La mañana siguiente, con los nervios carcomiéndole cada poro de la piel, Galilea esperó en el mismo restaurante donde el día anterior se encontraron. Cristo no se sentía muy diferente a ella, esa noche durmió con una opresión muy extraña en el pecho y despertó sabiendo que volvería a ver a esa mujer con cabello de fuego; habían acordado un par de detalles, como que ella viviría en su casa y tendría un sueldo al que ninguna otra persona, ni por loca que estuviera, tendría objeción alguna.
Salomé sabía que dentro de nada vería a esa nueva mami que estaba segura le había enviado su mami Cecilia, de otro modo, no hubiese existido poder humano que lo separara de ella, de verdad que su padre todavía estaba sorprendido con el vínculo tan irreal que habían formado esas dos.
— Creo que estás lista — dijo, al tiempo que la niña se giraba al espejo y reafirmaba una vez más que su papi no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo; coletas disparejas y vestido de otoño en pleno apogeo del verano.
Su mami Cecilia habría reprobado el atuendo de forma inmediata, pues ella era algo así como las hadas madrinas de las modelos de revistas y siempre las ponía muy bonitas; lo mismo con ella.
La pequeña asintió sin quejas y juntos salieron de allí, y es que si bien habían mujeres en esa casa que pudieran hacerse cargo de la vestimenta la niña, solo aceptaba que su padre y nadie más que él la tocara, aunque no hablara.
En cuanto el brasileño bajó del todo terreno y la vio, se quedó sin aliento, y es que esa mañana, en comparación a las otras dos veces, su cabello ondeaba libremente y se secaba natural gracias a la brisa veraniega de aquellos días de febrero.
Casi alucinó, maldición… ¿esa mujer era real? Imposible, parecía una ninfa roja, un ser único e irrepetible. Iba vestida de forma sencilla, demasiado, un vestido blanco de tiras que le llegaba hasta los tobillos y nada más, su belleza no necesitaba de adornos o exageraciones, era sencillamente perfecta.
Galilea pasó saliva y abrió ligeramente la boca para tomar esa bocanada de aliento que se le había escapado cuando observó a ese hombre bajar de un todo terreno con esa pequeña adoración en brazos. Llevaba unas gafas de sol y el viento corría a su favor, alborotándole un poco el cabello y dándole la sensación de que estaba en presencia de un comercial de padre soltero.
Cristo Oliveira era extremadamente y guapo varonil, reconoció sin remedio.
— Buenos días — saludó él, cauto, todavía perplejo.
— Buenos días — logró decir ella, tímida y angelical.
El brasileño apartó la mirada de esa ninfa y colocó a su hija en el suelo para que saludara, cosa que hizo de forma casi automática. Rodeó las piernas de esa mujer que había logrado conquistar su pequeño corazón y sonrió feliz porque su papi y ella habían cumplido la promesa de volver a verse.
— Me gusta tu cabello, Gali — le dijo, risueña, tomando un mechoncito largo de cabello y llevándoselo a la nariz, uhm, le gustaba el aroma que desprendía —. Hueles a uva, a mí me encantan las uvas y a mi papi también… ¿verdad, papi?
La pequeña miró a su padre con esos ojos bicolores que había heredado de su difunta madre y estiró el mechón para que él también pudiera olerlo. Cristo, conociendo a la pequeña y sabiendo que no lo dejaría quieto hasta que tomara el bendito mechón y lo oliera, terminó haciéndolo, reconociendo en seguida que lo que había dicho era cierto, esa mujer desprendía un aroma delicioso a dulce y uvas; le gustaba.
Pero… ¿qué diablos decía? ¿como que le gustaba? No, se reprochó en seguida.
— ¿Nos vamos? — preguntó, observando como ese par de mujercitas compartían risitas y mimos a los que él no les encontraba sentido, se conocían de nada por amor a Dios.
Más tarde, se estacionaron frente a un helicóptero que la muchacha miró perpleja, no entendía que era lo que hacían allí, por lo que Cristo la miró embelesado durante un par de segundos y sonrió. ¿Cómo era posible que cupiera tanta ternura en un mismo cuerpo?
— El viaje en helicóptero nos ahorra mucho camino en carretera — explicó, cauto.
Galilea asintió, comprendiendo.
Un cuarteto de hombres, grandes y corpulentos y como él, se acercaron y cada uno de ellos se refirió a él como “jefe”, hablando en su natal portugués e informando sobre algo a lo que ella no prestó demasiada atención, pues seguía estando embelesada con la muñequita.
Minutos después, Cristo asintió a lo que esos hombres le decían, cargó a la pequeña en sus brazos y a ella la guio al interior del helicóptero con una mano puesta en su espalda baja, arrancándole un estremecimiento casi que involuntario.
Les colocó a ambas un par de orejeras y se aseguró de que todo estuviese en control con el piloto antes de su despegue.
Dos horas después descendían en un helipuerto privado.
— Hemos llegado — informó, pero, al no recibir respuesta de las mujercitas a su lado, se giró y negó con la cabeza, sonriendo.
De su hija no lo sorprendía, acostumbraba a dormirse siempre que viajaban, pero… ¿ella? Desbordaba más que ternura, así, con la cabeza recargada contra la almohadilla del asiento y ese cabello de fuego cayendo abundante en torno a sus brazos y pechos
Era una ninfa, no pudo evitar reconocer otra vez; una ninfa de belleza cegadora y salvaje.
Galilea despertó gracias al rumor de una voz queda y ronca; en cuanto abrió los ojos, los aceitunas de ese hombre fueron los primeros en recibirla, ruborizándola.
Se incorporó un tanto aturdida.
— Lo siento… me he quedado dormida — logró decir, tímida y angelical.
Cristo todavía estaba perplejo y a unos estresantes centímetros de esos labios que los atrapaban inexplicablemente, eran pequeños y parecían ser suaves. ¿Qué sabor tendrían? Tan pronto como lo pensó, se apartó y empujó lejos esa intriga.
¿Que infiernos le importaba a él eso? De verdad que no entendía que carajos estaba pasandole con esa mujer, pero lo que fuera, debía pararlo en seguida, no podía seguir así, no podía faltar el respeto a la memoria de su mujer, eso sí que no, encima, ella era la ahora niñera de su hija y asi debia seguir siendolo.
Cuando bajaron, una pequeña O se formó en su boca debido al asombro.Hectáreas tras hectáreas verdes lo cubrían todo; y en medio, a lo lejos, una casa inmensa era resguardada por rejas enormes que parecían no tener límite de ancho y altura. Dios, de verdad que parecía no tener fin, no se veía donde comenzaba o terminaba aquel lugar; era sencillamente impresionante.Había estado en una hacienda alguna que otra vez a lo largo de su vida, pero, si era sincera, ninguna se asemeja a esa.Cristo cargó a la niña y la acomodó en el asiento trasero del todo terreno, ella ocupó el puesto del copiloto por petición de él y muy pronto atravesaban esas rejas que no demoraron en intimidarla todavía más.— Bienvenida a Villa Cecilia — le dijo él cuando aparcó el jeep rojo junto a un par de camionetas del mismo estilo.— ¿V-vives aquí? — consiguió preguntar, todavía aturdida.— Si, ¿no era lo que esperabas?— No, pero… me gusta — reconoció en seguida.El hombre sonrió, si bien todo el que llegaba por
Cristo no supo bajo que piedra meterse en ese momento; y aunque de verdad todo de él sabía que no era para nada correcto, no pudo apartar la vista de semejante mujer; Dios, jamás había visto pechos tan frondosos y simétricos como esos, en serio, no tenían demasiado volumen pero eran firmes y tiesos.Segundos después, la muchacha reaccionó; tomó la toalla del piso y como se pudo se cubrió sus partes con las mejillas rosas, no, encendidas como caldera.— Lo siento, la puerta… — intentó explicarse él, pero no encontró palabras, el corazón le palpitaba como un loco y era creciente erección ni se diga.Cerró brusco, molesto, con ella, consigo mismo… ¿por qué diablos había dejado la puerta abierta? Maldita sea, por esa casa se movía un tropel de hombre que trabajaban para él y pudo ser uno de ellos en verla.No, la sola idea, sin saber por qué, le fastidió muchísimo.Hecho la furia que solía ser cuando algo lo sacaba de quicio, bajó a la cocina, se refrescó con un vaso de agua helada y pidi
Lo que estaba sucediendo en aquella hacienda de verdad que no le gustaba en lo absoluto, si bien su relación con esa mujer nunca fue muy estrecha, lo que acababa de suceder en la cena era algo que no podía seguir permitiendo. Era la tía de Cecilia, sí, pero eso no le daba el jodido derecho de nada, además, en ningún momento había faltado a la memoria de su esposa.Había tomado una decisión inalterable por el bienestar de su hija y, si Galilea era lo mejor que ella podía tener en esos momentos, no se la quietaría, era eso o enviarla a un internado en el extranjero.Oteó el reloj en su muñeca, era pasada la media noche cuando se encontró exhausto y decidió por acabaría con aquel día, así que apagó la última luz encendida en el despacho y subió las escaleras.Iba a entrar a la habitación de su hija como solía hacerlo cada noche que intentaba dormirla cuando un trémulo halo de luz dorada capturó su atención; provenía de la de ella.No debería acercarse y mirar; lo sabía, pero al parecer n
Cristo atravesó aquel pasillo que de pronto le pareció más que infinito; en ese momento descubriría que era lo que se traían esos dos. ¿Cómo se atrevían? ¡En su propia casa… ja! ¡Eso era inaudito y no iba a consentirlo!Palacios miró las ecografías con gesto asombrado y luego a ella; ¡Lo sabía! Se dijo a sí misma, sabía que no estaba loca, él también ha pensado lo mismo.— Gali, esto es… — tragó la bilis en su garganta y negó con la cabeza, era increíble, de verdad, jamás había visto algo así en sus años de carrera… ¡en su vida!— Lo sé, lo sé… — musitó ella, contrariada — hice esa misma cara cuando las vi, son tan…— Idénticas — concordó él, pero algún sentido debía tener, ¿cómo era posible que su bebé y la hija de su mejor amigo tuvieran un parecido tan… similar? — ¿Cristo… sabe de esto?— No, él no sabe nada… por favor no lo menciones.El brasileño apenas había alcanzado a escuchar lo último que se decían cuando abrió la puerta como quien es dueño de su casa y entró allí dispuesto
Mateo y Cristopher se conocían desde que tenían uso de razón, y si bien con el pasar de los años se convirtieron en adolescentes inseparables el uno del otro, eran muy diferentes y opuestos en casi todo; por supuesto, ambos gozaban de las mismas comodidades que se les proporcionaron desde la cuna.Palacios, como acostumbraba a llamarlo todo mundo, era un médico-pediatra de categoría; el mejor en su área, sin alardear, un hombre con alma bondadosa y espíritu noble. Cristo, por su parte, no se alejaba demasiado de esas cualidades, al contrario, era quien más amaba en sus relaciones y de forma intensa se entregaba; sin embargo, eso no le quitaba lo duro e inflexible con todo aquel en el que encontrara potencial para superarse, y no es que a él lo hubiesen criado con mano dura, para nada, tuvo unos padres que lo guiaron por el camino de la sabiduría y la humildad, pero él mismo se había forjado esa personalidad en el paso de los años y ahora era uno de los hacendados más respetados del es
Se quedó allí durante un par de segundos; perplejo, no la había visto desde el almuerzo. Ella se movía libre y mágica alrededor de la cocina mientras él permanecía allí, más que embrujado por esa ninfa roja de cuerpo esquelético y cabello colorado que lo hacía perder toda perspectiva.Se acomodó la entrepierna y pasó saliva con las manos sudadas. Bendito sea… ¿por qué carajos se comportaba como si jamás hubiese visto a una mujer en su vida? Y encima ya se le estaba haciendo costumbre vigilarla a escondidas como un depravado, eso no era propio de un hombre como él, de su talla; debía parar de una buena vez.Galilea tomó una taza del té que había preparado y olió un poco antes de girarse y encontrarse con la presencia de ese hombre; la impresión solo le causó un respingo que provocó que retrocediera, sino que el susto hizo que la taza se le resbalara de las manos y cayera alrededor de sus pies, quebrándose.— ¡Galilea! — exclamó él, preocupado — No te muevas.La muchacha pestañeó asusta
Sus lenguas batallaron de inmediato, casi en el acto; Galilea respondió tímida al encuentro y él, en cambio, un poco más fiero. Una urgente necesidad creció entre ambos, desde lo más profundo, lo recóndito, lo jamás experimentado.Cristo sabía muy bien en lo que se metía, por supuesto, no era un crío de dieciséis años, y aunque una parte de él sabía que esa mujer ocultaba algo, lo cierto era que nada lo hubiese detenido de cometer semejante arrebato, deseaba probarla de todas y cada una de las formas, más allá de lo indebido, del raciocinio… de sus límites.Ella, por su lado, en una burbuja, se sentía definitivamente anclada, lo que estaban haciendo no era correcto, ella era su empleada, encargada de cuidar a la pequeña que para ese punto ella adoraba como si fuese suya; y aunque su cerebro le decía que debía interrumpir aquella locura de inmediato, su cuerpo no pensaba igual, al contrario, deseaba más… deseaba desesperadamente aquel contacto y no había forma de que pudiese parar o me
Cristo se quedó Lívido por un segundo antes de reaccionar a la voz preocupada de Galilea; en seguida, salió del despacho en apenas tres zancadas y allí la encontró, sus ojos estaban desorbitados, el rostro empapado y… su cuerpo temblaba con una pequeña Salomé laxa entre sus brazos.— ¿Qué ha pasado? — preguntó tan pronto se la arrebató de los suyos y se hincó de rodillas al suelo.— N-no… no… lo sé, se ha desmayado en el baño — logró decir, presa del pánico.— Salomé, cariño, ¿qué tienes? — rogó saber muerto de miedo — ¡Leandro, Benicio, preparen el helicóptero y avisen al hospital de rio que llegaremos en seguida!— ¡Si, patrón!Cargó a la pequeña sin demasiada dificultad y salió de allí corriendo; jamás había experimentado el terror de forma tan cruda, ni siquiera cuando le avisaron por una llamada que su mujer acababa de tener un accidente que le provocó la muerte de forma inmediata.Galilea, como pudo y sin importarle el dolor todavía seguía provocando su herida, lo siguió detrás