener que volver a repasar casi al calco una conversación ya recurrente―, no cuesta nada, pero también puede hacerte vivir en un mundo de fantasías que no es el mundo real.

                Con un gesto de mi rostro dejé en claro que no estaba de acuerdo con su opinión, justo como había ocurrido en tantas ocasiones similares antes de esa.

                Ana se fastidió, pero yo estaba bastante segura que no era ni de lejos un motivo suficiente como para que ella se molestara conmigo, por lo cual me ocupé de lo mío mientras ella terminaba de salir de la cama. Eran apenas las seis y treinta de la mañana, en época de vacaciones era casi de madrugada para una maestra como ella que lo que menos quería era tener levantarse temprano, pero con el desorden que yo ocasioné mientras me alistaba la pobre no pudo seguir durmiendo.

                Me miré al espejo con detenimiento. Solo esperaba que una noche de buen descanso como aquella hubiese aportado algún renuevo a mi cara. Aquella imagen propia que la superficie reflectante del espejo me mostraba era un rostro que ya me sabía de memoria. No era el rostro de una modelo de portadas, pero sabía que tenía lo mío o por lo menos eso era lo que me esforzaba en repetirme cada mañana.

                Mis ojos café no eran especiales por su color, pero por la forma almendrada que combinaba con la línea de mis cejas podía sentirme satisfecha. Con ahínco había logrado que mi piel se mostrara lozana y tersa, y gracias a los talentos de Ana, mi cabello lucia brillante e impecable. No era la más bella ni la más fea, de cualquiera de las dos formas se me hacía difícil resaltar, aunque eso lo lograba de entrada con mi torpeza natural. Sencillamente, era algo que no me agradaba, pero después de veinte años lidiando con eso ya lo había aceptado sin remedio.

                Mi talento especial: La torpeza y las metidas de pata. No era algo que controlara, pero ya no me hacía líos con eso.

                Terminé de acomodar con atención los dos mechones de mi flequillo que caían a los lados de mi rostro mientras el resto de mi cabellera del color noche la até en una cola de caballo y me di por satisfecha, al fin de cuentas era a una entrevista de trabajo a donde me dirigía, no a una cita a ciegas.

                Ana había regresado del baño para cuando yo había tomado la mochila para colgármela al hombro.

                ―Te prestaré el auto, pero por favor, esta vez regrésalo en una pieza.

                ―Ana ya te expliqué que eso fue un accidente.

                La manera en como ella se dirigía hacia mí era la forma en como una madre le habla a su hija y no porque ella fuese una mujer seria y madura, porque no lo era, ella también era una joven con conflictos, con metidas de pata y salidas de cadena, pero era su manera de ser. Ella sabía bien que yo me la estaba jugando toda en mi vida y su apoyo hacia mí había sido absoluto. Cuando le pedí la oportunidad de quedarme en su departamento mientras encontraba trabajo, ella lo aceptó sin chistar y lo mismo había ocurrido en todas las ocasiones en las que me había ayudado sin importarle nada.

                No hablábamos mucho del tema, pero yo sabía que ella no lo hacía solamente por el cariño y la amistad que nos unía, ella lo hacía porque sentía pesar por mí. Era una sensación que no me agradaba, que me ocasionaba repulsión cada vez que lo sentía, pero simplemente era una cuestión que no era culpa de nadie, ni de ellos ni mía.

                Nadie decidió que mis padres fallecieran cuando yo apenas era una adolescente, así como nadie decidió que mi hermano menor y yo nos quedáramos bajo la tutela de un tío desgraciado y sinvergüenza que intento abusar de nosotros al poco tiempo de habernos mudado con él a su casa en el campo. La mía no era la historia de la princesa feliz, pero si era la de la chica enamorada. Yo era esa joven de veinte años que aún soñaba con poder cruzarme en el camino con el hombre de sus sueños. Quizás no ese príncipe azul de las historias, pero por lo menos si uno, de cualquier color, que pudiera demostrarle a mi alma que el amor puede sanar cualquier herida de verdad.

                ―Lo sé ―me respondió ella con una sonrisa mientras me ponía al frente la pantalla de su teléfono con una fotografía a todo color que encabezaba las primeras noticias del día―… Mira, parece que es tu día de suerte, el príncipe con el que sueñas parece que está en la ciudad… capaz y hoy se cruce en tu camino y te proponga matrimonio.

                ―Cruza los dedos por mí ―le dije con alegría.

                Ana me miró mientras resoplaba cansonamente.

                ―Emi, es sarcasmo… sabes bien que no me gusta que te engañes de esa manera. Lo que debes hacer es darle la oportunidad al pobre de Ethan que se muere por ti.

                De nuevo el tema, pensé.

                ―Sabes que a Ethan lo aprecio Ana… si me gusta, pero solo como amigo.

                ―Pero de una amistad se puede pasar a una relación, mira lo que nos pasó a Erick y a mí.

                ―Lo sé, lo sé ―espeté sonriendo antes de abrazarla y darle un beso en la frente―, tal vez pensaré en aceptar esa cena que tengo pendiente con Ethan, pero ahora debo irme si no quiero perder la firma del contrato.

                ―Reflexiónalo por favor… ve con cuidado.

                Asentí y salí a prisa. Estaba desesperada por llegar, al final de cuentas parecía que la vida comenzaba a sonreírme.

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