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2. Una niñera para Salomé

— Una niñera — sugirió su amigo de toda la vida y pediatra de su hija, sacándolo de sus cavilaciones, y es que desde lo que había pasado en el hospital con aquella atrevida mujer de cabello rojizo y una soberbia que medía como metro sesenta, se encontraba más inquieto que de costumbre.

— Salomé no necesita de una niñera, lo que le hace falta es alguien la eduque ahora que… — pasó saliva, todavía, después de seis meses, era difícil asumir que Cecilia ya no estaba en sus vidas.

— Tu hija te necesita a ti, ¿no lo ves? — Palacios no estaba para nada de acuerdo con la idea de que su ahijada fuese enviada a un internado en Francia.

Cristo suspiró y negó con la cabeza.

— Entonces, explícame porque es incapaz de hablar conmigo, porque diablos lo hizo con esa mujer del hospital y porque ahora ha vuelto a quedarse muda.

— No lo sé, vale, los médicos…

— Con todo respeto, Mateo, pero los médicos no hacen ni m****a — expresó, molesto, era increíble que con lo avanzada que estaba la ciencia no pudiesen hacer nada por su hija.

— Solo han pasado seis meses, dale tiempo.

— Tiempo es lo que no tengo.

— No sé qué más decirte ya, lamento que tengas que tomar esta decisión, tú hija no es un negocio o una adquisición que puedas mover de un lugar a otro — lo miró, serio, de verdad que adoraba a esa niña pero él no tenía voluntad sobre ella, tan solo podía dar un consejo que, esperaba, hiciese entrar en juicio a su amigo.

— Jamás he visto a mi hija de ese modo, la adoro, lo sabes, pero… yo también estoy viviendo mi duelo y es demasiado para soportar, me asfixia, me quema — confesó, recordando el cuerpo inerte de su mujer… sin poder hacer, con todo el dinero del mundo, nada por regresarla a la vida.

— Cristo, amigo, esa niña ha perdido a su madre… no hagas que te pierda a ti también — le dijo, antes de despedirse.

Cristo Oliveira miró el portarretrato en su escritorio y acarició la imagen de su hija antes de alzar la mirada y dar un voto de confianza a lo que su amigo le había sugerido.

— Espera… lo que dijiste, sobre la niñera… — suspiró, quería saber más.

Galilea se sentó al otro lado del escritorio, sin comprender muy bien porque Palacios la había citado allí, pues desde que perdió a su bebé, ella ya no tenía nada que hacer en el hospital.

— ¿Qué dices? — le preguntó el hombre, luego de haberle explicado de que se trataba y omitido un poco de información que sabía que la habría hecho declinar la oferta rotundamente.

— Jamás he sido niñera — explicó, tímida.

— Pero ibas a ser una excelente madre — dijo impulsivamente, arrepintiéndose tarde de la herida que abriría —. Lo siento, yo no…

— Lo sé, no te preocupes — forzó una sonrisa y se ocultó un mechoncito pelirrojo tras la oreja.

— Entonces, ¿qué me dices?

— Está bien, aceptaré el trabajo.

Más tarde, los citó a ciegas, ya habían comenzado con el pie izquierdo… ¿qué de mal en peor podría ir ese par?

Cristo bajó del auto con su hija cargada en brazos y entró al lugar donde su amigo lo había citado. En seguida, la pequeña se removió como culebrilla para alcanzar el piso y allí la dejó, viéndola como corría y se estampaba con las piernas de una…

No, tenía que ser una puta broma.

¡Esa jodida mujer de cabello fuego otra vez!

Galilea, después de días, volvió a sonreír. No podía creer que volvía a ver a esa niña dulce de ojos bicolores otra vez. Iba enfundada en un vestidito que parecía estar al revés y llevaba dos pequeñas coletas disparejas que, encima, eran de diferentes colores cada una.

Negó con la cabeza y se puso a la altura de la chiquilla.

— Hola, muñequita, te vuelvo a ver — saludó y pinchó su naricita rosada con la punta del dedo índice

Salomé, más que contenta, rodeó su cuello y la abrazó efusivamente.

Galilea no supo cómo reaccionar y le devolvió el contacto, feliz, con el corazón latiéndole desbocado. Se alejó para mirarla y le sonrió con ternura.

— ¿Qué estás haciendo aquí, pequeña? — le preguntó, acariciando su mejilla — ¿Estás perdida otra vez?

— Buenas noches — escuchó de pronto esa voz que no solo tomó por sorpresa, sino que no había conseguido sacarse de la mente desde la aquella vez.

Todavía de cuclillas, alzó la mirada; era él, claro que lo era, un hombre de su talla jamás podría olvidarse así como así, y si ese día no había prestado atención a detalles que no debía, en ese momento lo acababa de hacer.

Era por demás atractivo y varonil, a la medida de cualquier mujer, y aunque apenas debía llegar a los treinta, lucía increíblemente bien. Tenía el cabello corto, casi al ras del cráneo, un tatuaje pequeño cerca de la ceja y una mandíbula tan firme como angulosa.

Sus ojos aceituna, tan precioso como los de la niña, no pasaron desapercibidos a medida que la observaba con intriga, como si fuese capaz de leer su alma.

La muchacha se incorporó y se alisó el vestidito de tirantes que llevaba puesto ese día, nerviosa, roja hasta los poros.

—  Buenas noches —  musitó y se aclaró la garganta, rodeando la manita de esa pequeña muñequita que se había sujetado a la suya con una clara advertencia: no la soltaría jamás.

— ¿Está siguiéndome? —  preguntó ese hombre, serio, seductor, con el entrecejo fruncido y los ojos aun clavados en ella.

— Yo estaba aquí primero,  eso debería preguntarle yo a usted — zanjó, sonrojada pero decidida.

— Usted no tiene nada que la haga ser perseguida por mí.

La muchacha lo aniquiló en silencio.

— ¿Qué le hace creer que quiero ser perseguida por usted?

— Está casualmente aquí.

— Y usted también.

— ¿Espera a alguien?

— ¿Qué le importa? — volteó los ojos y suspiró.

— No, no me importa, de hecho, ya quiero irme y no tener que seguir viéndola — le dijo con fastidio fingido, pero, la verdad, es que esa muchacha de cabello rojizo le despertaba una curiosidad increíble.

— Pues váyase, ¿qué espera? — atacó, erguida.

— Que suelte a mi hija, no querrá robársela, ¿o sí?

Galilea abrió los ojos de par en par, era un cretino.

— ¿Cómo se atreve?

— Pues suéltela de una buena vez y no tendremos que vernos las caras nunca más, ¿le parece?

— Nunca he estado tan de acuerdo con algo — aceptó, volteándole los ojos y mirando de nuevo a la pequeña.

Salomé miraba a su padre y esa nueva mami que había decidido que sería para ella sin comprender que era lo que tanto se decían, pero eso no importaba, estaba muy a gustito y allí se quedaría, sujetando su mano y llevándosela a donde sea que se fuera, no volvería a dejarla otra vez.

— Cariño, debes volver con tu papá — intentó explicarle, pero la niña negó, había tomado una decisión inalterable, como le había enseñado su mami Cecilia.

Cristo suspiró, se cruzó de brazos y recargó el peso de una de sus caderas en la otra pierna, internamente divertido.

La muchacha lo miró y le peló los ojos.

— Haga algo — musitó, entre dientes.

— Hágalo usted, ¿acaso no puede con una niña?

— ¿Quiere que la lastime?

— Se metería en muchos problemas — enarcó las cejas y se encogió de hombros.

Minutos después, Salomé ya parecía una extensión de su propia mano, y ella, agotada, miró al padre, suplicando ayuda nuevamente.

— ¿Qué tiene que hacer ahora mismo? — le preguntó él.

— Estoy esperando a alguien — respondió, mirando como la niña columpiaba su mano de un lado a otro.

— Yo también, ¿le parece si esperamos juntos hasta que se canse?

— ¿Cree que se canse? — dudó, la muñequita parecía tener más energía que ellos dos juntos.

— Créame, lo hará.

— Está bien — aceptó, y aunque hubiese tenido más opciones, la idea de pasar un poco más de tiempo con esa niña de coletas disparejas le gustó, así que no la desaprovecharía por más que ese hombre la pusiera nerviosa hasta el último pedazo de médula.

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