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capitulo 1: Hunulú

            En una región apartada, donde el tiempo parecía haberse detenido, se erguía el pueblo de Hunulú. Este lugar, abrazado por montañas nevadas y frondosos bosques, había sido olvidado por el mundo moderno. Las calles de tierra se entrelazaban en un laberinto que contaba historias de generaciones, y las casas, construidas con madera y piedra, parecían surgir de la tierra misma, como si deseasen preservarse de la vorágine del tiempo. Los aldeanos vivían en armonía con la naturaleza, llevando una vida marcada por ritmos sencillos y ciclos de la agricultura y la caza.

Los días transcurrían tranquilamente en Hunulú, donde el amanecer traía consigo el canto de los pájaros y el brillo del sol filtrándose entre las hojas de los árboles. Los aldeanos se despertaban temprano, con una rutina arraigada en tradiciones ancestrales. Los hombres de los clanes salían a cazar, mientras que las mujeres se ocupaban de los cultivos y de cuidar a los pequeños. La vida en el pueblo estaba impregnada de sabiduría y respeto hacia la tierra, donde cada cosecha era un regalo y cada animal cazado, una bendición.

En el corazón de Hunulú, un lugar remoto y casi mítico, la vida se entrelazaba con la existencia de dos clanes, los Rokar y los Lira, que aunque coexistían en proximidad geográfica, llevaban consigo historias de amor y rencor que se remontaban a generaciones. Sus tradiciones, marcadas por los vaivenes del tiempo y ensombrecidas por antiguos rencores, les llevaban a mantener una relación compleja que oscilaba entre la cooperación y el conflicto, un delicado equilibrio que definía su existencia.

Los Lira, por un lado, eran fácilmente identificables por su apariencia inconfundible. Su piel era tan pálida como una hoja de papel, lo que les confería un aspecto etéreo. Aunque presentaban características similares al albinismo, no sufrían las desventajas asociadas a esta condición: podían exponerse al sol sin temor a quemaduras, y su visión, lejos de verse perjudicada, era notablemente aguda. En realidad, eran los que contaban con la mejor visión durante la noche, desarrollando habilidades que les permitían moverse con destreza en la oscuridad. Esta capacidad les otorgaba una ventaja especial a la hora de cazar y recolectar en horas nocturnas, cuando los demás animales eran más activos.

Por otro lado, los Rokar, con su robusta complexión y piel morena, poseían una belleza ruda y natural que se reflejaba en cada uno de sus gestos. Su cabello, tan negro como el azabache, se movía al ritmo del viento, mientras sus ojos oscuros, profundamente encuadrados por las arrugas de la experiencia y la vida al aire libre, permanecían siempre alertas. Aunque carecían de la visión nocturna de los Lira, su capacidad auditiva era excepcional, permitiéndoles detectar el más mínimo susurro del bosque. Eran capaces de distinguir incluso el sonido más tenue de una hoja al caer, así como el leve crujido de una rama que anunciaba la llegada de una presa.

Los Rokar eran maestros en el arte de la caza y la recolección. Su habilidad para moverse sigilosamente a través de la espesa vegetación del bosque les confería un nivel casi místico de conexión con la naturaleza. Cada miembro del clan llevaba en su interior el conocimiento ancestral sobre los mejores lugares para cazar, así como la sabiduría necesaria para recolectar frutos y plantas silvestres, que había sido transmitida de generación en generación. Se decía que el viento susurraba secretos a los Rokar, guiándolos en sus incursiones y ayudándolos a obtener provisiones para sus familias. Su espíritu indomable se manifestaba durante los rituales celebrados tras cada cacería exitosa, donde ofrecían agradecimientos a la Madre Tierra por los frutos de su esfuerzo, ya fuera en el danzón de un fuego ardiente o en las canciones que resonaban en la noche estrellada.

Por otro lado, los Lira sostenían la sabiduría de sus ancestros en cada acción que llevaban a cabo. Eran los guardianes del conocimiento sobre la agricultura y la medicina natural, un legado que había sido transmitido de generación en generación. Su conexión con la tierra iba más allá de la simple cosecha; era una relación sagrada que honraba con reverencia. Las mujeres Lira, portadoras de conocimientos ancestrales, se destacaban por su profundo entendimiento de los ciclos lunares, que influían de manera crucial en la siembra y la cosecha. Su vestimenta, elaborada a mano con fibras naturales y teñida de colores terrosos, estaba adornada con intrincados bordados que narraban las epopeyas de sus antepasados, los triunfos en la batalla y la fertilidad de la tierra que cuidaban con esmero.

A pesar de sus diferencias, los dos clanes compartían un vínculo inexplicable con el entorno que los rodeaba. La tierra de Hunulú se extendía ante ellos como un vasto mural, donde cada árbol, piedra o corriente de agua contaba una historia que solo ellos podían escuchar. Sin embargo, la historia de amor y rencor que marcaba su relación estaba profundamente entrelazada con temporadas de abundancia y escasez. A veces, la necesidad les llevaba a colaborar, realizando intercambios de conocimientos y recursos, cada uno aportando lo que mejor dominaba. Otras, la desconfianza y los prejuicios resurgían, llevando a roces y confrontaciones que avivaban viejos odios.

En este mundo de desafíos y belleza cruda, los clanes Rokar y Lira navegaban por la complejidad de su coexistencia. Cada encuentro, cada celebración y cada disputa moldeaba el tejido de sus vidas, mientras la historia de Hunulú continuaba desarrollándose, rica en matices y posibilidades, una danza interminable entre la luz y la sombra, entre la unión y la división. Así, en este rincón de la tierra, la vida seguía su curso, impulsada por la incesante búsqueda de participación y apreciación del mundo natural que los rodeaba.

Las batallas pasadas, aunque lejanas en el tiempo, seguían vivas en la memoria colectiva de los Rokar y los Lira. Cada discusión, cada desacuerdo, revivía viejas heridas que parecían nunca sanar del todo. Los enfrentamientos entre ambos clanes eran frecuentes; a menudo comenzaban con disputas por la caza, la recolección de hierbas o incluso la simple elección de ocupar ciertos territorios. Las tensiones se convertían en conflictos, y aquellos que una vez habían sido aliados en la lucha por la supervivencia se encontraban lanzándose verdades dolorosas y acusaciones, arrastrando consigo el peso de la desconfianza.

A medida que el sol se ocultaba detrás de las montañas al final del día, los aldeanos se reunían junto a las fogatas, donde se contaban historias que mantenían viva la memoria colectiva. Las leyendas hablaban de criaturas míticas que habitaban los bosques, de héroes olvidados y de traiciones que habían moldeado el destino de Hunulú. Los ancianos, en su sabiduría, advertían a los jóvenes sobre la importancia de recordar el pasado y aprender de él, pues el futuro del pueblo dependía de su capacidad para permanecer unidos a pesar de sus diferencias.

Conforme las estaciones cambiaban, el ciclo de la vida en Hunulú también lo hacía. La llegada de la primavera traía consigo la esperanza de nuevas cosechas, mientras que el otoño significaba tiempo de recolección y preparación para el invierno. Los Rokar se aventuraban en el bosque, sembrando trampas para cazar ciervos y otros animales, mientras que los Lira se aseguraban de que sus cultivos prosperaran bajo el sol amable.

Pero esta particularidad en la vida cotidiana del pueblo de Hunulú no era solo un reflejo de la naturaleza; también era un símbolo de las conexiones y desavenencias que definían las relaciones entre clanes. La tensión entre los Rokar y los Lira estaba enraizada en el miedo a la escasez y la desesperación, pues ambos clanes temían que su forma de vida dependía exclusivamente del éxito del otro.

El principio de la primavera llegó como un susurro renovador, trayendo consigo un nuevo aliento de vida que se entrelazaba con la fragancia de las flores en plena floración. Los árboles, una vez desnudos y dormidos, ahora se vestían con hojas verdes que danzaban en la brisa suave, mientras los ríos, desbordantes de agua fresca, cantaban su melodía jubilosa. Sin embargo, en medio de esta espléndida transformación natural, también emergía la sombra más oscura de la discordia. Las tensiones entre los clanes, que habían permanecido ocultas bajo la superficie durante el invierno, comenzaron a aflorar con la llegada de la primavera.

En Hunulú, un pequeño pueblo cuyas raíces estaban firmemente ancladas en las tradiciones ancestrales, cada corazón latía al compás de la inminente confrontación. Las miradas que antes se cruzaban con cordialidad ahora se tornaban desafiantes, y las risas que solían resonar en la plaza del pueblo se veían ahogadas por murmullos de descontento. La comunidad, una vez unida por la celebración de sus rituales y costumbres, se encontraba al borde de un conflicto que podría cambiar el curso de su historia.

Hunulú era, en esencia, un microcosmos de la humanidad, donde la individualidad y la comunidad luchaban por encontrar un equilibrio. Cada rincón del pueblo, cada casa construida con dedicación y esfuerzo, era un testimonio de una historia compartida que estaba a punto de entrelazarse con otra mucho más grande. Los niños, ajenos a la creciente tensión, corrían y jugaban en los campos, mientras que los adultos se sumían en la preocupación, conscientes de que su futuro estaba en juego.

La historia de Hunulú apenas comenzaba, y cada corazón, cada rincón del pueblo marcado por la tradición, estaba a punto de convertirse en una parte integral de una narrativa más grande que la vida misma. A medida que la primavera avanzaba, llenando el aire con fragancia y promesas, la pregunta que surgía era si el pueblo podría encontrar la manera de renacer juntos, renunciando a sus diferencias en beneficio de un futuro compartido o si se verían atrapados en las redes de la discordia, dejando que el espíritu de la primavera se marchara, tan solo un susurro en el viento.

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