Leonardo McMillan no era un hombre que disfrutara las reuniones sociales. Le incomodaban las charlas triviales, los halagos interesados y las sonrisas falsas que poblaban esos eventos. Para él, todo se reducía a negocios, números y estrategias. Sin embargo, en el mundo de las inversiones, algunas cosas eran inevitables. Las cenas con socios potenciales estaban dentro de esa categoría.
Aquella noche, su casa sería el escenario de una de esas cenas formales, una reunión clave con un empresario de gran influencia en el mercado europeo. No era algo que lo entusiasmara, pero era un paso necesario para afianzar ciertos acuerdos y expandir su presencia en el sector.
Desde temprano, Leonardo había dado instrucciones precisas a su personal para que todo estuviera impecable. Nada debía fallar, la elegancia y la eficiencia eran imprescindibles en una noche como aquella.
Pero los planes, por muy meticulosos que fueran, rara vez salían exactamente como uno los había concebido.
Horas antes del evento, uno de los empleados encargados del servicio de la mesa enfermó repentinamente. La ama de llaves, con evidente preocupación, se acercó a Leonardo para informarle del problema.
—Camila podría ayudar —sugirió con cautela—. Es discreta y servicial. Sabe cómo manejarse con los invitados.
Leonardo frunció el ceño. Desde el incidente de hace unos días, había mantenido cierta distancia con ella, no porque fuera necesario, sino porque lo prefería.
No quería admitirlo, pero la imagen de Camila regresando destrozada de su encuentro con el padre de su hijo aún lo perseguía. Podía recordar con claridad la forma en que había entrado aquella noche, con el rostro demacrado, los ojos hinchados por el llanto y los hombros caídos en una derrota que no intentó disimular.
Le molestaba recordar lo frágil que se había visto.
—Dile que lo haga —respondió finalmente con voz firme, desviando la mirada—. Pero que se asegure de no cometer errores.
No había razón para que ese asunto lo afectara. Se convenció a sí mismo de ello.
La cena comenzó puntualmente.
Los invitados eran hombres influyentes, ejecutivos de alto nivel acostumbrados a moverse en círculos exclusivos. Había formalidad en cada uno de sus gestos, en la forma en que estrechaban las manos, en la manera en que conversaban con una estudiada cortesía.
Camila, vestida con un uniforme sobrio, iba y venía entre las mesas con discreción, sirviendo copas y retirando platos vacíos con la eficiencia de alguien que conocía bien su labor.
Leonardo intentó concentrarse en la conversación, pero sin darse cuenta, sus ojos la buscaban de vez en cuando. Algo en él estaba siempre atento a sus movimientos, a su expresión serena, pero ensombrecida.
Entonces, ocurrió.
Camila cruzó la puerta del comedor con una bandeja en las manos, preparada para servir el siguiente plato. Pero en cuanto sus ojos se posaron en uno de los invitados, su cuerpo entero se paralizó.
La transformación en su rostro fue inmediata. En un instante, su piel perdió todo color, sus labios se separaron apenas, y un temblor imperceptible recorrió sus manos.
Horror. Incredulidad. Miedo.
La expresión de sus ojos fue un reflejo absoluto del pánico, y Leonardo lo notó al instante.
Frunció el ceño y siguió su mirada hasta el hombre al otro lado de la mesa.
Era un joven empresario, con el porte de alguien acostumbrado a obtener lo que quiere. Alto, elegante, con rasgos bien definidos y una confianza que bordeaba la arrogancia. Su traje estaba impecablemente cortado, su sonrisa era la de alguien que nunca había conocido el fracaso.
Un hombre que se veía como él, antes de su accidente.
El temblor en las manos de Camila se hizo más evidente, sobre todo cuando notó que el hombre tomaba la mano de su prometida, una hermosa mujer, pero que solo guardaba silencio porque no sabía qué decir. Trató de sostener la bandeja con fuerza, pero el impacto de la sorpresa había sido demasiado.
Los platos resbalaron de sus dedos y se estrellaron contra el suelo con un estruendo ensordecedor.
El sonido rebotó en las paredes del comedor, y el silencio que siguió fue absoluto.
Todos los invitados giraron la cabeza hacia Camila, algunos con sorpresa, otros con visible desaprobación. La joven se quedó congelada en su lugar, incapaz de reaccionar. Sus labios se entreabrieron como si intentara formular una disculpa, pero ninguna palabra salió de su boca.
Era como si su mundo entero se hubiera reducido a la figura del hombre sentado en la mesa.
Leonardo observó la escena con una expresión indescifrable.
En otra situación, habría reaccionado con frialdad. Tal vez incluso con desdén. No era un hombre paciente con la incompetencia, y un error como aquel, frente a socios importantes, habría sido inaceptable.
Pero esta vez…
Algo en su interior se sintió extrañamente irritado. El pánico de Camila no era simple nerviosismo. Había algo más, algo que la estaba destrozando desde adentro.
Sin apartar la vista de ella, Leonardo habló con voz firme.
—Vete a descansar. Más tarde hablaremos tú y yo.
Camila levantó la mirada, desconcertada por la orden de su jefe. Parecía esperar un regaño, una humillación pública, cualquier cosa menos esa orden tranquila.
Algunos de los invitados también se mostraron sorprendidos. Pero Leonardo no ofreció explicaciones.
Camila no dudó en obedecer, en su interior lo agradeció como nunca. Con pasos temblorosos, salió del comedor sin decir una palabra.
Más tarde esa noche, cuando la casa ya estaba en calma, Leonardo dirigió su silla de ruedas hacia el pasillo donde se encontraba la habitación de Camila.
Se detuvo frente a su puerta y tocó con suavidad.
No hubo respuesta al principio. Pero después de unos segundos, la joven abrió con cautela. Sus ojos todavía estaban rojos de tanto llorar, su piel parecía más pálida de lo habitual, y sus labios, resecos, temblaban levemente.
Leonardo no era alguien que soliera mostrarse paciente con los problemas ajenos. No tenía tiempo ni interés en asuntos emocionales. Pero por alguna razón, esta vez no sintió urgencia por acabar rápido con la conversación.
—¿Quieres decirme qué demonios fue eso? —preguntó sin rodeos. Camila tragó saliva y apartó la mirada.
No parecía querer responder. Pero al final, con un susurro apenas audible, dejó escapar la verdad.
—Es él.
Leonardo entrecerró los ojos.
—¿El padre del bebé?
Ella asintió. Su voz tembló cuando agregó.
—No lo había visto desde que me rechazó. Desde que me dijo que no podía arruinar su vida con un hijo que nunca quiso. Siempre me hizo creer que era alguien sencillo, de esfuerzo, hasta que le dije la verdad.
Leonardo apretó la mandíbula. Las piezas comenzaron a encajar en su mente.
—Así que es un cobarde.
Camila soltó una risa amarga.
—No solo eso. Es un hombre poderoso. Su familia tiene un imperio y está comprometido con una mujer de su mismo círculo. No podía permitirse un escándalo. Cuando le dije que estaba embarazada, me dio dinero y me pidió que desapareciera.
Leonardo sintió una oleada de rabia.
Él también había abandonado a Emma cuando se enteró de su embarazo, pero nunca lo hizo por miedo a un escándalo. Fue por puro egoísmo.
Vio el rostro de Camila y, por primera vez, se permitió reconocer la verdad: ella era un reflejo de Emma.
Y su situación removía una parte de su pasado que creía enterrada.
Leonardo inspiró profundamente. Miró a Camila a los ojos y le dijo con seriedad.
—No tienes que enfrentarlo sola.
Ella parpadeó, sorprendida. Pero antes de que pudiera responder, Leonardo ya había girado su silla y se había marchado. No tenía idea de por qué había dicho eso.
Solo sabía que, esta vez, no se quedaría de brazos cruzados.
Leonardo había pasado toda la noche en vela. La conversación con Camila seguía dando vueltas en su cabeza, como una melodía molesta que se repetía una y otra vez. No lograba apartar de su mente la imagen de ella, con los ojos enrojecidos por el llanto, confesándole que había sido abandonada por el hombre que decía amarla.Cada palabra, cada gesto, cada fragmento de su historia le recordaba de forma insoportable a Emma. Y, sin quererlo, ese bebé en su vientre lo hacía pensar en su hija Eva.Había pensado que lo ocurrido con Emma estaba enterrado en el pasado. Que su decisión había sido definitiva y que, aunque el arrepentimiento existía, no cambiaría nada. Que podía seguir adelante sin remordimientos, sin mirar atrás. Pero ahora, con Camila frente a él, revivía el mismo dolor, pero desde una perspectiva diferente.No era el mismo hombre que había sido antes. Pero entonces, ¿en qué se había convertido?La madrugada avanzó lenta, arrastrándolo en pensamientos que no le daban tregua. Se m
Camila pasó toda la noche dándole vueltas a la propuesta de Leonardo. Su mente no encontraba descanso, atrapada en un torbellino de dudas, pensamientos y miedos que la mantenían en vela.¿Por qué él, un hombre que no se molestaba en ser amable con nadie, querría ayudarla? ¿Por qué se había ofrecido a hacerse cargo de su hijo cuando no tenía ninguna obligación?No encontraba respuestas a esas preguntas y eso era lo peor que le estaba pasando en ese momento, porque le agregaba más incertidumbre a su situación.Cada vez que cerraba los ojos, recordaba la forma en que él la había mirado cuando le ofreció su ayuda: su tono seco, su expresión impenetrable, pero también esa determinación con la que había hablado. No parecía un hombre que dijera cosas sin pensarlo, y si había tomado esa decisión, debía de haber una razón.Pero… ¿cuál?Acostada en su cama, se imaginó sentir las primeras pataditas de su bebé. Sonrió con ternura y acarició su vientre con delicadeza.—No importa lo que pase, yo s
Camila despertó con una extraña sensación de pesadez en el pecho. Se sentía agotada, aunque había dormido varias horas seguidas. A pesar del descanso, su mente seguía atrapada en una maraña de pensamientos confusos, enredada en lo que había sucedido con Leonardo el día anterior.Aceptó su ayuda, es verdad. Pero eso no significaba que todo estuviera bien.Suspiró con cansancio y se incorporó lentamente, llevando las manos a su vientre. Su bebé era todo lo que importaba ahora, pero desde su pequeño refugio le daba las fuerzas para levantarse y salir adelante.—Buenos días, pequeño —murmuró con una sonrisa cansada, acariciando su vientre con ternura.Lo único que le importaba era él. Su hijo. Su razón de ser. Pero cuando alzó la vista, su expresión cambió por completo.En la esquina de su habitación, donde antes solo había un espacio vacío, ahora había una cuna de madera blanca con finos acabados. Justo a su lado, sobre una mesita, había varias bolsas cuidadosamente acomodadas con ropa d
Leonardo miró por la ventana de su residencia en España, observando la vasta extensión de terreno que rodeaba su propiedad. Había escogido ese lugar con una razón específica: alejarse del mundo, de la gente, de los recuerdos que lo atormentaban. Necesitaba espacio, aire, silencio. Cualquier cosa que lo hiciera olvidar la rabia que todavía ardía en su interior.Un año y medio había pasado desde el accidente. Cuatro años habían pasado desde que su vida se partió en dos. Antes, había sido un hombre poderoso, temido, respetado en los negocios. Ahora, apenas era una sombra de lo que fue. Su cuerpo le fallaba, su orgullo estaba herido, y su carácter se había agriado hasta volverse insoportable para la mayoría de las personas. No le importaba. No necesitaba que nadie lo quisiera.Lo que más le dolía no era la pérdida de su movilidad, sino la traición. Su exnovia, la mujer que le juró amor eterno cuando era un hombre completo, lo abandonó cuando quedó claro que él no volvería a caminar. Se lo
La rutina en la casa de Leonardo transcurría con la misma monotonía de siempre. Cada empleado conocía su lugar y sus tareas, y la joven que había empezado a trabajar allí no era la excepción.Luego de esa interacción, quiso saber su nombre, algo que no solía importarle de los empleados de trabajos comunes. Su ama de llaves, la señora Lucía, como si supiera lo que Leonardo quería, un día le llamó la atención a la chica.—¡Camila Álvarez, deja eso! Para eso están los muchachos, es demasiado peso.Por respuesta solo oyeron una risa alegre y una disculpa. Y por alguna extraña razón, Leonardo sonrió al ver a la muchacha caminar a la casa relajada y divertida por la reacción de su jefa.Desde el primer día, demostró ser eficiente, tranquila y amable. Su dulzura resultaba casi exasperante para Leonardo, quien estaba acostumbrado a la distancia y la frialdad. Pero ella no se inmutaba ante su carácter. No parecía alterarse por su malhumor ni se intimidaba con su tono cortante, mucho menos a si
Los días siguientes transcurrieron con una normalidad tensa en la casa. Camila continuó con su trabajo, cumpliendo con cada tarea con la misma dedicación de siempre, pero Leonardo notaba lo evidente: su mirada ya no tenía el mismo brillo. Había algo en sus movimientos, en la manera en que se detenía por segundos a observar la nada, en su sonrisa que ya no era tan genuina.Algo había cambiado en ella.La veía a menudo en la cocina, fregando platos con una expresión ausente, o en el jardín, con la mirada perdida en el cielo mientras el viento agitaba su cabello. Pero lo que más le llamaba la atención era ese gesto inconsciente que hacía cuando creía que nadie la miraba: acariciaba su vientre con delicadeza, como si intentara convencerse de que aquel pequeño ser que crecía dentro de ella no era un error, como si buscara en su propio cuerpo la seguridad que no encontraba en el mundo.Leonardo intentó convencerse de que no era su problema. No le importaba lo que ocurriera con ella, se repe