11. Haciendo las paces

Steve se quitó la corbata y tiró el saco sobre el sillón del cuarto.

Se abrió los botones de arriba, de su camisa celeste y caminó hacia la puerta que separaba los dos cuartos.

¿Ella seguiría molesta por la discusión de ayer? Ni siquiera lo esperó como anoche.

Comenzó a pensar como un viejo resabioso y mezquino.

Abrió la puerta de la habitación suavemente y entró sin hacer ruido.

Primero fue a la cuna y vio al bebecito con su piyama puesto, que decía “Amo a papá”.

Steve sonrió con ternura y acomodó la cobija porque se había destapado.

“Descansa hijo mío. Prometo sacar más tiempo libre para pasarlo juntos” pensó mientras acariciaba su pelo oscuro.

Luego fue hasta la cama, donde la cara de Emma se iluminaba por la suave luz de la lámpara de noche que siempre dejaba prendida.

Steve se sentó en el borde de la cama y se quedó mirándola.

“Mala mujer, ni siquiera te preocupas porque el padre de tu hijo llegó muerto de hambre” le reclamó como si fueran una pareja de esposos.

Miró su rostro
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