El almacén estaba en completo silencio, excepto por el leve crujido de las maderas viejas y la respiración entrecortada de Isabela, quien se mantenía encadenada en una de las sillas, con las muñecas enrojecidas por la presión de las esposas. Sus ojos estaban opacos, pero en su interior, una última chispa de esperanza se mantenía encendida. No sabía cuánto más podría soportar, pero no podía rendirse. Su hijo la esperaba.Leonardo avanzaba con cautela, sosteniendo a Camila con una firmeza que dejaba claro que ella no tenía otra opción más que seguirle el juego. Su mente estaba completamente enfocada en Isabela. Su esposa estaba en algún lugar de ese almacén, posiblemente atada, asustada y sin saber que él había llegado.Camila reía suavemente, convencida de que Leonardo la había elegido a ella. Susurraba palabras incoherentes sobre una familia perfecta, sobre cómo ella siempre había sido la indicada y cómo Isabela solo era una sombra en su destino. Leonardo no prestaba atención a sus de
El frío de la mañana rusa se desvaneció por un instante cuando las puertas de la iglesia se abrieron. A través de la gran entrada, los rayos de sol se filtraron suavemente, iluminando el pasillo en una suave danza de luz. El aire, fresco y limpio, parecía presagiar algo nuevo, algo hermoso. El murmullo de los invitados se apagó en cuanto todos se dieron vuelta, y la figura de Isabela apareció en la entrada del altar. Vestida con un delicado vestido de encaje blanco, ella avanzaba, cada paso medido, casi flotando sobre la alfombra roja que cubría el suelo. Su rostro, sereno pero radiante, reflejaba no solo la belleza de la joven mujer que había sido la esposa rechazada, sino también la que, con el tiempo, había aprendido a abrir su corazón nuevamente. En sus brazos, el pequeño Leandro, vestido de blanco como su madre, descansaba plácidamente, ajeno a la magnitud de ese momento, con una sonrisa tranquila en su rostro. Leonardo, de pie frente al altar, la observaba en silencio. El vien
Leonardo revisaba unos documentos en su oficina cuando su asistente tocó la puerta, interrumpiendo sus pensamientos. Apenas levantó la vista, lo vio ingresar con una carpeta en mano. —Señor Arriaga, el empresario Daniel Han está esperando en la sala de reuniones. La señora Isabela está con él revisando los términos del acuerdo antes de que usted llegue. Leonardo cerró el expediente de golpe, sintiendo una punzada de molestia. ¿Desde cuándo su esposa pasaba tanto tiempo con otros empresarios? No es que no confiara en ella, pero la idea de otro hombre compartiendo atención con Isabela le resultaba insoportable. Al llegar a la sala de reuniones, observó a Isabela con una expresión profesional, explicando algunos detalles a Daniel Han. El empresario la miraba con evidente interés, y aunque no cruzó ninguna línea, eso no evitó que Leonardo sintiera un profundo deseo de marcar territorio. —Espero no estar interrumpiendo —dijo con frialdad, tomando asiento junto a Isabela y posando su ma
El caos se desató en la Mansión Arriaga cuando Isabela sintió la primera punzada de dolor. Su respiración se agitó y, con una mano sobre su vientre, buscó a Leonardo con la mirada. —Leonardo… creo que es hora —susurró entre jadeos. Leonardo, que estaba revisando unos documentos en su estudio, sintió cómo su corazón se aceleraba. Salió corriendo al ver la expresión de su esposa y gritó órdenes a los empleados mientras intentaba mantener la calma. Pero justo cuando pensó que tenía todo bajo control, comenzó la verdadera prueba. —La bolsa… la bolsa de maternidad, ¿dónde está la bolsa? —decía mientras abría y cerraba cajones en el cuarto. —Papá… ya se la di a mamá —interrumpió Leandro, que con apenas tres años ya tenía más sentido común que su propio padre en ese momento. Isabela, a pesar del dolor, no pudo evitar reírse al ver a su pequeño hijo tomar la iniciativa y acomodarse junto a ella en la camioneta, asegurándose de que estuviera cómoda mientras Leonardo aún revolvía la c
La imponente iglesia estaba decorada con ramos de rosas blancas y candelabros que iluminaban el altar con un brillo dorado. Isabela Montiel, con un vestido de encaje perlado y un velo que parecía flotar a su alrededor, temblaba ligeramente mientras esperaba frente al sacerdote. Sus manos estaban heladas, aunque trataba de mantenerse firme. Ese día debía ser el inicio de un nuevo capítulo en su vida, uno lleno de amor, o al menos eso quería creer.Leonardo Arriaga, por otro lado, estaba rígido y ausente. Vestía un impecable traje negro que resaltaba su porte elegante, pero su expresión era fría. Sus ojos no se fijaban en la mujer que estaba a punto de convertirse en su esposa, sino que buscaban a alguien más entre los invitados: Camila Beltrán.Camila, sentada en una de las primeras filas, le sonrió con esa mezcla de ternura y complicidad que solo ella sabía usar. Era la única capaz de romper la fachada impenetrable de Leonardo. Él le devolvió la mirada por un segundo, como si estuvier
La recepción continuaba con la música de una orquesta en vivo y los invitados disfrutaban de un banquete exquisito. Sin embargo, Isabela, parada en una esquina con su vestido blanco perfectamente ajustado, era una silueta solitaria en medio de la multitud. Intentó disimular su incomodidad mientras buscaba a Leonardo, quien había desaparecido hacía más de media hora.Leonardo no estaba perdido, sino exactamente donde quería estar: en uno de los pasillos del lugar, junto a Camila. La mujer, enfundada en un vestido rojo que dejaba poco a la imaginación, lo miraba con una sonrisa seductora.—¿Qué haces aquí, Leo? Esto es tu boda. ¿O es que ya no puedes estar lejos de mí? —preguntó Camila con un tono que mezclaba burla y provocación.Leonardo pasó una mano por su cabello, frustrado.—¿De verdad crees que quiero estar ahí con ella? Esto es un teatro ridículo que no pedí.Camila se acercó más, colocando una mano en su pecho.—Entonces no lo hagas. Vete conmigo. Deja de fingir por los demás.
El amanecer trajo consigo una tormenta mediática que Isabela no estaba preparada para enfrentar. Mientras el sol apenas asomaba en el horizonte, su nombre ya estaba en boca de todos. En televisión, radio y redes sociales, las imágenes de Leonardo y Camila abandonando la ceremonia se repetían una y otra vez, cada titular más cruel que el anterior: “La esposa abandonada: ¿Merecía Isabela Montiel este trato?”“Camila Beltrán, la verdadera mujer de Leonardo Arriaga”“La dulce pero débil Isabela: ¿una elección impuesta?” Isabela permanecía encerrada en la suite nupcial, ahora vacía de toda alegría. Había pasado la noche en vela, leyendo los comentarios llenos de burlas en internet. Su teléfono no paraba de vibrar con mensajes y llamadas de conocidos, familiares, e incluso desconocidos que no dudaban en opinar sobre su vida privada. —"Si ni su esposo la quiere, por algo será."—"Debe de ser una mujer muy aburrida."—"Pobre Leonardo, atrapado en un matrimonio obligado." Incluso su propia
En el exclusivo hotel donde Camila y Leonardo se refugiaron tras abandonar la boda, la atmósfera era una mezcla de lujo y descaro. La suite presidencial era un oasis de mármol, cristales y vistas panorámicas de la ciudad, pero el verdadero espectáculo estaba ocurriendo en las redes sociales y los medios, donde Camila movía los hilos a su favor. Con una copa de champán en la mano y su teléfono en la otra, Camila revisaba con satisfacción las noticias. Las fotografías de ellos dos habían logrado exactamente lo que ella quería: acaparar la atención de todos. Mientras Leonardo permanecía sentado en el sofá con una expresión de cansancio, ella se inclinó hacia él con una sonrisa seductora. —¿Lo ves, amor? Ahora todos saben lo que siempre hemos sido: tú y yo contra el mundo. Isabela no tiene lugar en esta historia. Leonardo la miró, dudando por un momento. Sabía que lo que había hecho era cruel, pero Camila tenía una habilidad única para justificar lo injustificable.—¿Crees que esto era