Cuando bajaron, una pequeña O se formó en su boca debido al asombro.
Hectáreas tras hectáreas verdes lo cubrían todo; y en medio, a lo lejos, una casa inmensa era resguardada por rejas enormes que parecían no tener límite de ancho y altura. Dios, de verdad que parecía no tener fin, no se veía donde comenzaba o terminaba aquel lugar; era sencillamente impresionante.
Había estado en una hacienda alguna que otra vez a lo largo de su vida, pero, si era sincera, ninguna se asemeja a esa.
Cristo cargó a la niña y la acomodó en el asiento trasero del todo terreno, ella ocupó el puesto del copiloto por petición de él y muy pronto atravesaban esas rejas que no demoraron en intimidarla todavía más.
— Bienvenida a Villa Cecilia — le dijo él cuando aparcó el jeep rojo junto a un par de camionetas del mismo estilo.
— ¿V-vives aquí? — consiguió preguntar, todavía aturdida.
— Si, ¿no era lo que esperabas?
— No, pero… me gusta — reconoció en seguida.
El hombre sonrió, si bien todo el que llegaba por primera vez a la hacienda se impresionaba por el tamaño y cuidado de la vegetación, ninguna expresión le había parecido tan adorable como esa.
Tenía una mirada limpia e inocente; aunque rota, eso lo había percibido desde el primer segundo y no se le pudo sacar de la cabeza, pues que podría atormentar a una jovencita de veinte que apenas debía estar comenzando a vivir la vida.
No preguntaría, no era su bendito problema, ella solo estaba allí para ser la niñera de su hija y nada más, sus problemas no eran su asunto, que quedara claro desde ya.
En cuanto bajaron, un par de hombres armados hasta los dientes se acercaron y allí repartió un par de órdenes sin dejar de observarla. Cada vez se sentía más desconcertado con ella, con lo que inesperadamente le provocaba y atraía; no podía dejar de mirarla, estaba tan prendido a esa belleza de cabello rojo que de verdad no se reconocía a sí mismo, debía parar… debía hacerlo antes de que fuese capaz de faltar el respeto a su anillo de bodas.
Jamás, en sus diez años de casados, había puesto los ojos en otra mujer, no iba a hacerlo ahora, no señor, ¿qué diablos le pasaba?
Minutos después, una muchacha que parecía ser empleada de la hacienda bajó unas escaleras de al menos doce escalones y se llevó a la pequeña niña en brazos; cosa que a ella no le gustó mucho, pues deseaba pasar junto a la pequeña todo el tiempo que fuese necesario y más.
— No te preocupes, en lo que despierte podrán ponerse al día — le dijo él tan pronto percibió su gesto triste.
Cuando subieron las escaleras, dos mujeres perfectamente acicaladas los recibieron en frente de la puerta principal. Las dos muy diferentes la una de la otra, aunque asombrosamente atractivas y con un ligero parecido a la dulce niña de risos dorados.
— Bruna, Caterina, ella es…
— La niñera — dijo una de ellas, de forma fría y despectiva —. Jamás creí que hablaras en serio respecto al tema, ¿buscarle una sustituta a mi sobrina… en serio? ¡Que bochorno para la familia!
Zanjó indignada y entró a la casa, soberbia, dejándolos a todos allí.
Cristo se irguió y respiró frustrado, ya no soportaba el carácter de esa mujer ni mucho menos la forma en la que le hablaba. Bruna era la tía de su difunta esposa, y aunque nunca aprobó a un hacendado como esposo de una jovencita de su alcurnia y clase, vivió allí durante años para asegurarse de que su sobrina, a la que quería como una hija por no haber concebido a la suya propia, fuese tratada y respetada como lo que era, una reina de alta clase.
— Perdónala, querido, últimamente no se soporta ni ella misma — intentó disculparse Caterina, su suegra, a quien le guardaba muchísimo cariño y respeto.
— No puede hablarme así, Caterina, y si no he sobrepasado mis límites y he tomado una decisión en cuanto a su estadía aquí durante estos meses ha sido por ti y mi hija, pero esta situación no puede seguir así — dijo, decidido.
La mujer, desde que supo sobre aquella decisión, se opuso en seguida, nadie mejor que ellas para seguir criando a la niña como a Cecilia le hubiese gustado, pero él era el padre y por lo mismo tenía la última palabra.
— Hablaré con ella, hijo, déjamelo a mí — dijo, acomedida, luego miró a esa muchacha de ojos marrones que se ocultaba tímida en la espalda de un Cristo que parecía tener toda la intención de protegerla.
El hombre asintió y se hizo a un lado, dejando que Galilea se mostrara.
— Bienvenida a esta casa, muchacha, y perdona a mi hermana, ella…
— No se preocupe, no debe ser fácil para nadie — dijo y aceptó la mano cálida de esa mujer que tenía más parecido con la niña que el propio padre.
Caterina tenía buen ojo y gusto, tal como lo tenía su hija, así que no tardó en reconocer la belleza inigualable de esa muchacha y ese cabello… santísimo, jamás había visto un rojo tan precioso, sedoso y natural como ese.
Más tarde, la misma muchacha que se había llevado a Salomé le mostró su habitación, era grande y espaciosa, aunque un poco calurosa pese a las altas ventanas.
— Lo que necesite, puede tocar ese timbre y alguien del servicio vendrá en seguida — le dijo la joven, señalando un pequeño interruptor dorado junto a la cama.
Cuando quedó sola, tomó una ducha larga y luego buscó entre sus pertenencias alguna prenda cómoda y fresca para usar ese día, pues el calor de verdad que era terrible en aquellas fechas.
Caterina prestó atención a como su yerno observaba a esa muchacha mientras desaparecía por las escaleras y notó en seguida que alguna vez así había visto a su hija, lo que no le preocupó, pues él estaba en todo su derecho de rehacer su vida; sin embargo, sabía que ese muchacho era terco y difícil de llevarle el ritmo, a Cecilia le costó años y un poco de sufrimiento, esperaba, por el bien de su nieta, que las cosas se quedaran como estaban y no se complicaran, además, ella se veía bastante joven, se notaba la diferencia como por diez años, y que decir de sus proporciones, Cristo era grande como un roble y esa jovencita dudaba que pasara los cincuenta y cinco kilos.
Suspiró, quizás solo estaba haciéndose una película sin sentido en su cabeza.
Cristo, ansioso como nunca solía serlo, subió las escaleras con la excusa de ponerse al corriente de la rutina de su hija con Galilea, pues debían dejar una que otra cosa clara en cuanto a la educación de la pequeña.
Tocó, sin saber, que la puerta no estaba del todo cerrada, así que cuando se abrió, la descubrió en el centro de la habitación con nada más que una toalla cubriendo sus partes más íntimas.
Indescriptiblemente, algo se incendió dentro de él… y no supo qué, hasta que se miró la entrepierna y se encontró con una erección que no se despertaba hacía ya meses por ninguna otra mujer que no fuese su esposa.
Galilea, al sentirse observada con demasiada insistencia, alzó la vista, y tan asombrada como lo estaba ese hombre por el monstruo que se apretaba contra su cremallera, se irguió torpemente al tiempo que una esquina de la toalla se quedaba prendada al cierre de la maleta y se le caía, dejándola completamente desnuda en frente de unos ojos que amenazaron con comérsela de un solo bocado.
Cristo no supo bajo que piedra meterse en ese momento; y aunque de verdad todo de él sabía que no era para nada correcto, no pudo apartar la vista de semejante mujer; Dios, jamás había visto pechos tan frondosos y simétricos como esos, en serio, no tenían demasiado volumen pero eran firmes y tiesos.Segundos después, la muchacha reaccionó; tomó la toalla del piso y como se pudo se cubrió sus partes con las mejillas rosas, no, encendidas como caldera.— Lo siento, la puerta… — intentó explicarse él, pero no encontró palabras, el corazón le palpitaba como un loco y era creciente erección ni se diga.Cerró brusco, molesto, con ella, consigo mismo… ¿por qué diablos había dejado la puerta abierta? Maldita sea, por esa casa se movía un tropel de hombre que trabajaban para él y pudo ser uno de ellos en verla.No, la sola idea, sin saber por qué, le fastidió muchísimo.Hecho la furia que solía ser cuando algo lo sacaba de quicio, bajó a la cocina, se refrescó con un vaso de agua helada y pidi
Lo que estaba sucediendo en aquella hacienda de verdad que no le gustaba en lo absoluto, si bien su relación con esa mujer nunca fue muy estrecha, lo que acababa de suceder en la cena era algo que no podía seguir permitiendo. Era la tía de Cecilia, sí, pero eso no le daba el jodido derecho de nada, además, en ningún momento había faltado a la memoria de su esposa.Había tomado una decisión inalterable por el bienestar de su hija y, si Galilea era lo mejor que ella podía tener en esos momentos, no se la quietaría, era eso o enviarla a un internado en el extranjero.Oteó el reloj en su muñeca, era pasada la media noche cuando se encontró exhausto y decidió por acabaría con aquel día, así que apagó la última luz encendida en el despacho y subió las escaleras.Iba a entrar a la habitación de su hija como solía hacerlo cada noche que intentaba dormirla cuando un trémulo halo de luz dorada capturó su atención; provenía de la de ella.No debería acercarse y mirar; lo sabía, pero al parecer n
Cristo atravesó aquel pasillo que de pronto le pareció más que infinito; en ese momento descubriría que era lo que se traían esos dos. ¿Cómo se atrevían? ¡En su propia casa… ja! ¡Eso era inaudito y no iba a consentirlo!Palacios miró las ecografías con gesto asombrado y luego a ella; ¡Lo sabía! Se dijo a sí misma, sabía que no estaba loca, él también ha pensado lo mismo.— Gali, esto es… — tragó la bilis en su garganta y negó con la cabeza, era increíble, de verdad, jamás había visto algo así en sus años de carrera… ¡en su vida!— Lo sé, lo sé… — musitó ella, contrariada — hice esa misma cara cuando las vi, son tan…— Idénticas — concordó él, pero algún sentido debía tener, ¿cómo era posible que su bebé y la hija de su mejor amigo tuvieran un parecido tan… similar? — ¿Cristo… sabe de esto?— No, él no sabe nada… por favor no lo menciones.El brasileño apenas había alcanzado a escuchar lo último que se decían cuando abrió la puerta como quien es dueño de su casa y entró allí dispuesto
Mateo y Cristopher se conocían desde que tenían uso de razón, y si bien con el pasar de los años se convirtieron en adolescentes inseparables el uno del otro, eran muy diferentes y opuestos en casi todo; por supuesto, ambos gozaban de las mismas comodidades que se les proporcionaron desde la cuna.Palacios, como acostumbraba a llamarlo todo mundo, era un médico-pediatra de categoría; el mejor en su área, sin alardear, un hombre con alma bondadosa y espíritu noble. Cristo, por su parte, no se alejaba demasiado de esas cualidades, al contrario, era quien más amaba en sus relaciones y de forma intensa se entregaba; sin embargo, eso no le quitaba lo duro e inflexible con todo aquel en el que encontrara potencial para superarse, y no es que a él lo hubiesen criado con mano dura, para nada, tuvo unos padres que lo guiaron por el camino de la sabiduría y la humildad, pero él mismo se había forjado esa personalidad en el paso de los años y ahora era uno de los hacendados más respetados del es
Se quedó allí durante un par de segundos; perplejo, no la había visto desde el almuerzo. Ella se movía libre y mágica alrededor de la cocina mientras él permanecía allí, más que embrujado por esa ninfa roja de cuerpo esquelético y cabello colorado que lo hacía perder toda perspectiva.Se acomodó la entrepierna y pasó saliva con las manos sudadas. Bendito sea… ¿por qué carajos se comportaba como si jamás hubiese visto a una mujer en su vida? Y encima ya se le estaba haciendo costumbre vigilarla a escondidas como un depravado, eso no era propio de un hombre como él, de su talla; debía parar de una buena vez.Galilea tomó una taza del té que había preparado y olió un poco antes de girarse y encontrarse con la presencia de ese hombre; la impresión solo le causó un respingo que provocó que retrocediera, sino que el susto hizo que la taza se le resbalara de las manos y cayera alrededor de sus pies, quebrándose.— ¡Galilea! — exclamó él, preocupado — No te muevas.La muchacha pestañeó asusta
Sus lenguas batallaron de inmediato, casi en el acto; Galilea respondió tímida al encuentro y él, en cambio, un poco más fiero. Una urgente necesidad creció entre ambos, desde lo más profundo, lo recóndito, lo jamás experimentado.Cristo sabía muy bien en lo que se metía, por supuesto, no era un crío de dieciséis años, y aunque una parte de él sabía que esa mujer ocultaba algo, lo cierto era que nada lo hubiese detenido de cometer semejante arrebato, deseaba probarla de todas y cada una de las formas, más allá de lo indebido, del raciocinio… de sus límites.Ella, por su lado, en una burbuja, se sentía definitivamente anclada, lo que estaban haciendo no era correcto, ella era su empleada, encargada de cuidar a la pequeña que para ese punto ella adoraba como si fuese suya; y aunque su cerebro le decía que debía interrumpir aquella locura de inmediato, su cuerpo no pensaba igual, al contrario, deseaba más… deseaba desesperadamente aquel contacto y no había forma de que pudiese parar o me
Cristo se quedó Lívido por un segundo antes de reaccionar a la voz preocupada de Galilea; en seguida, salió del despacho en apenas tres zancadas y allí la encontró, sus ojos estaban desorbitados, el rostro empapado y… su cuerpo temblaba con una pequeña Salomé laxa entre sus brazos.— ¿Qué ha pasado? — preguntó tan pronto se la arrebató de los suyos y se hincó de rodillas al suelo.— N-no… no… lo sé, se ha desmayado en el baño — logró decir, presa del pánico.— Salomé, cariño, ¿qué tienes? — rogó saber muerto de miedo — ¡Leandro, Benicio, preparen el helicóptero y avisen al hospital de rio que llegaremos en seguida!— ¡Si, patrón!Cargó a la pequeña sin demasiada dificultad y salió de allí corriendo; jamás había experimentado el terror de forma tan cruda, ni siquiera cuando le avisaron por una llamada que su mujer acababa de tener un accidente que le provocó la muerte de forma inmediata.Galilea, como pudo y sin importarle el dolor todavía seguía provocando su herida, lo siguió detrás
¿Cómo podía perder el temple cuando se trataba de esa mujer? Peor aún… ¿cómo le había preguntado algo tan estúpido? ¿Qué que sentía por él? Bah, ¿qué podría sentir? En serio ¿qué podría...?«Deus, um idiota, un idiota», eso era lo que era, se dijo a sí mismo mientras salía de allí, tal parecía que con ella pensaba con la cabeza de abajo y la de arriba la tenía nada más que de adorno, sino, que alguien le explicara ese comportamiento tan arrebatado e infantil.Se mesó el cabello con desespero y siguió a la enfermera que la indicó el camino hasta la habitación de su hija. En cuanto vio que sus ojitos estaban bien abiertos, el alma le regresó el cuerpo.— ¡Salomé, hija! — la abrazó con fuerza durante un par de segundos y luego se separó para capturar sus mejillas y repasar sus brazos en busca de cualquier signo — ¿Estás bien?La pequeña asintió y ladeó la cabeza como si buscara algo detrás de su espalda. Tan pronto vio a esa mami nueva que la vida le había regalado, se puso más que conte