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—Cree que, porque soy prostituta, puede aprovecharse de mí. —Gruñó con voz sensible y hundió sus uñas en los brazos del hombre, quien soportó el dolor para permitirle que se liberara—. No es justo, Oliver.

—No, mi amor, claro que no —consoló él y le acarició el cuello con suavidad—. Nada es justo —musitó y suspiró envolviendo su rostro entre las palmas de sus manos—. Déjame llevarte a comer, a beber algo, por favor —le pidió con suavidad y rozó su nariz con la suya—. Me duele mucho verte así.

Ella cerró los ojos y se dejó llevar por sus caricias. Cuando sus manos descendieron por su espalda, la joven se aferró a su cuerpo con desesperación y le permitió que la levantara del suelo mojado.

Le ayudó a secarse y a vestirse, todo en silencio, pero en esa natural sincronización que los mantenía bailando bajo su propia órbita.

Cuando la joven cayó rendida en el banquillo delantero del vestidor de la ducha, donde buscó estrujarse el cabello mojado con una toalla, él se encargó de secarle los
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