El pitido del monitor cardíaco era lo único que rompía el silencio. Monótono, inquebrantable. Cada leve variación le recordaba que Nathan aún estaba allí… y que podía irse en cualquier momento.La UCI VIP era un espacio pulcro, clínico, con paredes insonorizadas y tecnología de punta. Un lujo que no significaba nada cuando el hombre que amaba yacía inmóvil, con la piel más pálida de lo que recordaba.Se miró en la ventana. Apenas se reconocía. Ojeras violáceas, labios agrietados, piel marchita. Sus manos, firmes incluso al disparar, temblaban ahora al sostener un vaso de agua que una enfermera le dejó horas atrás.El chirrido de unos zapatos rompió la quietud opresiva. Isabella levantó la mirada para encontrarse con la jefa de enfermeras en su recorrido de rutina. Nathan era prioridad para todos.—Debería descansar, señora Kingston —dijo sin apartar la vista de las constantes vitales—. El doctor Morales pasará en una hora.Isabella apenas reaccionó.—Estoy bien.Era mentira. Su voz so
Isabella cerró la puerta y dejó caer la máscara de compostura. La farsa aún le quemaba en la garganta cuando el doctor Morales alzó la vista de la tablet.—La inflamación cerebral está disminuyendo —anunció él sin preámbulos—. Los signos vitales están más estables.—¿Cuándo despertará? —La pregunta salió más desesperada de lo que pretendía.—No puedo darle un tiempo exacto. —Le revisó las pupilas con la linterna y luego la miró—. El doctor Brennan llamó. Está preocupado por su salud. El estrés prolongado y la falta de descanso...Ella ignoró el comentario y mantuvo la vista en el monitor cardíaco, atenta a cada latido de su esposo.—Estoy bien.—Entiendo... —dijo sin insistir. Cuando él se fue, Isabella se dejó caer en la silla. Seguro que ya estaba harto de ella. Tomó la mano de Nathan entre las suyas, como si pudiera transferirle su propia vitalidad. La piel fría de él contrastaba con el calor febril de sus palmas.—Nathan, soy yo. —Susurró, luchando contra el nudo en su garganta—
El amanecer filtraba una luz tenue a través de las persianas cuando Isabella entró a la UCI. Asintió al guardia de la organización apostado junto a la puerta y dejó su bolso sobre la silla.—Buenos días, señora Kingston —saludó la enfermera de turno, una mujer de mediana edad con expresión amable—. Ha habido cambios durante la noche.Isabella sintió que su corazón se aceleraba y se acercó a la cama de inmediato.—¿Nathan está bien?—Hubo respuesta a estímulos y movimientos oculares dirigidos. Vamos por buen camino.Tomó la mano de Nathan, evitando mover la vía intravenosa.—Estoy aquí —susurró, acariciando su mejilla.Una punzada de culpa la atravesó. No estuvo presente cuando despertó por primera vez; estaba ocupada ejecutando un plan que ponía a todos en riesgo. La operación en el puerto ya debía haberse puesto en marcha.—Vas a mejorar —Se inclinó al besarle la frente—. Y yo estaré aquí contigo.Horas después, el doctor Morales llegó para su revisión matutina.—Dentro de unos días
Lo primero que sintió fue el dolor: agudo, punzante, como si cada terminación nerviosa despertara a la vez. Nathan intentó moverse, pero una ola de agonía lo paralizó mientras los pitidos acelerados de un monitor cercano lo irritaron.Abrió los ojos con esfuerzo. La luz artificial le quemó las retinas y cuando quiso tragar, el tubo en su garganta lo asfixió.Quiso arrancárselo, pero sus brazos parecían de plomo. Las alarmas de los monitores aumentaron su frecuencia, mezclándose con el zumbido constante en sus oídos.Un rostro familiar apareció en su campo de visión. Isabella, con los ojos enrojecidos, se inclinó sobre él. —No, Nathan —lo reprendió—. Te vas a lastimar. No hagas eso. El doctor ya viene.Quiso sujetarla, pedirle que no se fuera, pero sus dedos apenas se movieron. La frustración lo invadió al verla alejarse para buscar ayuda.El doctor llegó poco después con dos enfermeras. Lo examinaron mientras Isabella observaba desde un rincón, los brazos cruzados, la mirada fija en
El pasillo del hospital se extendía como un túnel sin fin. Isabella avanzó sin sentir el suelo, con la orden de James martillando en su mente: matar a Richard, el hombre que la hizo pedazos en más de un sentido.Entró al baño, cerró la puerta y se apoyó en el lavamanos. Su respiración se agitaba, como si intentara contener la tormenta que rugía en su interior.El espejo le devolvía la imagen de una extraña. Ya no quedaba rastro de Elizabeth Crawford, salvo la venganza que la sostenía.Y ahora que el momento había llegado, dudaba.Su teléfono sonó y leyó el nombre de Mario en la pantalla antes de responder:—Dime.—Tenemos que vernos. Jorge se enteró de algo… algo que tiene que ver con...—Ahora no, Mario. Pero necesito tu ayuda —dijo sin preámbulos—, con credenciales para entrar a Legacy sin levantar sospechas, y agrega el plano de seguridad.Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea. Cuando Mario habló de nuevo, su tono era medido:—¿Estás segura? ¿Nathan lo sabe?—Él no dec
Durante el trayecto, los recuerdos emergieron como heridas abiertas: la clínica de su obstetra, la decepción de Richard al saber que tendrían una niña, sus humillaciones públicas. La fiesta de los Windsor, cuando la dejó sola. La imagen de él besando a Amelia. Sus súplicas después de negarlo todo, llamándola loca. Y el frío del mar cuando la empujaron del acantilado. Cada lágrima. Isabella estacionó frente a Legacy. El edificio se alzaba imponente contra el cielo nocturno, un monumento a un legado forjado con sangre, con mentiras de Alexander Turner. Respiró hondo, verificando la jeringa en su clutch antes de salir del auto.Deslizó la tarjeta y el sistema parpadeó verde, concediéndole acceso total. Tal como Mario había prometido, la distracción funcionó. Una falsa alarma en el ala este distrajo al guardia. A la vez, un fallo programado en el sistema de cámaras le garantizaba treinta minutos sin ser detectada.Tomó el ascensor y al final del pasillo, las luces de la oficina princi
Richard la empujó contra el cristal de sus trofeos de golf. El vidrio se astilló con el impacto, y un dolor punzante recorrió su espalda mientras él la sujetaba del cuello.—¡Perra mentirosa! —gruñó, escupiendo las palabras con el rostro crispado por la rabia.Isabella sintió que le faltaba el aire, pero no cedió al pánico. Permaneció enfocada, recordando cada lección de los últimos meses.La ventaja de Richard era momentánea. Con un movimiento preciso, Isabella golpeó el punto sensible en la muñeca que Nathan le mostró tantas veces. El agarre se aflojó y ella pudo empujarlo con ambas manos.Richard retrocedió con un jadeo entrecortado, el odio destilando en su mirada.—¿Por qué volviste? —murmuró, mientras buscaba algo a su alrededor con desesperación—. Te ves tan…—¿Diferente? ¿Aceptable para ti? —Su gesto de repulsión la hizo reír—. Vine por mi hija.La risa de Richard le revolvió el estómago, pero esta vez no tembló. Isabella dio un paso hacia él, pero él agarró el abrecartas del
La habitación estaba a media penumbra, iluminada por el resplandor del televisor y los monitores que lo rodeaban. Nathan desvió la mirada hacia el reloj digital en la pared: 3:47 AM. Los sedantes se disipaban, dejando amargura en su boca y una niebla espesa en su mente.El televisor murmuraba entre el zumbido de los equipos médicos y el silbido del oxígeno. Un hormigueo recorría sus extremidades, como si miles de diminutas criaturas reptaran bajo su piel. Acababa de discutir con la enfermera hasta que admitió haber suministrado la dosis extra de calmantes por orden de Isabella, tras darse cuenta de la pesadez artificial que se aferraba a sus músculos como un parásito.Isabella había ordenado sedarlo. Entendía sus métodos, pero no aceptaría que los usara con él de nuevo.El teléfono vibró sobre la mesa auxiliar, y el nombre de Jorge brilló en la pantalla.Sin novedades en la residencia Crawford. La niña duerme. Tres hombres vigilan el perímetro.Los dedos de Nathan, todavía torpes por