Doce meses más tarde, llegó a “las ninfas” el cuadro familiar de los miembros de la familia Oliveira, y desde el umbral de la puerta de su despacho, Cristopher lo observaba con increíble nostalgia. En la pintura, su hija pequeña, de apenas seis meses en ese entonces, era amamantada por el pecho de la mujer que había llenado su mundo solo de amor y tranquilidad; erotismo también. Salomé, con seis años, estaba sentada en un banquito junto a su madre y hermana, y él… el cabeza de familia, en la parte de atrás, contemplando su creación con total admiración.— Es un cuadro precioso — dijo Galilea, sorprendiéndolo por la espalda.Él se giró y la tomó de la cintura para robarle un beso.— Lo es.— Aunque hay un error en la pintura — le comentó, un tanto roja. Él arrugó la frente y volvió a mirar, sin comprender de qué se trataba.— No veo ningún error mujer.— Allí somos cuatro, pero, en realidad, somos cinco.Al brasileño le tomó varios segundos comprender de que estaba hablando, hasta que
Con una hija pequeña sujeta de una mano y un tonto bolso amarillo con diseño de abeja colgado a su hombro, el brasileño empujó las puertas del hospital como alma que llevaba el diablo. Tenía que ser una jodida broma, era el bendito cuarto psicólogo que visitaban ese mes y Cristo estaba a punto de perder el temple y enviar a su hija de cinco años a un internado en el extranjero, donde pudieran educarla y hacerse cargo de ella porque de verdad que él ya no podía más. Había llegado a su propio límite. Respiró hondo y se acuclilló en frente, la tomó de la mano e intentó no ver en esa dulce pequeña el vivo retrato de su madre. — Salomé, basta, no puedes seguir haciéndome esto — la riñó como no solía hacerlo, y es que desde que ambos perdieron a la única mujer que sabía cómo hacerles la vida más fácil, la tensión entre padre e hija se había vuelto casi palpable. La niña lo miró por un segundo con ojitos bicolores y suspiró, ignorándolo, sin comprender a su corta edad que toda aquella si
— Una niñera — sugirió su amigo de toda la vida y pediatra de su hija, sacándolo de sus cavilaciones, y es que desde lo que había pasado en el hospital con aquella atrevida mujer de cabello rojizo y una soberbia que medía como metro sesenta, se encontraba más inquieto que de costumbre.— Salomé no necesita de una niñera, lo que le hace falta es alguien la eduque ahora que… — pasó saliva, todavía, después de seis meses, era difícil asumir que Cecilia ya no estaba en sus vidas.— Tu hija te necesita a ti, ¿no lo ves? — Palacios no estaba para nada de acuerdo con la idea de que su ahijada fuese enviada a un internado en Francia.Cristo suspiró y negó con la cabeza.— Entonces, explícame porque es incapaz de hablar conmigo, porque diablos lo hizo con esa mujer del hospital y porque ahora ha vuelto a quedarse muda.— No lo sé, vale, los médicos…— Con todo respeto, Mateo, pero los médicos no hacen ni mierda — expresó, molesto, era increíble que con lo avanzada que estaba la ciencia no pudi
Escogieron una mesa apartada, cerca del muelle, donde corría una brisa pegajosa muy propia de aquellos primeros días de febrero.La pequeña de ojos grande se sentó muy cerquita de esa mujer con cabello de fuego que despertaba intriga en el brasileño y unas terribles ansias por saber quién era, como se llamaba, a que se dedicaba y cualquier detalle por mínimo que fuera.Pidió, luego de intercambiar ideas, tres bebidas refrescantes y dos suculentas ensaladas que preparaba la casa como plato fuerte; para su hija, unas patatas con salsa que supo se devoraría en seguida.Allí, mientras comían, el brasileño supo que esa muchacha de ojos marrones y mejillas encendidas, se llamaba Galilea Montero, de veinte, hija única y mexicana de nacimiento, aunque recordaba vivir en rio desde que tenía uso de razón.Del mismo modo, ella supo que ese hombre de armadura fuerte se llamaba Cristopher Oliveira, acababa de cumplir los treinta y era carioca de nacimiento, gentilicio— Yo me llamo Salomé, pero pa
La mañana siguiente, con los nervios carcomiéndole cada poro de la piel, Galilea esperó en el mismo restaurante donde el día anterior se encontraron. Cristo no se sentía muy diferente a ella, esa noche durmió con una opresión muy extraña en el pecho y despertó sabiendo que volvería a ver a esa mujer con cabello de fuego; habían acordado un par de detalles, como que ella viviría en su casa y tendría un sueldo al que ninguna otra persona, ni por loca que estuviera, tendría objeción alguna. Salomé sabía que dentro de nada vería a esa nueva mami que estaba segura le había enviado su mami Cecilia, de otro modo, no hubiese existido poder humano que lo separara de ella, de verdad que su padre todavía estaba sorprendido con el vínculo tan irreal que habían formado esas dos. — Creo que estás lista — dijo, al tiempo que la niña se giraba al espejo y reafirmaba una vez más que su papi no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo; coletas disparejas y vestido de otoño en pleno apogeo del
Cuando bajaron, una pequeña O se formó en su boca debido al asombro.Hectáreas tras hectáreas verdes lo cubrían todo; y en medio, a lo lejos, una casa inmensa era resguardada por rejas enormes que parecían no tener límite de ancho y altura. Dios, de verdad que parecía no tener fin, no se veía donde comenzaba o terminaba aquel lugar; era sencillamente impresionante.Había estado en una hacienda alguna que otra vez a lo largo de su vida, pero, si era sincera, ninguna se asemeja a esa.Cristo cargó a la niña y la acomodó en el asiento trasero del todo terreno, ella ocupó el puesto del copiloto por petición de él y muy pronto atravesaban esas rejas que no demoraron en intimidarla todavía más.— Bienvenida a Villa Cecilia — le dijo él cuando aparcó el jeep rojo junto a un par de camionetas del mismo estilo.— ¿V-vives aquí? — consiguió preguntar, todavía aturdida.— Si, ¿no era lo que esperabas?— No, pero… me gusta — reconoció en seguida.El hombre sonrió, si bien todo el que llegaba por
Cristo no supo bajo que piedra meterse en ese momento; y aunque de verdad todo de él sabía que no era para nada correcto, no pudo apartar la vista de semejante mujer; Dios, jamás había visto pechos tan frondosos y simétricos como esos, en serio, no tenían demasiado volumen pero eran firmes y tiesos.Segundos después, la muchacha reaccionó; tomó la toalla del piso y como se pudo se cubrió sus partes con las mejillas rosas, no, encendidas como caldera.— Lo siento, la puerta… — intentó explicarse él, pero no encontró palabras, el corazón le palpitaba como un loco y era creciente erección ni se diga.Cerró brusco, molesto, con ella, consigo mismo… ¿por qué diablos había dejado la puerta abierta? Maldita sea, por esa casa se movía un tropel de hombre que trabajaban para él y pudo ser uno de ellos en verla.No, la sola idea, sin saber por qué, le fastidió muchísimo.Hecho la furia que solía ser cuando algo lo sacaba de quicio, bajó a la cocina, se refrescó con un vaso de agua helada y pidi
Lo que estaba sucediendo en aquella hacienda de verdad que no le gustaba en lo absoluto, si bien su relación con esa mujer nunca fue muy estrecha, lo que acababa de suceder en la cena era algo que no podía seguir permitiendo. Era la tía de Cecilia, sí, pero eso no le daba el jodido derecho de nada, además, en ningún momento había faltado a la memoria de su esposa.Había tomado una decisión inalterable por el bienestar de su hija y, si Galilea era lo mejor que ella podía tener en esos momentos, no se la quietaría, era eso o enviarla a un internado en el extranjero.Oteó el reloj en su muñeca, era pasada la media noche cuando se encontró exhausto y decidió por acabaría con aquel día, así que apagó la última luz encendida en el despacho y subió las escaleras.Iba a entrar a la habitación de su hija como solía hacerlo cada noche que intentaba dormirla cuando un trémulo halo de luz dorada capturó su atención; provenía de la de ella.No debería acercarse y mirar; lo sabía, pero al parecer n