Capítulo 2: El día que todo cambió

La rutina en la casa de Leonardo transcurría con la misma monotonía de siempre. Cada empleado conocía su lugar y sus tareas, y la joven que había empezado a trabajar allí no era la excepción.

Luego de esa interacción, quiso saber su nombre, algo que no solía importarle de los empleados de trabajos comunes. Su ama de llaves, la señora Lucía, como si supiera lo que Leonardo quería, un día le llamó la atención a la chica.

—¡Camila Álvarez, deja eso! Para eso están los muchachos, es demasiado peso.

Por respuesta solo oyeron una risa alegre y una disculpa. Y por alguna extraña razón, Leonardo sonrió al ver a la muchacha caminar a la casa relajada y divertida por la reacción de su jefa.

Desde el primer día, demostró ser eficiente, tranquila y amable. Su dulzura resultaba casi exasperante para Leonardo, quien estaba acostumbrado a la distancia y la frialdad. Pero ella no se inmutaba ante su carácter. No parecía alterarse por su malhumor ni se intimidaba con su tono cortante, mucho menos a si estaba presente cuando estaba cumpliendo con sus deberes diarios. Simplemente sonreía y seguía con su trabajo.

Leonardo comenzó a notarla más de lo que le hubiera gustado admitir. Observó cómo los demás empleados le tomaban aprecio rápidamente. Siempre estaba dispuesta a ayudar, nunca se quejaba y parecía disfrutar de los pequeños momentos, como cuando tarareaba mientras limpiaba los ventanales o cuando se detenía a acomodar una flor en un jarrón con una sonrisa satisfecha.

Sin embargo, esa mañana algo era distinto. Leonardo notó que la joven se movía con menos energía de lo habitual. Había algo en su expresión, un leve pálido en su piel, un gesto de fatiga en su mirada. No le dio mayor importancia al principio, no era su problema si ella no se sentía bien, a él solo le importaba que cumpliera con el trabajo para el que se le pagaba.

Pero entonces, sucedió.

Fue en la cocina, mientras acomodaba los platos en la alacena. Sus manos temblaron por un instante y tuvo que apoyarse en el mesón para no perder el equilibrio. Uno de los empleados la miró con preocupación.

—¿Estás bien?

Ella trató de sonreír y asintió, pero antes de que pudiera responder con palabras, su cuerpo cedió ante el malestar que la aquejaba. Sus piernas se doblaron y, en cuestión de segundos, se desvaneció en el suelo.

La conmoción fue inmediata. Los empleados se acercaron rápidamente, intentando despertarla. Al percatarse de un incidente que alborotaba a los empleados, Leonardo frunció el ceño y giró su silla de ruedas en dirección a la cocina.

—¿Qué está pasando? —exigió saber, su tono firme.

Uno de los empleados le explicó rápidamente la situación. Leonardo se acercó a verla, la observó, inconsciente en el suelo, y sintió una sensación extraña en el pecho. Era algo entre preocupación y molestia, como si esa escena despertara algo que no quería reconocer.

—Levántenla y déjenla en mi regazo, la llevaremos a mi habitación —dijo mirando a la señora Lucía y ella corrió a despejar todo para ir hasta allá—. Y llamen a un médico. ¡Ahora!

A pesar de su frialdad habitual, su voz sonó autoritaria y sin margen de discusión. Dos empleados la tomaron con cuidado y la acomodaron en el regazo de su jefe, quien con una mano le sostuvo la cabeza contra su pecho y con la otra manejó la silla. Leonardo la miró en detalle, sus labios entreabiertos y su rostro pálido, su respiración débil. Toda ella lo invitaba a protegerla, sin saber por qué.

Al llegar a su cuarto, ordenó a los hombres que la acomodaran en su cama, dejando a todos sorprendidos, porque aquella deferencia era extraña en él. Leonardo pasó de las miradas curiosas de sus empleados, ya los pondría en su lugar después. Solo se mantuvo en silencio, quedándose en la puerta mientras la acomodaban en la cama y esperaban al doctor.

Cuando el médico llegó, Leonardo no se movió de su lugar. Observó en silencio mientras el hombre la revisaba. No entendía por qué estaba allí. Podría haber vuelto a su estudio y dejar que los empleados se encargaran, pero algo en él lo retenía.

La joven comenzó a despertar lentamente justo cuando el médico terminaba de examinarla.

—¿Qué sucede? —preguntó con voz débil, mirándolos a todos con cierta confusión.

El doctor le dirigió una mirada amable.

—Te desmayaste, ahora necesito que me respondas unas preguntas —ella asintió, pero al ver a Leonardo en la puerta, su mirada bajo a sus manos al darse cuenta de dónde estaba.

El doctor se giró a Leonardo.

—Señor McMillan, ¿podría darme privacidad con la paciente, por favor?

Leonardo solo movió su cabeza y dejó el cuarto, cerrando la puerta tras de sí, pero sin apartarse mucho de allí. Solo Lucía permanecía pendiente de la muchacha, los demás habían regresado a sus labores.

Un tiempo después, el que a Leonardo le pareció eterno, el doctor abrió la puerta y lo dejó entrar.

—Le he hecho un análisis rápido —le dijo, pero Leonardo no comprendió de inmediato.

Solo se acercó a la cama, en donde ella estaba sentada con aspecto de fatiga y nerviosismo. Su primer impulso fue tomarle la mano, pero desistió.

Pero no tuvo tiempo para analizar nada. El doctor interrumpió su indecisión con palabras firmes.

—Estás embarazada, muchacha.

El silencio que siguió fue abrumador.

La joven abrió los ojos con sorpresa. Sus labios temblaron y, antes de que nadie pudiera reaccionar, comenzó a llorar. Un llanto silencioso al principio, pero que pronto se convirtió en sollozos incontrolables. Se tapó el rostro con las manos, como si quisiera desaparecer.

Lucía y el médico intercambiaron miradas, sin saber qué decir. Pero fue Leonardo quien rompió el silencio.

—Así que por eso te desmayaste —comentó con voz neutra, aunque su mirada estaba fija en ella.

La joven no respondió. Sus hombros temblaban por el llanto. Luego, con dificultad, levantó la cabeza y miró a Leonardo con ojos enrojecidos.

—Perdón por todo, señor. Si... si quiere despedirme, lo entenderé —susurró, su voz entrecortada por la incertidumbre.

Hubo un silencio tenso. Leonardo la miró con expresión inescrutable. Aún podía despedirla. Aún podía deshacerse de ese problema y seguir con su vida sin complicaciones.

Pero por alguna razón, las palabras de la joven lo hicieron recordar otra escena, muchos años atrás.

Emma, con el rostro bañado en lágrimas, implorando por él. Su voz temblorosa diciéndole que lo amaba, que estaba esperando a su bebé, y él, tan frío como siempre, dándole la espalda sin un atisbo de remordimiento por haberla usado.

No. No cometería el mismo error dos veces.

—No es necesario —respondió finalmente, con una voz que sorprendió incluso a él mismo.

La joven lo miró, confundida.

—Mientras puedas seguir cumpliendo con algunas tareas, puedes quedarte —aclaró—. No me gusta perder empleados eficientes.

Leonardo giró su silla y salió de la habitación sin decir nada más.

Era una mentira. Sí, era eficiente, pero él no había pensado en despedirla ni por un segundo. Aun así, se negaba a admitir que simplemente no quería verla partir.

La joven asintió con los ojos llenos de gratitud y se secó las lágrimas con la manga de su blusa. Lo que no sabía era que ese simple acto marcaría el verdadero inicio de un cambio en la vida de los dos.

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