Liz vio a Nathan volver al salón y aunque quería concentrarse en los documentos del proyecto le fue imposible. Él se dirigió al minibar con lentitud, pero ya no pudo esperar más. Con la verdad de su atentado expuesta, necesitaba respuestas y Nathan parecía empecinado en continuar con sus misterios. Ahora, con esta nueva pieza, no sabía dónde colocarla en el gran puzle que era la familia Kingston y sus verdaderas actividades.—Esos asaltos… —dijo, con más firme de lo que esperaba— ¿tienen algo que ver con tu herida de bala de hace unos días?Nathan no se giró y mantuvo su atención en el vaso que sostenía. —Por supuesto que no. Sería excesivo pensar que…Liz se inclinó hacia adelante.—¿Seguro? —insistió, con un tono que no admitía evasivas—. Porque desde que llegué aquí, he aprendido que en tu mundo, las coincidencias no existen.El tintineo del cristal al servir más whisky fue su única respuesta, pero luego añadió:—No tienes por qué preocuparte por eso.Liz se levantó del sofá y se
Nathan empujó la puerta con más fuerza de la necesaria, sosteniendo a Liz por la cintura para que no resbalara en el piso del vestíbulo. Ambos entraron a trompicones, con las respiraciones agitadas por correr el último tramo cuando la llovizna se convirtió en tormenta. Sus ropas empapadas dejaron un rastro de agua en el suelo.Liz se quitó las zapatillas llenas de lodo con un gesto de frustración mientras su cabello mojado se pegaba a su rostro y cuello, y Nathan tuvo que contener el impulso de apartarlo con sus dedos.—Estoy calada hasta los huesos.—Pero estamos vivos —respondió él, incapaz de desviar la mirada cuando se despojó del abrigo y vio la tela adherida a cada curva de su cuerpo.Sin pensarlo dos veces, Nathan dejó caer el suyo y dio un paso hacia ella, atrapándola entre la pared y su cuerpo antes de que pudiera reaccionar. Liz jadeó, sorprendida, pero no lo apartó cuando él se inclinó y saboreó sus labios.Estaba desesperado, hambriento. Quería devorar cada rincón de su bo
El cerrojo de la puerta hizo eco en la habitación cuando Elizabeth por fin pudo respirar. Se quedó inmóvil en la cama, con la mirada fija en el techo mientras las palabras que escuchó de su boca resonaban en su mente cuál mantra imposible.—Te amo, Elizabeth —repitió imitando su voz ronca.Sí, debió haberse equivocado. Un hombre como Nathan Kingston, que emanaba poder con cada respiración, no iba a declarar su amor así, sin más. El salvarla de una muerte segura no significaba nada. Su torpeza y fragilidad no resultarían atractivas para alguien acostumbrado a mujeres como Sophia Reed. Además, ellos tenían años sin relacionarse, sin saber nada el uno del otro, y era evidente que él ya no era ni la sombra del chico tímido y serio que recordaba de su adolescencia.Sin embargo, su cuerpo no parecía entender razones. Tuvo que presionar ambas manos contra su pecho, intentando contener la oleada de sensaciones que la atravesaba. Una risita nerviosa, igual que la de anoche cuando él se ofrec
Era de noche cuando llegaron al estacionamiento subterráneo de una clínica privada. No era la de Samuel, notó con cierta inquietud. A pesar de su vacilación inicial, siguió a la enfermera por los largos pasillos donde el aroma antiséptico se mezclaba con notas florales. El sonido de los zapatos de la mujer contra el suelo la irritaba con cada paso.La sorprendió encontrar a Samuel en el consultorio junto a un enfermero. Aunque él esbozó una sonrisa profesional, Liz notó que no alcanzaba sus ojos.—Candidato 423 —dijo él a modo de saludo. Un escalofrío la recorrió al escuchar el término. La frialdad con que lo pronunció era un recordatorio brutal de lo que estaba a punto de hacer.—¿Es necesario? —preguntó mientras se sentaba frente al escritorio.Samuel la observó por encima de sus gafas. —La despersonalización es parte del proceso. Te ayudará a adaptarte mejor a tu nueva identidad.Los siguientes noventa minutos se convirtieron en un desfile interminable de pruebas y formularios. Ca
Las dos semanas transcurrieron con una rapidez increíble desde aquel encuentro en el desván. Esa mañana, durante el entrenamiento, Nathan no le dio ni un respiro, temiendo no haberla preparado lo suficiente.—Otra vez —ordenó, observando cómo Liz jadeaba, el sudor empapando su camiseta—. Tu enemigo no te dará tiempo para recuperar el aliento.Liz tomó posición, pero sus brazos temblaron al levantar el arma.—Mantén los codos firmes —la corrigió Nathan, acercándose a ella por detrás—. Si dejas que tiemble el arma, fallarás el tiro y estarás muerta.—Ya no puedo... lo hemos hecho muchas veces —La voz de Liz sonaba quebrada, y sus piernas temblaron por agacharse y ponerse de pie para luego disparar.Pero Nathan se acercó, invadiendo su espacio personal. —¿No puedes? ¿O no quieres? —Su aliento rozó la mejilla de Liz y a pesar de que estuvo tentado a lamerla, se contuvo—. La diferencia entre vivir y morir está en esos últimos segundos, cuando crees que ya no puedes más.—¡Dije que no puedo
Nathan entró a su habitación con paso cansado. La necesidad de una ducha urgente pesaba sobre sus hombros, pero los persistentes reclamos de Liz le impedían concentrarse en algo tan simple. Todo había estallado cuando ella lo escuchó mencionar el cargamento de armas rusas programado para esa noche.—Quiero ir contigo al muelle —insistió ella por enésima vez, mientras lo observaba desvestirse—. Si voy a ser parte de esto, necesito aprender cómo funciona todo.—No hasta que cambies tu apariencia —respondió Nathan, quitándose la camiseta con movimientos tensos—. Los rusos son paranoicos. Si alguien te reconoce, todo el plan se va a la mierda.El ambiente en la habitación se volvió más denso con cada palabra intercambiada, la frustración palpable entre ambos. Nathan sabía que la determinación de Liz no cedería fácilmente, pero él tampoco podía permitirse correr riesgos innecesarios.—¿Y después qué? —Liz avanzó un paso, su mandíbula tensa—. ¿Seguirás encontrando excusas para mantenerme al
Liz se percató del momento exacto cuando a Nathan se le transformaba la mirada de amante a depredador en cuestión de segundos y luego el cuerpo que la había hecho suya momentos antes ahora se movió con una precisión letal. Liz observó, paralizada, cómo se ponía a medias el pantalón de chándal negro. El sudor aún brillaba en su torso cuando sacó un arma del cajón de la mesita de noche y la familiaridad con la que la empuñó le recordó quién era en realidad.—Nathan... —Su voz sonó pequeña.—Cierra con pestillo —instruyó él, su mirada encontró la suya—. Y no abras. No importa lo que escuches.Liz no supo qué responder, pero él no se movió.—Júralo —susurró.Entonces, Liz asintió al notar la determinación en sus ojos, porque no parecía la resolución fría de un asesino, sino la ferocidad protectora de alguien dispuesto a matar por ella. Por primera vez, Liz entendió que sus promesas no eran solo palabras.—¡Nathan! —La voz de James sonó más cerca. Afuera del pasillo. Liz se movió entonces
Liz no se movió una vez que Nathan se fue, excepto para cubrirse con la colcha. Pasaron horas hasta que reunió el valor suficiente y salió a su habitación, pero en cuanto el agua tocó su piel, sucedió lo de siempre y se echó a llorar, y es que había convertido el baño en su lugar sagrado para limpiar sus penas sin sentir vergüenza. Sus dedos rozaron las marcas que Nathan dejó en su piel, testigos silenciosos de la pasión que compartieron antes de la llegada de su padre. Y las preguntas que siempre la atormentaban sobre Richard se mezclaron esta vez con una traición más antigua y dolorosa, porque descubrió que todo lo compartido con Amelia, fue una mentira desde el principio.Se obligó a salir y se envolvió en una toalla hasta llegar al escritorio, donde había dejado el diario de Amelia. Lo encontró junto a otros en el desván, mientras buscaba pruebas contra los Kingston, pero lo que descubrió fue devastador. Cada página fue un puñal a recuerdos que creyó sagrados: las tardes comparti