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Cuando la niñera llegó y también Andrea, quien venía en el coche de su padre, Abigaíl se marchó, fría como un témpano de hielo y con las intenciones fijas, grabadas y memorizadas.

Sabía lo que quería, también lo que necesitaba y esa noche estaba dispuesta a entregarlo todo con tal de ganar.

En el caminó repasó con Andrea algunas tácticas que usaban en caso de que la cosa se saliera de control y se repitieron profesionalmente sus falsos nombres.

Tenían una palabra clave, la que servía cómo código de ayuda y también de seguridad.

Si alguna no se sentía cómoda, podía decir la palabra mágica y la otra interfería sin chistar.

—Marcelo es el Doctor, y Roberto nuestro Ingeniero —explicó Andrea cuando bajaron del auto y frente a ellas aparecieron dos hombres mayores—. El Ingeniero es mío, es un cliente antiguo —indicó Andrea, comiendo goma de mascar con pocos modales.

Abigaíl la escuchó con el ceño arrugado y miró detenidamente al doctor. Era delgado y de baja estatura. Tenía el cabello b
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