Treinta y ocho

Escucho risas a lo lejos o tal vez se tratan de risas externadas en susurro, no podría decirlo, pues siento los párpados pesados, tengo un dolor en el codo y mi corazón martillea con fuerza, así que mi concentración está por los suelos. Trago saliva con pesar, al tener la boca tan seca, no hay mucho con que lubricar. Quisiera decir algo, preguntar qué causa tanta gracia, pero la lengua me pesa tanto, que no puedo.

Conforme me espabilo, me doy cuenta de varias cosas, primero noto el frío, el viento golpea como cuchillas diminutas mis brazos y mis mejillas, después me doy cuenta de que algo me arrastra, pues se me clava algo en la espalda. El tacto duro de unos dedos, en mis pantorrillas, presionan cada vez más fuerte como si sostenerme le resultara cada vez más difícil.

―Pobre tonta ―dice una voz de chica―. Eso le pasa por hablar como niña consentida ―Esto último lo dice imitando una voz chillona.

―Deja eso ―interfiere una voz de chico, casi como de niño―. Me hizo quedar como imbécil.

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