1.

         DYLAN

         Un par de días antes…

            Estoy muy nervioso. Puedo sentirlo por culpa de los latidos acelerados de mi corazón y el sudor en mi nuca. El temblor en mis manos tampoco es que me ayuden mucho.

            Es el momento, lo sé. Casi a mis 34 años de edad y en una relación de un poco más de dos décadas con la mujer de mi vida me han llevado a este momento, por eso estoy seguro de dar el gran paso. Sin embargo, no puedo evitar sentirme nauseabundo.

            « ¿Y si dice que no? ¿Y si piensa que es muy apresurado? Tenemos doce años juntos, vivimos juntos. Esto será un gesto simbólico para afianzar nuestro compromiso con el otro, ¿cierto?» Las dudas me están carcomiendo el cerebro, pero no quiero echarme para atrás.

Le pediré matrimonio porque no puedo imaginar a nadie más con quien pasar el resto de mi vida, con quien tener una familia y llegar hasta viejitos juntos.

Tamborileo los dedos sobre el volante y chasqueo la lengua, sintiendo que la angustia incrementa. Salgo del carro y me acomodo la bufanda azul marino alrededor del cuello, el invierno está cerca y el frío azota con fuerza.

Las puertas del edificio se abren frente a mí y veo a Samantha, tan preciosa con su cabello largo y ondeado y sus trajes de oficina. Sin embargo, la sonrisa se borra de mi rostro cuando la veo con su jefe, Rick Martin, con quien se ríe sabrá Dios de qué.

Aprieto mis dientes y finjo una sonrisa cuando sus ojos se encuentran con los míos. Alzo la mano para capturar la atención de su jefe, quien se tensa un poco al verme y ella se despide para caminar hacia mí con una sonrisa en el rostro.

Trato de no sentir celos, porque confío en ella. No obstante, no me pasa desapercibido lo tragado que está Rick de mi novia y, espero, futura prometida.

Cuando Samantha llega hasta mí, se abalanza y me abraza. La estrecho con fuerza contra mí y sonrío cuando nos separamos, pero no la dejo ir muy lejos al sujetarla de la cintura.

Sus ojos verdes brillan y sé que son un reflejo de los míos.

—No sé cómo es que cada vez que nos vemos te percibo más guapo —me dice y yo me rio, un tanto avergonzado—. ¿Y esta sorpresa tan linda?

—Pues eso, quise sorprenderte —respondo y acepto el beso que me brinda—. Quiero que comamos afuera, ¿te parece?

—Por supuesto, ¿al mismo lugar de siempre?

—Cómo me conoces, ¿eh? —respondo y ella sonríe aún más, afirmando con la cabeza—. Bueno, vamos.

—Nos hicimos una promesa y yo no faltaré a ella jamás —asegura y yo frunzo el ceño, mientras le abro la puerta del copiloto—. Ya sabes, que todas las citas de mi vida serán contigo, ¿lo recuerdas?

            Por supuesto que lo recuerdo, jamás olvidaría algo como ello.

            Samantha está por entrar al carro, pero yo tiro de su cintura y beso sus labios, sintiendo que desbordo de amor ante el recuerdo de nuestra primera cita. Ella me acepta, por supuesto, y se apega más a mí como si el mañana no existiera.

            Nos alejamos apenas unos centímetros, aún puedo sentir su nariz y respiración chocar contra mi rostro y sonrío cuando ella abre sus ojos, mostrándome el bosque en su mirada al cual pertenezco.

            Nos adentramos en el carro y nos colocamos los cinturones de seguridad. Por el rabillo del ojo noto que Sam sonríe y busco su mano para entrelazarla con la mía.

            “Lovebirds Café” nos recibe a los pocos minutos y ambos nos miramos por unos instantes, tal vez sumidos en los recuerdos que este café despierta en nosotros. Muchas veces venimos a este lugar, que se ha vuelto nuestro predilecto, y hoy será testigo de un gran momento.

            O al menos, eso espero.

— ¿Hay algo que celebrar? —pregunta Samantha, observándome.

—Tal vez —respondo, fingiendo inocencia y ella niega con la cabeza, entrecerrando los ojos.

            Cuando ingresamos al lugar, las campanillas sobre nuestras cabezas tintinean. Observo el lugar, con unas cuantas mesas llenas, decorado con pajarillos enamorados, corazones y fotografías muy hermosas de parejas.

Nos sentamos en la mesa de siempre, frente al gran ventanal que permite ver hacia las calles, y enseguida una mesera nos atiende. Mientras el momento se va acercando, más inseguridades crecen en mi cabeza.

            La comida, que consiste en hamburguesas de pollo y merengadas, llega a nuestras mesas y nos deseamos buen provecho. Conversamos un poco de nuestro último día de trabajo, pues ya es hora de unas merecidas vacaciones.

—No te he dicho. Rick está considerando traer a su primo para trabajar en la empresa, será como un apoyo para él. Yo le daré la bienvenida si acepta —me comenta, pinchando sobre su ensalada antes de meterse un bocado a la boca.

—Genial, otro Martin más, ¿uh? —me quejo, rodando los ojos y Samantha me imita.

—No seas tonto, cariño. Ya te he dicho que esos celos tuyos son ridículos —me recuerda—. Yo solo tengo ojos para ti.

—No eres tú quien me preocupa, amor. Ya te lo he dicho —le repito y tomo su mano para posar un beso en el dorso de la misma—, pero no hablemos de ello. Siempre terminamos peleando y es una bonita tarde. 

—Tienes razón —concuerda ella, sonriéndome—. Por cierto, ¿qué haremos en vacaciones? Estaba pensando que podíamos pasar estas festividades con nuestras familias, aquí mismo, pero escaparnos por unos días para estar a solas.

—Suena perfecto para mí —acepto y me fijo que el momento ha llegado puesto que terminamos de comer—. Amor, ¿quieres postre? Un pastel de red velvet, ¿tal vez?

Sé que aceptará. Es el postre favorito de Samantha y no tiene que decir que sí, la sonrisa en su rostro y el brillo en sus ojos responden por sí misma.

Me he desvivido por mantener ese gesto en su rostro. Daría lo que fuera con tal de verla feliz porque la amo como jamás imaginé que amaría a alguien.

            Y así será por siempre.

Le hago la señal a la mesera (mi cómplice), quien se acerca con una porción redonda de la torta roja, decorada con el frosting de queso crema y Samantha jadea al ver en el filo del plato una cajita de terciopelo rojo. 

—Dylan… —jadea, colocando una mano en su pecho.

            Ella me observa con detenimiento por unos segundos, en los cuales quisiera saber qué está pasando por su cabeza, y sus ojos se llenan de lágrimas. Mira de nuevo el cofre frente a ella y luego a mí, con el mentón temblando.

— ¿Esto es lo que…? —guarda silencio al ver que me arrodillo frente a ella—. ¡Ay, por Dios!

            Los nervios y, para qué negarlo, la vergüenza se apoderan de mí. Sin embargo, no pienso dar marcha atrás. Esto es lo que quiero: ella y yo, juntos, hasta que la muerte nos separe.

—Samantha Grayson, hace doce años que empezamos nuestra relación. No voy a negártelo, tuve miedo al principio porque jamás me había sentido tan bien con alguien a mi lado. Apareciste en mi vida, iluminándolo todo y desde que nuestras miradas se cruzaron la primera vez supe que mi corazón pertenecía junto al tuyo —inicio y acaricio el rostro de mi novia al notar una lágrima rebelde humedecer su mejilla—. Asumí el riesgo esperando que valiera la pena y estoy tan feliz que hoy decido dar un paso más, con mil dudas comiéndome la cabeza sobre si tú también quieres esto, porque quiero pasarme la vida entera enamorándome profundamente de ti.

            Ella cubre su boca con lentitud, sin podérselo creer todavía. Los nervios me evaden aún más y de verdad quisiera hurgar en su cabeza para saber qué piensa.

—Así que hoy, en el mismo lugar donde tuvimos nuestra primera cita, quiero pedirte que seas mi esposa —pronuncio al fin la propuesta, sintiendo mi corazón alebrestarse—. Samantha Mary Grayson, ¿te casarías conmigo? 

— ¡Por supuesto que sí! —responde, abalanzándose a mis brazos. Me llena el rostro de besos, haciéndome reír, y enrosca sus extremidades alrededor de mi cuello—. No me lo puedo creer —admite, soltando algunas lágrimas en un llanto silencioso y feliz.

Le colocó el anillo y beso su mano. Ambos nos levantamos del suelo para sellar nuestro compromiso con un beso. La sostengo de la cintura, mientras ella se pone de puntas para colgarse de mi cuello. El contacto es tierno, suave y lento, con el toque salado de las lágrimas de emoción de ambos.

            «Lo sabía, sabía que este amor valía el riesgo» pienso, acariciando la mejilla de mi prometida antes de besarla.

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