— Una niñera — sugirió su amigo de toda la vida y pediatra de su hija, sacándolo de sus cavilaciones, y es que desde lo que había pasado en el hospital con aquella atrevida mujer de cabello rojizo y una soberbia que medía como metro sesenta, se encontraba más inquieto que de costumbre.
— Salomé no necesita de una niñera, lo que le hace falta es alguien la eduque ahora que… — pasó saliva, todavía, después de seis meses, era difícil asumir que Cecilia ya no estaba en sus vidas.
— Tu hija te necesita a ti, ¿no lo ves? — Palacios no estaba para nada de acuerdo con la idea de que su ahijada fuese enviada a un internado en Francia.
Cristo suspiró y negó con la cabeza.
— Entonces, explícame porque es incapaz de hablar conmigo, porque diablos lo hizo con esa mujer del hospital y porque ahora ha vuelto a quedarse muda.
— No lo sé, vale, los médicos…
— Con todo respeto, Mateo, pero los médicos no hacen ni m****a — expresó, molesto, era increíble que con lo avanzada que estaba la ciencia no pudiesen hacer nada por su hija.
— Solo han pasado seis meses, dale tiempo.
— Tiempo es lo que no tengo.
— No sé qué más decirte ya, lamento que tengas que tomar esta decisión, tú hija no es un negocio o una adquisición que puedas mover de un lugar a otro — lo miró, serio, de verdad que adoraba a esa niña pero él no tenía voluntad sobre ella, tan solo podía dar un consejo que, esperaba, hiciese entrar en juicio a su amigo.
— Jamás he visto a mi hija de ese modo, la adoro, lo sabes, pero… yo también estoy viviendo mi duelo y es demasiado para soportar, me asfixia, me quema — confesó, recordando el cuerpo inerte de su mujer… sin poder hacer, con todo el dinero del mundo, nada por regresarla a la vida.
— Cristo, amigo, esa niña ha perdido a su madre… no hagas que te pierda a ti también — le dijo, antes de despedirse.
Cristo Oliveira miró el portarretrato en su escritorio y acarició la imagen de su hija antes de alzar la mirada y dar un voto de confianza a lo que su amigo le había sugerido.
— Espera… lo que dijiste, sobre la niñera… — suspiró, quería saber más.
Galilea se sentó al otro lado del escritorio, sin comprender muy bien porque Palacios la había citado allí, pues desde que perdió a su bebé, ella ya no tenía nada que hacer en el hospital.
— ¿Qué dices? — le preguntó el hombre, luego de haberle explicado de que se trataba y omitido un poco de información que sabía que la habría hecho declinar la oferta rotundamente.
— Jamás he sido niñera — explicó, tímida.
— Pero ibas a ser una excelente madre — dijo impulsivamente, arrepintiéndose tarde de la herida que abriría —. Lo siento, yo no…
— Lo sé, no te preocupes — forzó una sonrisa y se ocultó un mechoncito pelirrojo tras la oreja.
— Entonces, ¿qué me dices?
— Está bien, aceptaré el trabajo.
Más tarde, los citó a ciegas, ya habían comenzado con el pie izquierdo… ¿qué de mal en peor podría ir ese par?
Cristo bajó del auto con su hija cargada en brazos y entró al lugar donde su amigo lo había citado. En seguida, la pequeña se removió como culebrilla para alcanzar el piso y allí la dejó, viéndola como corría y se estampaba con las piernas de una…
No, tenía que ser una puta broma.
¡Esa jodida mujer de cabello fuego otra vez!
Galilea, después de días, volvió a sonreír. No podía creer que volvía a ver a esa niña dulce de ojos bicolores otra vez. Iba enfundada en un vestidito que parecía estar al revés y llevaba dos pequeñas coletas disparejas que, encima, eran de diferentes colores cada una.
Negó con la cabeza y se puso a la altura de la chiquilla.
— Hola, muñequita, te vuelvo a ver — saludó y pinchó su naricita rosada con la punta del dedo índice
Salomé, más que contenta, rodeó su cuello y la abrazó efusivamente.
Galilea no supo cómo reaccionar y le devolvió el contacto, feliz, con el corazón latiéndole desbocado. Se alejó para mirarla y le sonrió con ternura.
— ¿Qué estás haciendo aquí, pequeña? — le preguntó, acariciando su mejilla — ¿Estás perdida otra vez?
— Buenas noches — escuchó de pronto esa voz que no solo tomó por sorpresa, sino que no había conseguido sacarse de la mente desde la aquella vez.
Todavía de cuclillas, alzó la mirada; era él, claro que lo era, un hombre de su talla jamás podría olvidarse así como así, y si ese día no había prestado atención a detalles que no debía, en ese momento lo acababa de hacer.
Era por demás atractivo y varonil, a la medida de cualquier mujer, y aunque apenas debía llegar a los treinta, lucía increíblemente bien. Tenía el cabello corto, casi al ras del cráneo, un tatuaje pequeño cerca de la ceja y una mandíbula tan firme como angulosa.
Sus ojos aceituna, tan precioso como los de la niña, no pasaron desapercibidos a medida que la observaba con intriga, como si fuese capaz de leer su alma.
La muchacha se incorporó y se alisó el vestidito de tirantes que llevaba puesto ese día, nerviosa, roja hasta los poros.
— Buenas noches — musitó y se aclaró la garganta, rodeando la manita de esa pequeña muñequita que se había sujetado a la suya con una clara advertencia: no la soltaría jamás.
— ¿Está siguiéndome? — preguntó ese hombre, serio, seductor, con el entrecejo fruncido y los ojos aun clavados en ella.
— Yo estaba aquí primero, eso debería preguntarle yo a usted — zanjó, sonrojada pero decidida.
— Usted no tiene nada que la haga ser perseguida por mí.
La muchacha lo aniquiló en silencio.
— ¿Qué le hace creer que quiero ser perseguida por usted?
— Está casualmente aquí.
— Y usted también.
— ¿Espera a alguien?
— ¿Qué le importa? — volteó los ojos y suspiró.
— No, no me importa, de hecho, ya quiero irme y no tener que seguir viéndola — le dijo con fastidio fingido, pero, la verdad, es que esa muchacha de cabello rojizo le despertaba una curiosidad increíble.
— Pues váyase, ¿qué espera? — atacó, erguida.
— Que suelte a mi hija, no querrá robársela, ¿o sí?
Galilea abrió los ojos de par en par, era un cretino.
— ¿Cómo se atreve?
— Pues suéltela de una buena vez y no tendremos que vernos las caras nunca más, ¿le parece?
— Nunca he estado tan de acuerdo con algo — aceptó, volteándole los ojos y mirando de nuevo a la pequeña.
Salomé miraba a su padre y esa nueva mami que había decidido que sería para ella sin comprender que era lo que tanto se decían, pero eso no importaba, estaba muy a gustito y allí se quedaría, sujetando su mano y llevándosela a donde sea que se fuera, no volvería a dejarla otra vez.
— Cariño, debes volver con tu papá — intentó explicarle, pero la niña negó, había tomado una decisión inalterable, como le había enseñado su mami Cecilia.
Cristo suspiró, se cruzó de brazos y recargó el peso de una de sus caderas en la otra pierna, internamente divertido.
La muchacha lo miró y le peló los ojos.
— Haga algo — musitó, entre dientes.
— Hágalo usted, ¿acaso no puede con una niña?
— ¿Quiere que la lastime?
— Se metería en muchos problemas — enarcó las cejas y se encogió de hombros.
Minutos después, Salomé ya parecía una extensión de su propia mano, y ella, agotada, miró al padre, suplicando ayuda nuevamente.
— ¿Qué tiene que hacer ahora mismo? — le preguntó él.
— Estoy esperando a alguien — respondió, mirando como la niña columpiaba su mano de un lado a otro.
— Yo también, ¿le parece si esperamos juntos hasta que se canse?
— ¿Cree que se canse? — dudó, la muñequita parecía tener más energía que ellos dos juntos.
— Créame, lo hará.
— Está bien — aceptó, y aunque hubiese tenido más opciones, la idea de pasar un poco más de tiempo con esa niña de coletas disparejas le gustó, así que no la desaprovecharía por más que ese hombre la pusiera nerviosa hasta el último pedazo de médula.
Escogieron una mesa apartada, cerca del muelle, donde corría una brisa pegajosa muy propia de aquellos primeros días de febrero.La pequeña de ojos grande se sentó muy cerquita de esa mujer con cabello de fuego que despertaba intriga en el brasileño y unas terribles ansias por saber quién era, como se llamaba, a que se dedicaba y cualquier detalle por mínimo que fuera.Pidió, luego de intercambiar ideas, tres bebidas refrescantes y dos suculentas ensaladas que preparaba la casa como plato fuerte; para su hija, unas patatas con salsa que supo se devoraría en seguida.Allí, mientras comían, el brasileño supo que esa muchacha de ojos marrones y mejillas encendidas, se llamaba Galilea Montero, de veinte, hija única y mexicana de nacimiento, aunque recordaba vivir en rio desde que tenía uso de razón.Del mismo modo, ella supo que ese hombre de armadura fuerte se llamaba Cristopher Oliveira, acababa de cumplir los treinta y era carioca de nacimiento, gentilicio— Yo me llamo Salomé, pero pa
La mañana siguiente, con los nervios carcomiéndole cada poro de la piel, Galilea esperó en el mismo restaurante donde el día anterior se encontraron. Cristo no se sentía muy diferente a ella, esa noche durmió con una opresión muy extraña en el pecho y despertó sabiendo que volvería a ver a esa mujer con cabello de fuego; habían acordado un par de detalles, como que ella viviría en su casa y tendría un sueldo al que ninguna otra persona, ni por loca que estuviera, tendría objeción alguna. Salomé sabía que dentro de nada vería a esa nueva mami que estaba segura le había enviado su mami Cecilia, de otro modo, no hubiese existido poder humano que lo separara de ella, de verdad que su padre todavía estaba sorprendido con el vínculo tan irreal que habían formado esas dos. — Creo que estás lista — dijo, al tiempo que la niña se giraba al espejo y reafirmaba una vez más que su papi no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo; coletas disparejas y vestido de otoño en pleno apogeo del
Cuando bajaron, una pequeña O se formó en su boca debido al asombro.Hectáreas tras hectáreas verdes lo cubrían todo; y en medio, a lo lejos, una casa inmensa era resguardada por rejas enormes que parecían no tener límite de ancho y altura. Dios, de verdad que parecía no tener fin, no se veía donde comenzaba o terminaba aquel lugar; era sencillamente impresionante.Había estado en una hacienda alguna que otra vez a lo largo de su vida, pero, si era sincera, ninguna se asemeja a esa.Cristo cargó a la niña y la acomodó en el asiento trasero del todo terreno, ella ocupó el puesto del copiloto por petición de él y muy pronto atravesaban esas rejas que no demoraron en intimidarla todavía más.— Bienvenida a Villa Cecilia — le dijo él cuando aparcó el jeep rojo junto a un par de camionetas del mismo estilo.— ¿V-vives aquí? — consiguió preguntar, todavía aturdida.— Si, ¿no era lo que esperabas?— No, pero… me gusta — reconoció en seguida.El hombre sonrió, si bien todo el que llegaba por
Cristo no supo bajo que piedra meterse en ese momento; y aunque de verdad todo de él sabía que no era para nada correcto, no pudo apartar la vista de semejante mujer; Dios, jamás había visto pechos tan frondosos y simétricos como esos, en serio, no tenían demasiado volumen pero eran firmes y tiesos.Segundos después, la muchacha reaccionó; tomó la toalla del piso y como se pudo se cubrió sus partes con las mejillas rosas, no, encendidas como caldera.— Lo siento, la puerta… — intentó explicarse él, pero no encontró palabras, el corazón le palpitaba como un loco y era creciente erección ni se diga.Cerró brusco, molesto, con ella, consigo mismo… ¿por qué diablos había dejado la puerta abierta? Maldita sea, por esa casa se movía un tropel de hombre que trabajaban para él y pudo ser uno de ellos en verla.No, la sola idea, sin saber por qué, le fastidió muchísimo.Hecho la furia que solía ser cuando algo lo sacaba de quicio, bajó a la cocina, se refrescó con un vaso de agua helada y pidi
Lo que estaba sucediendo en aquella hacienda de verdad que no le gustaba en lo absoluto, si bien su relación con esa mujer nunca fue muy estrecha, lo que acababa de suceder en la cena era algo que no podía seguir permitiendo. Era la tía de Cecilia, sí, pero eso no le daba el jodido derecho de nada, además, en ningún momento había faltado a la memoria de su esposa.Había tomado una decisión inalterable por el bienestar de su hija y, si Galilea era lo mejor que ella podía tener en esos momentos, no se la quietaría, era eso o enviarla a un internado en el extranjero.Oteó el reloj en su muñeca, era pasada la media noche cuando se encontró exhausto y decidió por acabaría con aquel día, así que apagó la última luz encendida en el despacho y subió las escaleras.Iba a entrar a la habitación de su hija como solía hacerlo cada noche que intentaba dormirla cuando un trémulo halo de luz dorada capturó su atención; provenía de la de ella.No debería acercarse y mirar; lo sabía, pero al parecer n
Cristo atravesó aquel pasillo que de pronto le pareció más que infinito; en ese momento descubriría que era lo que se traían esos dos. ¿Cómo se atrevían? ¡En su propia casa… ja! ¡Eso era inaudito y no iba a consentirlo!Palacios miró las ecografías con gesto asombrado y luego a ella; ¡Lo sabía! Se dijo a sí misma, sabía que no estaba loca, él también ha pensado lo mismo.— Gali, esto es… — tragó la bilis en su garganta y negó con la cabeza, era increíble, de verdad, jamás había visto algo así en sus años de carrera… ¡en su vida!— Lo sé, lo sé… — musitó ella, contrariada — hice esa misma cara cuando las vi, son tan…— Idénticas — concordó él, pero algún sentido debía tener, ¿cómo era posible que su bebé y la hija de su mejor amigo tuvieran un parecido tan… similar? — ¿Cristo… sabe de esto?— No, él no sabe nada… por favor no lo menciones.El brasileño apenas había alcanzado a escuchar lo último que se decían cuando abrió la puerta como quien es dueño de su casa y entró allí dispuesto
Mateo y Cristopher se conocían desde que tenían uso de razón, y si bien con el pasar de los años se convirtieron en adolescentes inseparables el uno del otro, eran muy diferentes y opuestos en casi todo; por supuesto, ambos gozaban de las mismas comodidades que se les proporcionaron desde la cuna.Palacios, como acostumbraba a llamarlo todo mundo, era un médico-pediatra de categoría; el mejor en su área, sin alardear, un hombre con alma bondadosa y espíritu noble. Cristo, por su parte, no se alejaba demasiado de esas cualidades, al contrario, era quien más amaba en sus relaciones y de forma intensa se entregaba; sin embargo, eso no le quitaba lo duro e inflexible con todo aquel en el que encontrara potencial para superarse, y no es que a él lo hubiesen criado con mano dura, para nada, tuvo unos padres que lo guiaron por el camino de la sabiduría y la humildad, pero él mismo se había forjado esa personalidad en el paso de los años y ahora era uno de los hacendados más respetados del es
Se quedó allí durante un par de segundos; perplejo, no la había visto desde el almuerzo. Ella se movía libre y mágica alrededor de la cocina mientras él permanecía allí, más que embrujado por esa ninfa roja de cuerpo esquelético y cabello colorado que lo hacía perder toda perspectiva.Se acomodó la entrepierna y pasó saliva con las manos sudadas. Bendito sea… ¿por qué carajos se comportaba como si jamás hubiese visto a una mujer en su vida? Y encima ya se le estaba haciendo costumbre vigilarla a escondidas como un depravado, eso no era propio de un hombre como él, de su talla; debía parar de una buena vez.Galilea tomó una taza del té que había preparado y olió un poco antes de girarse y encontrarse con la presencia de ese hombre; la impresión solo le causó un respingo que provocó que retrocediera, sino que el susto hizo que la taza se le resbalara de las manos y cayera alrededor de sus pies, quebrándose.— ¡Galilea! — exclamó él, preocupado — No te muevas.La muchacha pestañeó asusta