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Se quedó paralizado, sintiendo como las piernas le flaqueaban.

Muchas dudas lo asaltaron en ese momento.

El sonido de la campana fue lo único que lo despertó de su letargo profundo de miedos y verdades, las que se enfrentaban con fiereza tras la confesión de Javier.

No le quedó de otra que caminar, porque tenía que dictar clases. Lo hizo por obligación, porque no podía darse el lujo de abandonar todo e irse al demonio.

No podía abandonar a sus estudiantes, su trabajo, su empleo.

Los sentimientos eran variados, unos más crueles que otros. Tuvo que hacer una pausa en el cuarto de baño para maestros. Se mojó la cara y la nuca, sin poder mirarse a la cara. No tenía el valor de enfrentarse a sí mismo y cuestionarse la verdad que, en el fondo, sabía.

Por suerte, no tenía clases con ella, con la culpable de su malestar.

—Maldita sea —murmuró entre dientes cuando entendió que, cuando el momento llegara, no tendría valor para mirarla a la cara.

Quiso mirar la hora en su reloj de muñequera
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