Capítulo 4: Un reflejo del pasado

Leonardo McMillan no era un hombre que disfrutara las reuniones sociales. Le incomodaban las charlas triviales, los halagos interesados y las sonrisas falsas que poblaban esos eventos. Para él, todo se reducía a negocios, números y estrategias. Sin embargo, en el mundo de las inversiones, algunas cosas eran inevitables. Las cenas con socios potenciales estaban dentro de esa categoría.

Aquella noche, su casa sería el escenario de una de esas cenas formales, una reunión clave con un empresario de gran influencia en el mercado europeo. No era algo que lo entusiasmara, pero era un paso necesario para afianzar ciertos acuerdos y expandir su presencia en el sector.

Desde temprano, Leonardo había dado instrucciones precisas a su personal para que todo estuviera impecable. Nada debía fallar, la elegancia y la eficiencia eran imprescindibles en una noche como aquella.

Pero los planes, por muy meticulosos que fueran, rara vez salían exactamente como uno los había concebido.

Horas antes del evento, uno de los empleados encargados del servicio de la mesa enfermó repentinamente. La ama de llaves, con evidente preocupación, se acercó a Leonardo para informarle del problema.

—Camila podría ayudar —sugirió con cautela—. Es discreta y servicial. Sabe cómo manejarse con los invitados.

Leonardo frunció el ceño. Desde el incidente de hace unos días, había mantenido cierta distancia con ella, no porque fuera necesario, sino porque lo prefería.

No quería admitirlo, pero la imagen de Camila regresando destrozada de su encuentro con el padre de su hijo aún lo perseguía. Podía recordar con claridad la forma en que había entrado aquella noche, con el rostro demacrado, los ojos hinchados por el llanto y los hombros caídos en una derrota que no intentó disimular.

Le molestaba recordar lo frágil que se había visto.

—Dile que lo haga —respondió finalmente con voz firme, desviando la mirada—. Pero que se asegure de no cometer errores.

No había razón para que ese asunto lo afectara. Se convenció a sí mismo de ello.

La cena comenzó puntualmente.

Los invitados eran hombres influyentes, ejecutivos de alto nivel acostumbrados a moverse en círculos exclusivos. Había formalidad en cada uno de sus gestos, en la forma en que estrechaban las manos, en la manera en que conversaban con una estudiada cortesía.

Camila, vestida con un uniforme sobrio, iba y venía entre las mesas con discreción, sirviendo copas y retirando platos vacíos con la eficiencia de alguien que conocía bien su labor.

Leonardo intentó concentrarse en la conversación, pero sin darse cuenta, sus ojos la buscaban de vez en cuando. Algo en él estaba siempre atento a sus movimientos, a su expresión serena, pero ensombrecida.

Entonces, ocurrió.

Camila cruzó la puerta del comedor con una bandeja en las manos, preparada para servir el siguiente plato. Pero en cuanto sus ojos se posaron en uno de los invitados, su cuerpo entero se paralizó.

La transformación en su rostro fue inmediata. En un instante, su piel perdió todo color, sus labios se separaron apenas, y un temblor imperceptible recorrió sus manos.

Horror. Incredulidad. Miedo.

La expresión de sus ojos fue un reflejo absoluto del pánico, y Leonardo lo notó al instante.

Frunció el ceño y siguió su mirada hasta el hombre al otro lado de la mesa.

Era un joven empresario, con el porte de alguien acostumbrado a obtener lo que quiere. Alto, elegante, con rasgos bien definidos y una confianza que bordeaba la arrogancia. Su traje estaba impecablemente cortado, su sonrisa era la de alguien que nunca había conocido el fracaso.

Un hombre que se veía como él, antes de su accidente.

El temblor en las manos de Camila se hizo más evidente, sobre todo cuando notó que el hombre tomaba la mano de su prometida, una hermosa mujer, pero que solo guardaba silencio porque no sabía qué decir. Trató de sostener la bandeja con fuerza, pero el impacto de la sorpresa había sido demasiado.

Los platos resbalaron de sus dedos y se estrellaron contra el suelo con un estruendo ensordecedor.

El sonido rebotó en las paredes del comedor, y el silencio que siguió fue absoluto.

Todos los invitados giraron la cabeza hacia Camila, algunos con sorpresa, otros con visible desaprobación. La joven se quedó congelada en su lugar, incapaz de reaccionar. Sus labios se entreabrieron como si intentara formular una disculpa, pero ninguna palabra salió de su boca.

Era como si su mundo entero se hubiera reducido a la figura del hombre sentado en la mesa.

Leonardo observó la escena con una expresión indescifrable.

En otra situación, habría reaccionado con frialdad. Tal vez incluso con desdén. No era un hombre paciente con la incompetencia, y un error como aquel, frente a socios importantes, habría sido inaceptable.

Pero esta vez…

Algo en su interior se sintió extrañamente irritado. El pánico de Camila no era simple nerviosismo. Había algo más, algo que la estaba destrozando desde adentro.

Sin apartar la vista de ella, Leonardo habló con voz firme.

—Vete a descansar. Más tarde hablaremos tú y yo.

Camila levantó la mirada, desconcertada por la orden de su jefe. Parecía esperar un regaño, una humillación pública, cualquier cosa menos esa orden tranquila.

Algunos de los invitados también se mostraron sorprendidos. Pero Leonardo no ofreció explicaciones.

Camila no dudó en obedecer, en su interior lo agradeció como nunca. Con pasos temblorosos, salió del comedor sin decir una palabra.

Más tarde esa noche, cuando la casa ya estaba en calma, Leonardo dirigió su silla de ruedas hacia el pasillo donde se encontraba la habitación de Camila.

Se detuvo frente a su puerta y tocó con suavidad.

No hubo respuesta al principio. Pero después de unos segundos, la joven abrió con cautela. Sus ojos todavía estaban rojos de tanto llorar, su piel parecía más pálida de lo habitual, y sus labios, resecos, temblaban levemente.

Leonardo no era alguien que soliera mostrarse paciente con los problemas ajenos. No tenía tiempo ni interés en asuntos emocionales. Pero por alguna razón, esta vez no sintió urgencia por acabar rápido con la conversación.

—¿Quieres decirme qué demonios fue eso? —preguntó sin rodeos. Camila tragó saliva y apartó la mirada.

No parecía querer responder. Pero al final, con un susurro apenas audible, dejó escapar la verdad.

—Es él.

Leonardo entrecerró los ojos.

—¿El padre del bebé?

Ella asintió. Su voz tembló cuando agregó.

—No lo había visto desde que me rechazó. Desde que me dijo que no podía arruinar su vida con un hijo que nunca quiso. Siempre me hizo creer que era alguien sencillo, de esfuerzo, hasta que le dije la verdad.

Leonardo apretó la mandíbula. Las piezas comenzaron a encajar en su mente.

—Así que es un cobarde.

Camila soltó una risa amarga.

—No solo eso. Es un hombre poderoso. Su familia tiene un imperio y está comprometido con una mujer de su mismo círculo. No podía permitirse un escándalo. Cuando le dije que estaba embarazada, me dio dinero y me pidió que desapareciera.

Leonardo sintió una oleada de rabia.

Él también había abandonado a Emma cuando se enteró de su embarazo, pero nunca lo hizo por miedo a un escándalo. Fue por puro egoísmo.

Vio el rostro de Camila y, por primera vez, se permitió reconocer la verdad: ella era un reflejo de Emma.

Y su situación removía una parte de su pasado que creía enterrada.

Leonardo inspiró profundamente. Miró a Camila a los ojos y le dijo con seriedad.

—No tienes que enfrentarlo sola.

Ella parpadeó, sorprendida. Pero antes de que pudiera responder, Leonardo ya había girado su silla y se había marchado. No tenía idea de por qué había dicho eso.

Solo sabía que, esta vez, no se quedaría de brazos cruzados.

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