Compartir la misma habitación, o peor aún, la misma cama, jamás habría estado dentro de los planes de ninguno de los dos; pero, dadas las circunstancias, no les quedó más remedio que aceptarlo.— Bien, la tomaremos — aceptó el brasileño al tiempo que a la niñera de su hija se le pintaba la naricita de rojo escarlata, ni que decir de las mejillas, parecía una caldera humada.Cristopher sonrió en su interior, bendito dios… ¿Sería posible no reaccionar a gestos tan tímidos e inocentes como esos?La mujer detrás del mostrador le entregó la llave, tres toallas limpias y jabón para el aseo, pues el lugar era bastante pequeño y por supuesto que no contaba con el servicio a la habitación; había un pequeño restaurante allí dentro para solo tres familias pequeñas.— ¿D-dormiremos en la misma habitación? — logró preguntar ella, todavía roja, todavía nerviosa.— ¿Tienes una mejor opción? — la miró él, con una ceja enarcada y su porte atractivo. El agua había trabajado sobre su ropa y ahora esta s
El quejido de satisfacción que ella soltó al sentirlo así, fiero y arrebatado, solo consiguió que Cristo la tomara de las caderas y la pegara firmemente contra él.Toda la tarde había estado necesitando repetir ese encuentro, ese beso, hacerla suya de una buena bendita vez y enterrarse en su interior hasta que su nombre fuese un gemido agonizante en sus labios y cada partícula de su ser estallara en diminutos fragmentos, sí, eso era lo que quería y haría, como que se llamaba Cristopher Caio Oliveira.Después de un par de segundos y a medida que el beso se intensificaba de un momento a otro, respirar se tornó casi imposible, una tarea complicada para ambos; sin embargo, a ninguno de los dos le pareció más importante una bocanada de aire que un beso de esa magnitud, al menos no hasta que ella de verdad creía que iba a desfallecer por la falta de aliento.— Creí que habías dicho que esto era un error — logró decir contra su boca.Cristo se separó apenas unos milímetros y pegó su frente c
Cristopher aceptaba que era un hombre obsesivo cuando se trataba del trabajo y nada más; el resto pasaba desapercibido a su alrededor y con muy poca importancia; hasta que ella apareció en la vida de su hija y de pronto se sentía extrañamente poseído por un ser primitivo cada vez que la veía.Galilea se envolvió en la toalla sin mirarlo siquiera y salió de allí. No tenía excusa para lo que acababa de hacer, para el error tan grande que había cometido; y aunque una parte de ella insistía en arrepentirse, no lo hacía, no podía, de verdad que no.Se recargó contra la puerta y se llevó las manos al pecho; respirando profundo, cerró por un segundo los ojos y no pudo evitar sentirse fascinada con lo que entre los dos había sucedido.Eso había sido… ¡maravilloso!El brasileño miró la puerta más que desconcertado. ¿Qué diablos había sido eso? ¿Ahora era ella quien huía? ¿Quién ponía distancia de por medio? Respiró fastidiado y clavó las manos en el borde del lavabo. Todavía estaba completamen
Cristopher salió del consultorio y se tuvo que recargar contra la puerta para así poder recobrar el aire que había perdido gracias a toda la información que poco a poco fue descubriendo a través del médico.¿Estaba casada? Pero… ¿cómo? Tenía veinte, y si bien él y Cecilia formaron una familia estando también muy jóvenes, ella no parecía la clase de mujer que tuviese un esposo, o simplemente eran los celos endemoniados que no le permitieron creerlo.Lo peor era que su asombro no terminaba allí, y tan pronto el hombre detrás del escritorio le explico que tuvieron que hacerle un lavado porque todavía quedaban restos de su embarazo, sintió que el piso bajo sus pies se tambaleaba. No la podía imaginar en una situación como esa, no a ella que lucía tan pura y frágilDios, se mesó el cabello con gesto ansioso. ¿Habría estado su marido con ella? ¿La habría acompañado en tan doloroso momento? Eso es lo que hace un compañero de vida, un hombre que cuida y protege a su mujer amada.— ¿Cristo…? —
Galilea se tensó contra el respaldo de la camilla cuando lo miró bajo el marco de la puerta con expresión gélida, casi inescrutable. Tenía las manos metidas dentro de los bolsillos de su pantalón y la vista clavada en el enorme ramo de rosas rojas que todavía no entendía que hacían allí. Se mordió el labio inferior con ternura, todavía recordando sus músculos duros, su ser clavado entre sus piernas, poseyéndola.— Son bonitas… ¿algún pretendiente? — deseó saber sin poder contenerse más, con los dientes apretados y los puños también.Ella en seguida sintió un pequeño rubor quemarle las mejillas, y el sol, aunque empezaba a filtrarse tímido esa mañana a través de la ventana, no era el causante.— No, yo… yo no sé quién las ha enviado — dijo, tímida, ahora más que sonrojada con cada paso que él daba.— Tiene una tarjeta — dijo, no, casi gruñó, de verdad que deseaba saber quién era el hombre detrás del ramo de flores o juraba por dios que los celos se lo comerían como cientos de pirañas.
Cristopher salió del hospital y dejó a cargo de una enfermera las pertenencias de Galilea y un número de teléfono a donde pudieran llamarlo en caso de que las cosas con ella complicaran o simplemente surgiera algo en su ausencia.Se instaló en la suite de un hotel cercano y allí tomó una ducha rápida, trabajó un poco a través del computador que le había hecho llegar uno de sus empleados y en el transcurso de la tarde llamó un par de veces al hospital para informarse de su estado.El siguiente par de horas las pasó increíblemente ansioso, no podía concentrarse lo suficiente en sus pendientes por estar pensando en ella, en esas terribles ganas que tenía de rodearla cálidamente con sus brazos y brindarle un poco de ese consuelo que muchas veces a él también le hacía falta.Como a eso de las tres, su necesidad pudo más que él, así que dejó tirado todo lo que estaba haciendo y regresó al hospital, caminando, pues quedaba simplemente a una cuadra.Galilea despertó con mejor semblante esa ta
Cristopher la miró con fijeza; y aunque ella correspondió a ese encuentro con absoluta ternura y ese brillo tan particular que siempre había en su mirada, no pudo leer esa “transparencia” de la que su amigo le había dicho que gozaba. Esa ninfa roja seguía siendo un misterio para él, algo que le inquietaba, por lo que querer saber más de ella, de su vida, era algo que seguía intensificándose cada vez un poco más.Con demasiada lentitud, ocultó un mechoncito salvaje detrás de su oreja y la acarició tiernamente durante todo el proceso. Ella tenía los párpados cerrados y pudo notar que respiraba con dificultad, que temblaba; por un momento creyó que se desvanecería en el piso si no la sujetaba firmemente de la cintura.Fue lo que hizo y ella tragó angustiaba por el contacto cuando la pegó más contra él, como si ese fuese su lugar, como si lo hubiesen diseñado para encajar.De a poco, las yemas de sus dedos fueron descendiendo y haciéndose su propio camino hasta acunar uno de sus glúteos.
No podía seguir con aquel jueguito de toma y quita. Cada vez que se veían era una bomba de tiempo a punto de estallar, disfrutaban sin límites o como si el mañana no existiese, pero después… después todo era tensión e indiferencia. Se terminó de vestir y bajó a cenar como de costumbre. En la mesa ya lo esperaban Bruna y Caterina, perfectamente acicaladas y ocupando sus respectivos puestos en la mesa. — ¿Galilea no bajará a cenar? — preguntó la segunda al ver que solo eran ellos tres. — No la tutees, es la niñera — le recordó su hermana con postura erguida. Cristo alzó la vista y las miró a cada una con gesto serio. — Sí, es la niñera, pero se llama Galilea y así se le tratará, dudo mucho que a usted le guste ser tratada como “la tía solterona de Cecilia” — habló, inescrutable. Bruna apretó los dientes y regresó a su plato. El brasileño también regresó al suyo y oteó discretamente el reloj que colgaba en su muñeca; habían pasado diez minutos desde que dieron las ocho. ¿No pensaba