CAPITULO 5

RICK

Llegué a mi departamento con bastante tensión en el cuerpo por mis pensamientos poco inocentes hacía Samanta. El lugar se trataba de un ático bastante lujoso con una habitación principal y tres habitaciones para las visitas. Del elevador, marcando el código del departamento, se accedía directamente al vestíbulo que le correspondía y dividía la entrada al salón principal mediante una puerta de cristal. La estancia era impresionante por las vistas que ofrecía. El piso era de madera de roble lustrado, al punto de poder contemplar en él mi propio reflejo. El salón era muy amplio y se dividía en tres ambientes. El primero; una sala principal decorada con sillones de cuero marrón, mesa centro de cristal, una chimenea moderna y un mobiliario que ostentaba en él un enorme televisor con consola y en uno de los costados un mini bar con una variedad de licores fuertes. El segundo; ocupaba una mesa también de cristal con sillas tapizadas en cuero marrón para ocho comensales, teniendo como única decoración una enorme araña de cristal sobre la mesa, y el tercer ambiente; correspondía a la cocina bastante moderna, con todo el mobiliario de color rojo y una isla flotante de madera negra con el centro de cristal y las butacas del mismo estilo.

Me acerqué hasta el minibar y me serví un escocés. Necesitaba alivianar esa tensión que había pasado en casa de John a causa de una muchacha que me tenía a maltraer con solo haberla visto dos veces, y que, para colmo de males, estaba comprometida con un crío que a leguas se notaba que ni siquiera la tocó.

«Pero ¿qué demonios te sucede, Rick?», me pregunté en voz alta.

Negué con la cabeza porque no podía creer mi modo de actuar y más ahora que repasaba los hechos desde la noche en que la vi del brazo de mi mejor amigo.

No podía creer que Samanta hubiera causado estragos en mí con su sola presencia.

¿Y a quién no?

Una vez más asumía que ya no era «la pequeña Sam», como se empeñaba en llamarla John. Samanta se había convertido en toda una mujer, ¡y qué mujer, por todos los cielos! Solo un ciego no dejaría caer la baba por esa belleza de pelo azabache y piel de porcelana. Esos ojos oscuros que prorrumpían misterio y lo invitaban a uno a descubrirlos. Esa boca sensual, que si bien no era demasiado carnosa, tenía unos labios de tamaños perfectos para succionarlos y saborearlos a placer.

¿Cómo sería probarlos?

¿Cómo sería enredar mi lengua con la de ella?

«¡Cuántas cosas le enseñaría a hacer con esa boca!», volví a murmurar ante mi ocurrencia.

Bebí un sorbo y removí el líquido en mi cavidad.

¡Y su cuerpo! Parecía esculpido por el mismísimo Miguel Ángel. Unas piernas largas que invitaban a querer seguir un camino que llevaba sin dudas a la gloria. Una cintura estrecha que se unía a unas caderas con la curvatura justa para dar placer, y unos generosos pechos, que pude notar a través de la transparencia del vestido que había usado en la fiesta; eran firmes.

Daría cualquier cosa por tenerlos en mi boca en este preciso momento y dedicarles la atención que mis más bajos deseos despertaban.

Esa mujer me embrujó, de verdad, y prueba de ello era la prominente erección que esos pensamientos me provocaban.

Caminé hasta uno de los sillones y tomé asiento, desabotonándome la camisa. Necesitaba con urgencia un baño con agua helada para apaciguar a la bestia que hacía tiempo no despertaba de aquella manera.

«¿Qué haría?».

Samanta me gustaba demasiado, no podía negarlo, pero tenía tres inconvenientes de por medio que me harían pensar dos veces antes de actuar.

El primero, y efectivamente el más difícil, sería John. Mi amigo me mataría si se llegaba a enterar de que le hube metido mano a su querida sobrina, pero ¿por qué debería de enterarse?

Por lo menos hasta que estuviera seguro de lo que me sucedía con Sam, bien podría simplemente disfrutar de los favores de la muchacha en el proceso que duraba descubrir si la quería para algo más que no fuera calentar mi cama.

Segundo: el niñito con el que salía y estaba a punto de comprometerse… si es que luego de lo ocurrido en el almuerzo ya no lo hicieron.

Si bien noté que ella para nada quería ese absurdo compromiso, también me di cuenta de la devoción que le profesaba a John y que haría cualquier cosa que hiciera feliz a su tío. Era absurdo casarse por presión, pero era posible. Tratándose de John, sabía a la perfección que pensaría en el bienestar social y económico de su sobrina, antes que en su bienestar emocional. Y a eso, si le sumaba que la muchacha cumplía a cabalidad las órdenes y deseos de John, sería muy difícil persuadirla de no comprometerse, y en el peor de los casos… casarse.

Y el tercer inconveniente: era la misma Samanta.

Presentía que no resultaría nada fácil llevármela a la cama. Sin dudas era virgen, y aunque no me comparaba ni por asomo con aquel muchacho que tenía de novio, sabía que, si él aún no la metió a su cama, debía de tener un autocontrol y aplomo asombroso para resistirse a esos placeres.

No podía negar que el noviecito era bastante parecido, pero tenía un grave problema, y eso era que estaba enamorado, por lo que, seguro, era un dócil gatito al que Samanta manejaba a su antojo.

En definitiva, debía darme una larga ducha con agua helada y serenar los pensamientos para nada inocentes que me asaltaban de solo evocarla. Después de todo, acompañar a John a buscar mujeres para una noche de sexo era lo mejor que podía hacer, ya que esperar a que Samanta se rindiera ante mí podía llevarme tiempo. Tiempo que evidentemente mi cuerpo no quería esperar, por lo que me entretendría con pequeños aperitivos hasta que ella estuviera dispuesta para mí.

SAMANTA

El viernes llegó y decidí que, aunque Frank no podía acompañarme a la fiesta de Linda, iría de todas maneras por dos razones: la primera era que Linda siempre se había portado muy bien conmigo. Desde el principio fue una muy buena amiga y no le podía hacer ese desaire, aunque sabía que entendería si no asistía. Y segundo: quedarme en casa sin hacer nada sería torturarme pensando toda la noche en el dueño de aquellos ojos hipnóticos, que —ahora ya no tenía dudas— eran los mismos de aquel desconocido que me asechaba en mis sueños.

Aunque me pesara reconocerlo, Rick se colaba de nuevo en mis pensamientos y en mis deseos más fantasiosos. Odiaba no tener el control suficiente como para arrancármelo de la cabeza de una vez por todas. Todos estos días, desde lo ocurrido en el almuerzo, me aferré a Frank y a su compañía, arrastrándolo más de la cuenta a salidas que él sabía que yo odiaba, pero, pese a que le pareció extraña mi actitud, gustoso aceptaba salida tras salida, acompañándome a todos lados.

Aun así, no lograba arrancarlo de mis pensamientos; mi cuerpo tiritaba cada vez que evocaba el timbre de su voz. Tan sensual, tan varonil, tan… tan él.

Sin embargo, debía olvidarlo. Al fin había aceptado ser la esposa de Frank y hasta teníamos fecha para la boda: diciembre, justo el día de mi cumpleaños número veintidós. Y lo que más me aterraba era que solo faltaban seis meses para la ocasión.

Acepté la fecha propuesta por Frank con la condición de que tuviéramos una ceremonia pequeña, pero sabía perfectamente que tanto John como sus padres, no escatimarían en gastos para hacer de la boda de sus únicos hijos el evento del año.

Frank…

Sabía que me amaba y no merecía ni siquiera los pensamientos que yo tenía hacia Rick.

¡Dios!

A lo largo de la semana arrastraba tanta confusión y remordimientos. Odiaba mentirle a Frank, al tío John, a mí misma, mas no tenía otra alternativa. Rick era algo prohibido, algo inalcanzable y, por lo mismo, casarme lo más rápido posible era la mejor salida.

Necesitaba ponerme a resguardo y no cometer alguna estupidez que hicieran que mi tío y Frank se sintieran defraudados y me odiaran. Eso no lo soportaría. Frank era mi mejor amigo, mi confidente, mi apoyo y compañero incondicional. Lo quería demasiado como para lastimarlo con absurdos de niña estúpida, y mi tío, ¡por Dios! John dedicó su vida a mí. No cumplir sus deseos lo devastaría y se decepcionaría mucho.

Mi cabeza era un sinfín de porqués y suposiciones que no lograba acomodar.

Tal vez no sería tan malo que el tiempo volara para que fuese diciembre. Casarse con Frank, irnos de viaje, mudarme, tener la excusa de estar casada… Le debía fidelidad a mi esposo para no cometer la locura de, en algún momento, delatarme delante de Rick y que se diera cuenta de que yo lo quería. Lo… quería.

Seguramente se reiría en mi cara si llegara siquiera a sospechar sobre mis sentimientos. Era estúpido pensar que un hombre como él se fijara en una mujer insulsa como yo.

No. Eso no lo veía venir ni en mis más hermosos sueños.

Suspiré, terminé de alistarse y me miré al espejo conforme con lo que este reflejaba. Opté por un vestido corto en tono pastel, con mangas trasparentes, bastante recatado y una abertura entre el cuello y el escote, a juego con unos tacones plateados. El pelo me lo dejé suelto con un poco de ondas en las puntas. El maquillaje que llevaba era sencillo; rímel, brillo labial y algo de rubor en tono rosa pálido. Estaba sencilla pero bonita y sabía que con ese atuendo mi tío no daría el grito al cielo como la vez anterior.

Salí de mi habitación con el teléfono en la mano. Pensaba llamar un taxi porque la ciudad se ponía con el tráfico imposible en noches como esta.

—¿Sales, pequeña? —preguntó John al verme.

 Él también estaba muy bien vestido, de manera casual pero arrebatador. John y yo nos parecíamos demasiado y cualquiera diría que éramos hermanos porque para nada aparentaba la edad que tenía.

—Sí, tío —respondí, mientras sopesaba cómo John me evaluaba de pies a cabeza y asentía conforme—. Es el cumpleaños de Linda y vamos a salir —mencioné, captando su interés.

—La muchacha que me presentaste el otro día, supongo... —habló con desdén. Asentí—. ¿Adónde van? —Tecleó en su móvil con tranquilidad.

—A un club de moda, creo que se llama Mistery. —Intenté recordar el nombre.

—Estás de suerte, pequeña —dijo sonriente y fruncí el ceño—. En este momento iba de camino al mismo lugar.

—¿Es en serio, tío John? —indagué, incrédula—. No irás solo para espiarme, ¿cierto? —No podía ser casualidad que mi tío fuera al mismo lugar precisamente ese día.

—¡Claro que no! —Trató de parecer ofendido, pero no se lo tragué—. Para eso tienes a Frank; yo solo iré a divertirme —aclaró.

—Creo que te mencioné que iría sola. Frank no puede ir; tiene que atender asuntos de negocio, ya sabes —repliqué tranquila.

Frunció el ceño.

—Pues en buena hora decidí ir también a ese lugar. —Rodé los ojos. Mi tío ya no cambiaría más.

¿Qué sería de la pobre mujer de quien se enamorase? Seguro la perseguiría hasta el fastidio para tener el control de todos sus movimientos. Sonreí ante esa ocurrencia y negué con la cabeza.

—¿Qué es tan gracioso, Sam? —interrogó serio—. ¿Acaso no quieres ir al mismo lugar que yo? ¿Te parezco demasiado viejo para frecuentar los mismos sitios?

—Claro que no, solo... —No pude evitar carcajearme por sus ocurrencias y maquinaciones. John podía pasarse perfectamente por un veinteañero; parecía mucho más joven y era demasiado atractivo para la desgracia de quien posara su interés en él. Parecía huir a los compromisos y lamentaba mucho cada vez que alguna mujer salía lastimada por sus modos tan bruscos en sus relaciones.

—¿Solo que…?

—Me imaginaba cómo serías si te llegaras a enamorar. —El rostro de fastidio de John cedió a uno de pura confusión—. Es que eres demasiado celoso, tío —aclaré—. Si eres así conmigo, que soy tu sobrina, ¿cómo serías con alguien a quien amaras?

—Soy así contigo porque te amo, pequeña. —Sonrió.

—Pero ¿qué pasará cuando encuentres a la mujer de tu vida? ¿Que te enamores? Creo que la volverás loca si no te controlas, tío John —bromeé.

Solo se cruzó de brazos, mirándome con reprobación y un tanto divertido.

—Samanta Richmond, ¿crees que sería un pésimo novio?

La carcajada que emití, lo contagió y se echó a reír.

—No lo creo. Lo eres, tío.

John solo negó.

—Mejor vámonos, que ya es tarde —cambió de tema.

Ambos salimos rumbo al club.

Llegamos, y de inmediato nos dejaron pasar. Le envié un mensaje al móvil a Linda y en cuestión de minutos apareció donde le indiqué para llevarme a la mesa con el resto del grupo.

—Estás preciosa, Linda. Feliz cumpleaños. —La abracé.

Linda me recibió con mucho afecto.

—Estoy muy feliz de que hayas venido. Pensé que no te animarías.

—Es que vine con guardaespaldas incluido —gorjeé.  Le di paso a mi tío para que saludara a la agasajada—. Linda, ¿te acuerdas de mi tío John?

John se le acercó y depositó un beso en su mejilla ante mi mirada de sorpresa. No podía creer que estuviera interesado en mi amiga. Era evidente porque decidió ir conmigo, pero ya me escucharía. Linda no era una mujer con quien pasar el rato.

—Sam, ¿vamos con los chicos? —Linda yacía sonrojada. Solo asentí y la seguí, pero paró en seco y se volteó—. ¿Te gustaría acompañarnos? —preguntó a John y en sus labios se formó una sonrisa de satisfacción que hacía mucho no le veía.

—Si no molesto, lo haré con gusto —fue su respuesta.

Caminó tras nosotras.

Estuvimos entretenidos conversando entre todos y bebiendo. De vez en cuando le lanzaba miradas de incredulidad y reproche a mi tío, pero este se hacia el desentendido. 

«Ya verá cuando lleguemos a casa».

Comenzó a sonar una música muy de moda y bastante pegadiza, entonces todos fuimos a la pista. Linda tiró de mí; John, ni corto ni perezoso, fue tras nosotras.

Bailábamos todos en un grupo y, por primera vez en mucho tiempo, me divertía e interactuaba con mis demás compañeros de universidad y amigos de Linda. Me encontraba moviendo el cuerpo al ritmo de la música junto con una de mis compañeras, cuando empezó a sonar algo más lento. Ella me habló por lo alto para decirme que iría al tocador, por lo que me quedé prácticamente sola. Miré a mi alrededor en búsqueda de Linda, mas no estaba. Resignada, decidí que volvería a la mesa. Quizá todos los que no tenían compañía estaban allí.

Cuando estuve a punto de girar sobre mis pies para emprender la marcha, unas manos firmes rodearon mi cintura por detrás y una fragancia extremadamente varonil invadió mis fosas nasales.

Mi cuerpo se sacudió tanto por dentro como por fuera, era como si algo se hubiera removido en mis adentros y una añoranza jamás experimentada se hizo espacio para ocupar mi pecho.

—¿Bailas, preciosa? —escuché susurrar en mi oído.

Todo en mí se puso en alerta.

Mis piernas flaquearon, los latidos de mi corazón se dispararon y en la garganta se me formó un nudo por la conmoción.

¡Por Dios que no podía ser cierto lo que estaba sucediendo!

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