Le sudaban las manos a Bob. Parado junto a Anna, intentaba tragarse toda la vergüenza que el comportamiento de su amigo le causaba, toda la vergüenza que él mismo sentía por haberla ido a buscar en un arrebato para pedirle que lo salvara.“¡Ojalá se queme en el infierno!”, pensó con rabia. En el infierno personal de Elena.—Intenté sacarlos cuando me enteré de que vendría… No pensé que haría esta estupidez —intentó disculparse. Tenía que disculparse con ella.Anna solo se volteó y le dio una sonrisa melancólica, una resignada. Parecía pintada.—Te llevaré a la casa…—No, iré a mi apartamento. ¿Qué sentido tiene volver?—¿Lo dejarás?—No me pidas que lo espere allí luego de lo que hará —casi le rogó.—No, por supuesto que no.Él no se movía, pensaba en cómo salir de ese lugar sin tener que exponerla también a todos esos cuervos ahí afuera, ávidos de sangre. Podía oír los murmullos constantes y adivinaba las expresiones de esos rostros: divertidos, asombrados, petulantes y juzgadores.—
A la misma hora que deberían haber estado en la playa desayunando, como tenía planeado, Owen estaba sentado en la sala observando la puerta. Ni siquiera se había quitado la ropa de la noche anterior.Estaba seguro de que no iba a cruzar por la entrada; sin embargo, la esperó. Y la esperó hasta que oyó que alguien entraba. El corazón se le aceleró tanto que le pegaba en las costillas. Se puso de pie; tenía un aspecto horrible.—¿Anna? —preguntó.—No, maldito infeliz —era Bob—. Te haces demasiadas ilusiones.Owen cayó sobre el sillón; ella no vendría.—¿La pasaste bien anoche, bastardo? Espero que te hayas divertido de lo lindo y espero que te sientas una basura.—Lo hago —respondió, agachando la cabeza.Era cuestión de tiempo para que su amigo apareciera a insultarlo y a decirle varias verdades que él ya conocía. Pero no dijo nada y se quedó callado oyendo la perorata de profanidades que Bob le disparaba furioso. Lo amenazó al menos cinco veces con romperle la cara, la cabeza, las pier
La siguiente llamada de Elena no se hizo esperar demasiado. Dos días después, mientras estaba en su oficina, el teléfono comenzó a sonar. No respondió. De nuevo y de nuevo, con tanta insistencia como si ella no tuviera nada más que hacer que solo presionar el dedo sobre la pantalla.—¿Qué quieres? —respondió por fin, irritado.—Hola, mi amor. Sabes lo que quiero.—¿Qué, ahora?—Así es. Te dejarán subir sin problemas. Te espero.Eran casi las 5 de la tarde. Cortó la llamada y golpeó el aparato sobre su escritorio.La vida es muy laberíntica, uno nunca sabe por dónde va a terminar encontrando una salida o si lo hará. Owen estaba transitando un camino que conocía, pero a la inversa. Ese que lo llevaba a su piso y a sus citas de las 9. Ahora quien hacía “horas extras” era él, para terminar de saldar su deuda. Parecía un chiste de mal gusto.Maldijo al aire, hasta Greta lo escuchó desde afuera. Volvió a tomar el teléfono y llamó a su casa. Afortunadamente fue Raquel quien respondió. Llegar
Aunque se había quedado, no era lo mismo. El ambiente, las sensaciones, todo era denso y frío. La única que no se percataba era la niña, emocionada porque Anna se quedaría a dormir con ella. Por su parte, Owen batallaba con el asco y con los celos.Anna volvió a sentirse fuera de lugar, como si ese pedazo pequeño que ocupaba en sus vidas se hubiera perdido. De vez en cuando lo miraba de reojo. Se había dado un baño, cambiado de ropa y hasta perfumado, pero de todas maneras, ella sabía.Se retorció un par de veces en su silla, incómoda, y a él no se le escapó. Ya no podía reconstruir lo que alguna vez compartieron, pero si lograba retenerla al menos por lástima, expiaría los pensamientos aunque fuera por un rato.Eva por fin bostezó.—Vamos a la cama —dijo Anna, poniéndose de pie.A él los ojos se le fueron, sin disimular, detrás de sus caderas. ¿Alguna vez volvería a sostenerse de ellas? ¿A hundirle los dedos? Probablemente no, se fastidió. Y ese tipejo en la puerta de su casa, buscan
Él dejó de hablarle, no porque estuviera enojado, sino porque tenía miedo de volver a escuchar palabras que no quería oír. Ni siquiera sabía cómo disculparse o si debía hacerlo. Dormir con su exesposa había pasado a segundo plano; se estaba volviendo loco tratando de encontrar una solución.Y su locura interior se reflejaba en el exterior. Llegaba a la empresa con una cara de pocos amigos que asustaba a más de uno. Hasta Greta comenzó a mantenerse más alerta ante sus exigencias. El resto de los empleados lo esquivaban, si podían. En pocas horas, el rumor de que el Director General estaba de mal humor se corrió por todo el edificio.—¿Ahora qué hizo? —se preguntó Bob mientras uno de los gerentes de contabilidad le contaba cómo le gritó por casi 15 minutos por un error en los asientos contables. El pobre tipo temblaba de pies a cabeza. Luego escuchó a una de las asistentes de Software llorar en un pasillo porque Owen le señaló, no muy amablemente, que su vestuario no era el adecuado para
Lo primero que Elena sintió esa noche fue cómo la respiración se le dificultaba; tenía el rostro hundido en la almohada y la pesada mano de Owen empujándola sobre ella. Y le gustó. Lo siguiente fueron los dedos que se hundían en la piel de sus brazos hasta alcanzarle los huesos; creyó que iban a partirse. Y le gustó.Estaba viciada de todo aquello de lo que las personas huyen: del dolor, de la humillación, del desprecio. Gozaba con aquello que retuerce el alma y ennegrece el corazón. Él la oía, los jadeos, los gemidos, los gritos, pero no eran ellos quienes encendían su ritmo o sus ganas; sino el odio. En estado puro.Ella no se quejó cuando él le jaló el cabello haciendo que su cuello se doblara en un ángulo imposible, ni cuando todo su peso cayó sobre su espalda comprimiéndole el pecho. Ni siquiera cuando su boca se cerró sobre uno de sus senos estirándole la piel, a punto de arrancársela.—Eso quiero de ti… —le dijo con la voz entrecortada, mirando cómo los ojos de Owen se volvían
Los encuentros con Elena se hicieron más espaciados. Cuando supo que Anna se había marchado, el sabor del triunfo que pensó sería dulce seguía sabiéndole metálico. Lograba que fuera a su llamado, estaba acorralado por la niña y abandonado por la jovencita; sin embargo, la advertencia que le había dado se volvía cada vez más latente.Su gusto por la agresión y la violencia no estaba a la altura de lo que Owen le entregaba, y es que descargaba en ella todo, como hizo alguna vez con sus secretarias, pero sin miramientos. Ella era una bolsa de carne y huesos, sin emociones, sin pensamientos. ¿Para qué ser considerado? ¿Para qué refrenar al monstruo?Una vez más Owen adoptó esa dualidad retorcida: seguía siendo el respetado hombre de negocios, el padre amoroso y el hijo perfecto, pero también era el otro, el manchado. A simple vista, no se lo podía reconocer, siquiera escrutándolo de cerca. Como lo estaba haciendo Bob esa tarde en el club.Se sentó a su lado, luego de semanas de ignorarlo
Anna lo extrañaba. Pasó varios días llorando en brazos de su madre, escondida de su padre, quien solo la observaba callado. Él sabía, no necesitaba demasiado para darse cuenta de que su Any tenía el corazón roto. Pero conocía a su hija, solo necesitaba tiempo.Hasta esa mañana que la encontró esperándolo en la cocina con el café listo y la ropa de trabajo, las botas altas y el cabello recogido. Y una sonrisa. Tampoco dijo nada, solo se acercó a ella y puso una de sus manos en la cabeza de Anna. El sol apenas despuntaba cuando abrieron el portón trasero y salieron al pequeño campo.Anna aspiró hondo. El aroma de la tierra y las plantas la regresaba a su niñez. Fue feliz allí y volvería a serlo, no tenía dudas.—¿Vas a dejar la universidad? —preguntó su padre mientras abría unos surcos en la tierra.—No, pero los últimos exámenes me retrasaron seis meses… lo siento, papá.—¿Qué sientes? Yo lo lamento por no haber podido hacer más por ti para ayudarte.—Hiciste demasiado y lo sabes.El ho