—¡El señor Horacio! ¡El señor Horacio!—lloró la joven, mientras era subida a la fuerza a un auto. —Olvídate de ese viejo, Arlet. —¡No!—Arlet lo miró como si acabará de decir un disparate— ¡Es mi amigo!—se negó con voz temblorosa. —Esas personas no son tus amigos—la cortó Nicolás, buscando hacerla entrar en razón. —No, si lo son, él…—Él era el cómplice de ese tipo—continuó—. Te raptaron, ¿ya lo olvidaste?Ella se quedó en silencio con sus ojos humedecidos, pensando en lo mucho que debería estar sufriendo el señor Horacio en ese preciso instante. —¡Nicolás, te mandé un mensaje!—lo encaró, sintiéndose rabiosa. —¡Esa no eras tú, Arlet! ¡Esta no eres tú!—la señaló como si no fuese más que una completa desconocida. —¿De qué hablas?—balbuceo sin entender lo que insinuaba. —No sé qué te hicieron, pero es evidente que no estás en tus cabales. —No, yo estoy bien—se negó ante la acusación de su posible locura. —¿Estás bien?—la miró con una ceja alzada—. ¿Desde cuándo una persona a la
—Hay que limpiar este desastre—dijo una voz masculina a su acompañante. —Recógelo tú—renegó su compañero.—No puedo solo, es muy pesado, ¿no lo ves?—Pues creo que necesitaremos más ayuda. Ambos hombres se acercaron y observaron detenidamente el rostro, del que en un pasado había sido la mano derecha de Luke. —Tú te lo buscaste, viejo sapo—dijo uno de ellos, con una inclinación de cabeza, a modo de respeto. —Oye—el otro de repente golpeó a su compañero—, mira, parece que sigue respirando. —¿Qué?Los dos hombres contemplaron detenidamente el cuerpo que se suponía debían de recoger y se dieron cuenta de que, en efecto, el viejo no estaba muerto. —¿Pero cómo es posible?—se sorprendieron al tiempo en que se miraban entre sí, pensando en qué hacer con el “cadáver”.[…]—Llegamos—anunció Nicolás, llevando a su lado a una Arlet que se negaba a caminar—. Arlet, coopera, por favor—exigió jalándola más fuerte. —No, te he dicho que no quiero estar aquí—repitió la muchacha su solicitud. —
—Hiciste bien en matarlo—la voz de Kenia se alzó en medio del silencio—. En este mundo no hay espacio para los traidores.Luke frunció el ceño al tiempo en que recordaba los ojos saltones de Horacio, esas cuencas a punto de salirse, esa mirada suplicante. No, a él nunca le temblaba la mano al momento de matar a alguien, sin embargo, dudó. Había algo en la mirada de Horacio que le hizo recordar a su padre, en realidad no tenían nada en común: los ojos de Horacio eran saltones y de un color vulgar; pero, por un momento, era como si lo hubiese visto a él, o, quizás, solo era la sensación de familiaridad. «Familia», pensó entonces, comprendiendo que esas palabras no existían en su vida. Ni existirían. Ya no.—Aunque me sorprendió que no le volaras los sesos—continuó la mujer, mirándose las uñas. La realidad era que Luke siempre apuntaba a la cabeza o al corazón, no había un punto medio. —¿Cómo lo supiste?—se giró entonces encarándola —¿Cómo supe qué?Kenia no entendió la pregunta. —
“Dime, Arlet, ¿acaso te enamoraste de ese tipo?”Las palabras de su padre seguían resonando en su mente. Arlet no paraba de negar a medida que más las recordaba. Ahora estaba en una habitación bonita, tenía una amplia cama con flores y muchos peluches. Su papá seguía tratándola como una niña, como si con unos juguetes o cumpliendo sus caprichos, ella pudiese olvidarse de quién era en realidad. —¡Eres un asesino, papá!—era lo último que le había gritado, antes de que la encerrara en la habitación. No había mucha diferencia en su estadía con Luke, la puerta estaba cerrada con llave y no podía salir. Ni siquiera gritó o intentó hacerlo, ya se había acostumbrado al encierro. De repente, alguien entró en la habitación con una bandeja de comida. Era una porción muy generosa. —Debes comer—le dijo Nicolás colocando los alimentos sobre una mesita. —¿Estás de su lado? ¿También matas a las personas?—le preguntó sin filtros. Él la miró fijamente, sus ojos verdes brillando con intensidad.
Había pasado más de una semana desde que regresó al lado de su padre. Él había venido a visitarla diariamente, le acariciaba los cabellos y trataba de recuperar aquella conexión que los unió en el pasado, la cual lamentablemente estaba irremediablemente rota. Con cada rechazo, Amaro dejaba ver un poco más de su verdadera faceta. Poco a poco, la máscara se resquebrajaba ante sus ojos. —Estás siendo terca—camino el hombre de un lugar a otro—. Tienes esa misma mirada y el mismo desafío de tu madre.—¿De qué hablas, papá?—Tus ojos. Amaro se acercó y la agarró por la barbilla a la vez que se cernía sobre ella. Su mirada estaba ligeramente desquiciada, sus pupilas extremadamente dilatadas, dando la apariencia de que no estaba en sus cinco sentidos. —Oh, esos ojos—siguió diciendo, absorto—. Son tan iguales. De pronto, pasó sus dedos por su cabello e intentó alisarlo con movimientos bruscos.—Pero tu cabello es más rebelde. —Papá, me lastimas. Arlet trató de apartarle la mano, porque
Arlet no había podido parar de llorar, la confesión de su padre no hacía otra cosa que repetirse en su mente. Atormentándola.—¡Mamá!—lloró la joven contra la almohada, imaginando a una mujer muerta a causa de la crueldad de su progenitor.Sentía que necesitaba huir de ese lugar, lo necesitaba incluso más que el aire para respirar. No podría soportar mirarlo nuevamente. Su padre era un monstruo. —Arlet, no has comido nada—dijo Nicolás, entrando en la habitación. —Sácame de aquí—suplicó desde la cama—. Sácame, por favor. —Arlet, tu padre…—¡No me importa!—gritó desesperada. Nicolás se acercó a ella y acarició sus cabellos. —Tranquila, no grites—le hizo un gesto con el dedo para que guardara silencio—. A tu padre no le gusta verte así. Lo enfurecerás. —Yo no quiero estar aquí. ¡¿Por qué me trajiste?!—le reclamó llorando contra su pecho, al tiempo en que hacía puño su camisa.—Arlet, ¿volverás con eso?—negó—. Se suponía que estarías mejor con tu padre que con ese hombre.—No, no po
De alguna manera sabía que la tragedia formaba parte de su vida. Su padre era un mafioso y un asesino, su esposo era exactamente lo mismo, y Nicolás, su buen amigo, tampoco estaba muy lejos de ese camino. Ciertamente, le gustaría revertir su vida y transformarla en una completamente diferente o, simplemente, no haber nacido como Arlet Neumann, porque estuvo condenada desde el mismo instante de su nacimiento. —No lo hagas, por favor—suplicó con lágrimas corriendo por sus mejillas, mientras veía como Luke sacaba un arma y apuntaba a la cabeza de su amigo. La respuesta de él, fue apartarla como si se tratase de un molesto mosquito. No pudo hacer otra cosa que cerrar los ojos en medio de su impotencia y, prácticamente, al instante los disparos comenzaron a aturdirle los oídos. No fue uno, fueron muchos. —¡No!—gritó con dolor, al tiempo en que sentía que una mano la jalaba y la lanzaba al suelo. Los disparos se siguieron escuchando uno tras otro, comprobando entonces con horror que,
El rojo no era un color cualquiera, se había convertido en una constante en su vida. A la edad de catorce años, conoció vívidamente ese color cuando lo vio emanar del cuerpo de su propio padre, un golpe tras otro, ocasionó que pequeñas gotas rojizas salieran de él. Ese día conoció también el dolor y la impotencia, dos sentimientos fuertes qué mezclados hicieron de su vida un completo infierno. Ahora, años después, luego de haberse familiarizado tanto con ese color, volvía a padecer la misma mala impresión. Fue como un choque de la realidad, ser consciente nuevamente de que no se había hecho tan inmune al dolor como creía. En realidad, el dolor seguía estando presente en su vida, de una forma casi agonizante.—¡Deberías ver tu cara en este momento, Newton!—se escuchó la voz de Amaro, acompañada de una carcajada. El sonido le pareció lejano. Era como si hubiese entrado en una especie de bucle. Recordaba el día en que conoció a la mujer que ahora yacía sin vida en el suelo. Luego de m