EL PESO DEL APELLIDO

El aire salado del mar envolvía a Isabela mientras permanecía de pie en la cubierta del yate. Había dejado que el viento jugara con su cabello, permitiendo que el vaivén de las olas calmara la tormenta en su interior. Sin embargo, la calma que buscaba se rompió abruptamente cuando una llamada por radio resonó en la cabina principal.

—A la tripulación del yate, detengan su curso inmediatamente. Esta es una orden directa de Leonardo Arriaga.

Isabela se detuvo en seco. Su corazón se aceleró al escuchar el nombre de su esposo. ¿Qué estaba haciendo ahora? Se giró hacia el capitán, que había tomado la radio, evidentemente confundido.

—Señor Arriaga, aquí el capitán del yate. ¿Puede confirmar la orden?

La voz de Leonardo llegó clara, grave y autoritaria.

—He dicho que detengan el yate. Ningún barco de la familia Arriaga sigue su curso sin mi autorización.

El capitán miró a Isabela, esperando instrucciones. Ella entendió que la decisión recaía en sus manos, y no estaba dispuesta a ceder
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