Arlet estaba en la sala de la casa dando vueltas, sin saber qué hacer. Las palabras de Horacio seguían preocupándola, pero en ese momento estaba esperando a Luke. Eran más de las diez de la noche y él no llegaba. De repente, la puerta se abrió y lo vio cruzar la misma en compañía de unos hombres. Su aspecto era alarmante: lucía un traje formal de oficina, la chaqueta estaba desabotonada y podía apreciarse el azul claro de la camisa, el problema era que nuevamente estaba manchada de sangre. Muchas gotitas. —Encárguense de no dejar rastro—ordenó a los hombres antes de posar sus ojos en ella. “¿De dónde vienes?” Quiso preguntar, pero negó antes de que las palabras abandonaran su boca. La verdad era que prefería no saberlo. —Me daré un baño y luego iré a tu habitación. Dame diez minutos—le dijo acariciando su mejilla como se había vuelto costumbre. Arlet asintió, obediente. Lo miró subir las escaleras y perderse por el pasillo, mientras tanto ella se quedó allí, mirando por la ventan
Un mes… Arlet llevaba un mes viviendo en una tranquila monotonía: por las noches siempre recibía a Luke, pero no se quedaba a dormir, compartían, hablaban, tenían sexo, y ella se dormía en sus brazos; sin embargo, al despertar nunca estaba. Quería que eso cambiará, pero sabía que no era un tema fácil. Había estado investigando un poco sobre sus traumas y lo recomendable era llevarlo todo un paso a la vez. Las libertades que le había dado también aumentaban con cada día y ahora tenía que reconocer que no se sentía del todo secuestrada, ya no. —No me gusta ese vestido—dijo Arlet cuando vio la prenda que le había llevado Horacio. —Pues es lo que hay y tendrás que usarlo más tarde—refunfuño el anciano. —No. No me gusta—repitió Arlet como una niña consentida. —Arlet—la nombró Horacio en tono de advertencia. —Llamaré a tu jefe y le diré que quieres obligarme a usar algo que no me gusta—lo amenazó alzando la barbilla. —El amo está demasiado ocupado como para interesarse por algo así.
—¡El señor Horacio! ¡El señor Horacio!—lloró la joven, mientras era subida a la fuerza a un auto. —Olvídate de ese viejo, Arlet. —¡No!—Arlet lo miró como si acabará de decir un disparate— ¡Es mi amigo!—se negó con voz temblorosa. —Esas personas no son tus amigos—la cortó Nicolás, buscando hacerla entrar en razón. —No, si lo son, él…—Él era el cómplice de ese tipo—continuó—. Te raptaron, ¿ya lo olvidaste?Ella se quedó en silencio con sus ojos humedecidos, pensando en lo mucho que debería estar sufriendo el señor Horacio en ese preciso instante. —¡Nicolás, te mandé un mensaje!—lo encaró, sintiéndose rabiosa. —¡Esa no eras tú, Arlet! ¡Esta no eres tú!—la señaló como si no fuese más que una completa desconocida. —¿De qué hablas?—balbuceo sin entender lo que insinuaba. —No sé qué te hicieron, pero es evidente que no estás en tus cabales. —No, yo estoy bien—se negó ante la acusación de su posible locura. —¿Estás bien?—la miró con una ceja alzada—. ¿Desde cuándo una persona a la
—Hay que limpiar este desastre—dijo una voz masculina a su acompañante. —Recógelo tú—renegó su compañero.—No puedo solo, es muy pesado, ¿no lo ves?—Pues creo que necesitaremos más ayuda. Ambos hombres se acercaron y observaron detenidamente el rostro, del que en un pasado había sido la mano derecha de Luke. —Tú te lo buscaste, viejo sapo—dijo uno de ellos, con una inclinación de cabeza, a modo de respeto. —Oye—el otro de repente golpeó a su compañero—, mira, parece que sigue respirando. —¿Qué?Los dos hombres contemplaron detenidamente el cuerpo que se suponía debían de recoger y se dieron cuenta de que, en efecto, el viejo no estaba muerto. —¿Pero cómo es posible?—se sorprendieron al tiempo en que se miraban entre sí, pensando en qué hacer con el “cadáver”.[…]—Llegamos—anunció Nicolás, llevando a su lado a una Arlet que se negaba a caminar—. Arlet, coopera, por favor—exigió jalándola más fuerte. —No, te he dicho que no quiero estar aquí—repitió la muchacha su solicitud. —
—Hiciste bien en matarlo—la voz de Kenia se alzó en medio del silencio—. En este mundo no hay espacio para los traidores.Luke frunció el ceño al tiempo en que recordaba los ojos saltones de Horacio, esas cuencas a punto de salirse, esa mirada suplicante. No, a él nunca le temblaba la mano al momento de matar a alguien, sin embargo, dudó. Había algo en la mirada de Horacio que le hizo recordar a su padre, en realidad no tenían nada en común: los ojos de Horacio eran saltones y de un color vulgar; pero, por un momento, era como si lo hubiese visto a él, o, quizás, solo era la sensación de familiaridad. «Familia», pensó entonces, comprendiendo que esas palabras no existían en su vida. Ni existirían. Ya no.—Aunque me sorprendió que no le volaras los sesos—continuó la mujer, mirándose las uñas. La realidad era que Luke siempre apuntaba a la cabeza o al corazón, no había un punto medio. —¿Cómo lo supiste?—se giró entonces encarándola —¿Cómo supe qué?Kenia no entendió la pregunta. —
“Dime, Arlet, ¿acaso te enamoraste de ese tipo?”Las palabras de su padre seguían resonando en su mente. Arlet no paraba de negar a medida que más las recordaba. Ahora estaba en una habitación bonita, tenía una amplia cama con flores y muchos peluches. Su papá seguía tratándola como una niña, como si con unos juguetes o cumpliendo sus caprichos, ella pudiese olvidarse de quién era en realidad. —¡Eres un asesino, papá!—era lo último que le había gritado, antes de que la encerrara en la habitación. No había mucha diferencia en su estadía con Luke, la puerta estaba cerrada con llave y no podía salir. Ni siquiera gritó o intentó hacerlo, ya se había acostumbrado al encierro. De repente, alguien entró en la habitación con una bandeja de comida. Era una porción muy generosa. —Debes comer—le dijo Nicolás colocando los alimentos sobre una mesita. —¿Estás de su lado? ¿También matas a las personas?—le preguntó sin filtros. Él la miró fijamente, sus ojos verdes brillando con intensidad.
Había pasado más de una semana desde que regresó al lado de su padre. Él había venido a visitarla diariamente, le acariciaba los cabellos y trataba de recuperar aquella conexión que los unió en el pasado, la cual lamentablemente estaba irremediablemente rota. Con cada rechazo, Amaro dejaba ver un poco más de su verdadera faceta. Poco a poco, la máscara se resquebrajaba ante sus ojos. —Estás siendo terca—camino el hombre de un lugar a otro—. Tienes esa misma mirada y el mismo desafío de tu madre.—¿De qué hablas, papá?—Tus ojos. Amaro se acercó y la agarró por la barbilla a la vez que se cernía sobre ella. Su mirada estaba ligeramente desquiciada, sus pupilas extremadamente dilatadas, dando la apariencia de que no estaba en sus cinco sentidos. —Oh, esos ojos—siguió diciendo, absorto—. Son tan iguales. De pronto, pasó sus dedos por su cabello e intentó alisarlo con movimientos bruscos.—Pero tu cabello es más rebelde. —Papá, me lastimas. Arlet trató de apartarle la mano, porque
Arlet no había podido parar de llorar, la confesión de su padre no hacía otra cosa que repetirse en su mente. Atormentándola.—¡Mamá!—lloró la joven contra la almohada, imaginando a una mujer muerta a causa de la crueldad de su progenitor.Sentía que necesitaba huir de ese lugar, lo necesitaba incluso más que el aire para respirar. No podría soportar mirarlo nuevamente. Su padre era un monstruo. —Arlet, no has comido nada—dijo Nicolás, entrando en la habitación. —Sácame de aquí—suplicó desde la cama—. Sácame, por favor. —Arlet, tu padre…—¡No me importa!—gritó desesperada. Nicolás se acercó a ella y acarició sus cabellos. —Tranquila, no grites—le hizo un gesto con el dedo para que guardara silencio—. A tu padre no le gusta verte así. Lo enfurecerás. —Yo no quiero estar aquí. ¡¿Por qué me trajiste?!—le reclamó llorando contra su pecho, al tiempo en que hacía puño su camisa.—Arlet, ¿volverás con eso?—negó—. Se suponía que estarías mejor con tu padre que con ese hombre.—No, no po