Disculpa

La madrugada envolvía la ciudad en un silencio inquietante, interrumpido solo por el sonido del motor del auto de Leonardo Arriaga. Las calles estaban desiertas, iluminadas por faroles que proyectaban sombras fantasmales. Dentro del vehículo, Leonardo sujetaba con fuerza el volante, sus pensamientos arremolinándose como una tormenta.

Había dejado a Camila durmiendo en la suite presidencial del hotel lujoso, su sonrisa satisfecha aún grabada en su mente. Pero esa satisfacción que siempre lo había atraído ahora lo incomodaba. Por primera vez en años, las palabras de Camila sonaban huecas, como si estuviera interpretando un papel demasiado perfecto.

El destino de su trayecto era claro: el hotel donde había dejado a Isabela. Una parte de él no entendía por qué estaba haciendo esto; después de todo, la boda había sido un acuerdo sin sentimientos. Sin embargo, cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Isabela en la iglesia, ese gesto vulnerable pero esperanzado que lo había perseguido durante toda la noche.

Cuando llegó al hotel nupcial, estacionó el auto y subió al piso de la suite. Los pasillos estaban vacíos, la alfombra amortiguando sus pasos mientras se dirigía a la habitación. Frente a la puerta, tomó aire, su pecho apretado por una culpa que no quería admitir. Finalmente, giró la manija y entró con cuidado.

La suite estaba sumida en penumbras. Las cortinas no dejaban pasar la luz de la ciudad, y un silencio absoluto llenaba el espacio. Leonardo avanzó lentamente, sus pasos siendo apenas un murmullo en el suelo alfombrado. Al girar hacia la sala, la vio.

Isabela estaba dormida en el sofá, todavía con el vestido de novia puesto. El blanco del encaje contrastaba con la oscuridad de la habitación, haciéndola parecer una figura etérea. Estaba acurrucada en una posición incómoda, como si hubiera caído rendida tras horas de llorar. Su cabello, que horas antes había estado perfectamente arreglado, caía en desorden alrededor de su rostro. Las lágrimas secas en sus mejillas brillaban bajo la tenue luz de una lámpara que ella había dejado encendida.

Leonardo sintió un peso insoportable en el pecho al verla así. Sabía que había sido cruel al abandonarla de esa manera, pero verlo con sus propios ojos lo hacía mucho más real. Avanzó un par de pasos, su mirada fija en ella.

—Isabela... —susurró, casi sin querer despertarla.

Ella no se movió. Su respiración era lenta y entrecortada, señal de que el sueño no era profundo ni reparador. Leonardo se acercó más, deteniéndose a pocos metros de ella. Se arrodilló frente al sofá, estudiando su rostro de cerca por primera vez. Había algo en su expresión, incluso dormida, que lo hizo sentir aún más miserable.

El peso de las acciones

Los recuerdos de la boda y la recepción inundaron su mente. Había ignorado sus intentos por acercarse, por bailar, por hablarle. Cada sonrisa tímida que ella había intentado regalarle había sido respondida con frialdad. Y luego estaba Camila, con su risa descarada y su insistencia en que abandonara todo. ¿Cómo había llegado a ser el hombre que dejaba a una mujer como Isabela completamente sola en el día que debería haber sido el más especial de su vida?

Sin darse cuenta, alargó la mano y apartó un mechón de cabello que cubría el rostro de Isabela. Su piel era suave, cálida. El roce la hizo moverse ligeramente, y sus ojos comenzaron a abrirse lentamente.

Isabela parpadeó, desorientada al principio. Cuando sus ojos se encontraron con los de Leonardo, el desconcierto fue reemplazado por una mezcla de sorpresa y dolor. Se incorporó rápidamente, acomodándose el vestido con manos temblorosas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, su voz ronca por el llanto y el sueño.

Leonardo se apartó un poco, todavía arrodillado frente a ella. No supo qué decir de inmediato. Las palabras que había ensayado durante el camino parecían inútiles ahora.

—Quería verte —dijo al fin, sabiendo lo vacía que sonaba esa respuesta.

Isabela lo miró con incredulidad. Una risa amarga escapó de sus labios.

—¿Verme? ¿Después de abandonarme en la recepción de nuestra boda? ¿Después de irte con... con ella? —Ella expuso en un tono burlon mientras las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo, pero esta vez, su voz tenía un tinte de ira contenida ya mas notorio—. No sé qué esperas que te diga, Leonardo.

Él apartó la mirada, incapaz de sostener la intensidad de los ojos de Isabela.

—Sé que lo que hice estuvo mal. No tengo una excusa, pero... Camila...

—¿Camila? —lo interrumpió ella, con una dureza que sorprendió incluso a Leonardo—. ¿Crees que me importa lo que tengas que decir sobre Camila? Lo que importa es que hoy, el día que juraste compartir conmigo, me dejaste sola frente a todos. Humillada.

Leonardo tragó saliva, sus manos cerrándose en puños sobre sus rodillas.

—No fue mi intención...

—¿No fue tu intención? —repitió Isabela, su voz temblando. Se levantó del sofá, alejándose unos pasos de él—. Entonces, ¿qué pretendías? Porque desde que nos casamos, solo me has hecho sentir como una intrusa en tu vida y eso que llevamos tan solo unas horas de casado.

El silencio se apoderó de la habitación. Leonardo no podía encontrar las palabras para responder. Lo que Isabela decía era cierto, y no había forma de negarlo.

Finalmente, ella suspiró, su voz ahora más suave, pero llena de resignación.

—No sé por qué viniste, Leonardo, pero si es para disculparte, no necesitas hacerlo porque no quieres hacerlo y nadie te obliga. Ya entendí que nunca seré suficiente para ti.

Leonardo se levantó lentamente, sus ojos fijos en ella. Quería decir algo, cualquier cosa, para aliviar el dolor que le veía reflejado en el rostro, pero las palabras no llegaban.

—Isabela, yo...

Ella levantó una mano, deteniéndolo.

—No digas nada. Por favor, solo... vete.

Él dudó, pero al final asintió, sabiendo que insistir solo empeoraría las cosas. Mientras salía de la habitación, una nueva ola de culpa lo envolvió. Esta vez, sin embargo, había algo más: un ligero temor de que Isabela estuviera empezando a cerrar la puerta que él había mantenido abierta solo por conveniencia.

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