Galilea se tensó contra el respaldo de la camilla cuando lo miró bajo el marco de la puerta con expresión gélida, casi inescrutable. Tenía las manos metidas dentro de los bolsillos de su pantalón y la vista clavada en el enorme ramo de rosas rojas que todavía no entendía que hacían allí. Se mordió el labio inferior con ternura, todavía recordando sus músculos duros, su ser clavado entre sus piernas, poseyéndola.— Son bonitas… ¿algún pretendiente? — deseó saber sin poder contenerse más, con los dientes apretados y los puños también.Ella en seguida sintió un pequeño rubor quemarle las mejillas, y el sol, aunque empezaba a filtrarse tímido esa mañana a través de la ventana, no era el causante.— No, yo… yo no sé quién las ha enviado — dijo, tímida, ahora más que sonrojada con cada paso que él daba.— Tiene una tarjeta — dijo, no, casi gruñó, de verdad que deseaba saber quién era el hombre detrás del ramo de flores o juraba por dios que los celos se lo comerían como cientos de pirañas.
Cristopher salió del hospital y dejó a cargo de una enfermera las pertenencias de Galilea y un número de teléfono a donde pudieran llamarlo en caso de que las cosas con ella complicaran o simplemente surgiera algo en su ausencia.Se instaló en la suite de un hotel cercano y allí tomó una ducha rápida, trabajó un poco a través del computador que le había hecho llegar uno de sus empleados y en el transcurso de la tarde llamó un par de veces al hospital para informarse de su estado.El siguiente par de horas las pasó increíblemente ansioso, no podía concentrarse lo suficiente en sus pendientes por estar pensando en ella, en esas terribles ganas que tenía de rodearla cálidamente con sus brazos y brindarle un poco de ese consuelo que muchas veces a él también le hacía falta.Como a eso de las tres, su necesidad pudo más que él, así que dejó tirado todo lo que estaba haciendo y regresó al hospital, caminando, pues quedaba simplemente a una cuadra.Galilea despertó con mejor semblante esa ta
Cristopher la miró con fijeza; y aunque ella correspondió a ese encuentro con absoluta ternura y ese brillo tan particular que siempre había en su mirada, no pudo leer esa “transparencia” de la que su amigo le había dicho que gozaba. Esa ninfa roja seguía siendo un misterio para él, algo que le inquietaba, por lo que querer saber más de ella, de su vida, era algo que seguía intensificándose cada vez un poco más.Con demasiada lentitud, ocultó un mechoncito salvaje detrás de su oreja y la acarició tiernamente durante todo el proceso. Ella tenía los párpados cerrados y pudo notar que respiraba con dificultad, que temblaba; por un momento creyó que se desvanecería en el piso si no la sujetaba firmemente de la cintura.Fue lo que hizo y ella tragó angustiaba por el contacto cuando la pegó más contra él, como si ese fuese su lugar, como si lo hubiesen diseñado para encajar.De a poco, las yemas de sus dedos fueron descendiendo y haciéndose su propio camino hasta acunar uno de sus glúteos.
No podía seguir con aquel jueguito de toma y quita. Cada vez que se veían era una bomba de tiempo a punto de estallar, disfrutaban sin límites o como si el mañana no existiese, pero después… después todo era tensión e indiferencia. Se terminó de vestir y bajó a cenar como de costumbre. En la mesa ya lo esperaban Bruna y Caterina, perfectamente acicaladas y ocupando sus respectivos puestos en la mesa. — ¿Galilea no bajará a cenar? — preguntó la segunda al ver que solo eran ellos tres. — No la tutees, es la niñera — le recordó su hermana con postura erguida. Cristo alzó la vista y las miró a cada una con gesto serio. — Sí, es la niñera, pero se llama Galilea y así se le tratará, dudo mucho que a usted le guste ser tratada como “la tía solterona de Cecilia” — habló, inescrutable. Bruna apretó los dientes y regresó a su plato. El brasileño también regresó al suyo y oteó discretamente el reloj que colgaba en su muñeca; habían pasado diez minutos desde que dieron las ocho. ¿No pensaba
Todavía estaba agitada cuando entró a su habitación y corrió hasta el cuarto de baño, allí se humedeció el rostro y el cuello, trazando débiles y tímidas caricias por los rincones que él había recorrido con sus labios y que aún guardaban su sabor, la ternura de un ligero y casi majestuoso contacto.Se miró al espejo, estaba roja y tenía el labio inferior un poco hinchado; sonrió como una tonta sin poder evitarlo. ¿Qué estaba haciendo? Ese era el comportamiento de una quinceañera, ya no tenía cara para decirse a sí misma que todo aquello estaba mal, terrible, que ni siquiera debió ocurrir una primera vez, tampoco una segunda, pero, aun así, no podía borrar de su interior esa terrible necesidad que la empujaba a querer ser poseída por un hombre como él, de su talla y porte, grande, fiero, insaciable.¿Cómo diablos esa mujer podía encenderlo hasta el punto de dejarlo tieso durante una hora? Fue lo que pensó Cristopher, es que ya no se reconocía a sí mismo, por amor a dios, esa flacucha s
El resto de ese día estuvo más inquieto que de costumbre, encendió la fogata como había prometido a su hija y allí estuvieron un rato, los tres, divirtiéndose con las ocurrencias de la niña y compartiendo muy de vez en cuando esas miradas cargadas fuego, electricidad, ajenos por un segundo al entorno que los rodeaba; lo cierto era que el brasileño se sentía demasiado intrigado por lo que esa mujer despertaba en él, y ella… bueno, ella no se sentía muy diferente, ese hombre le atraía muchísimo, tanto que no podía pensar con claridad cuando estaba cerca de él, cuando la tocaba, cuando susurraba palabras que la hacían pasto de sus instintos más carnales.Como a eso de las nueve apagaron el fuego, claro, el de la fogata, pues el de ellos al parecer seguía más vivo que horas antes. Subieron en completo en silencio, mirándose de reojo y conteniendo esas terribles ganas que tenían de saltar el uno sobre la otra. Ella ya lo tenía todo preparado en la habitación de la muñequita para hacer la p
Ella lo tomó por la camisa y lo saboreó desesperada, aceptando el embate de su lengua dentro de su cavidad, adueñándose hasta del último gramo de aliento que pudiese existir en ella. Gimió, consiguiendo una respuesta rápida de sus manos en torno a su cintura, apretándola, marcándolas como suyas.Se hizo de los botones de su camisa al tiempo que él levantaba el vestido y se separaba solo un par de segundos para sacárselo por los brazos y regresar a ese delicioso contacto que para ese punto ya lo tenía irreversiblemente atrapado.Tan pronto estuvieron en ropa interior, la elevó del suelo e hizo que sus piernas se enroscaran a su cintura mientras él los guiaba entre besos y jadeos al interior de la habitación. Ese día había sido por demás agonizante, deus, había estado esperando tanto por ese momento que no podía contenerse un segundo más, quería estar en su interior, invadiéndola como un salvaje, tomándolo todo de ella y entregándole todo de sí mismo.Caminó a ciegas hasta la cama y all
El día siguiente lo pasó con el estómago cosquilleándole a toda hora, y es que si no se concentraba lo suficiente en lo que hacía, podía recordar las cosas que hicieron ese martes por la noche, y los días anteriores a ese y un poco antes también.La realidad de todo aquello es que la tenía deseándolo a cada segundo, evocándolo como una quinceañera y añorando cada segundo su contacto, sus besos.Era increíble todo lo que provocaba en su sistema con una caricia, un roce involuntario. Cualquier cosa que hiciera sobre su piel encendía partes de ella que hasta ahora no sabía que existían.Por su parte, Cristo no se sentía muy diferente a ella, ya había reconocido que esa mujer le atraía de una forma desmedida y lo seguro que estaba de querer tenerla en su cama; sin embargo, su actitud gélida e indiferente con respecto a lo que habían acordado lo tenía más que inquieto, intrigado, lo estaba dominando sin preverlo y eso era algo que jamás se había permitido a sí mismo, ni siquiera con Cecili