Los días siguientes transcurrieron con una normalidad tensa en la casa. Camila continuó con su trabajo, cumpliendo con cada tarea con la misma dedicación de siempre, pero Leonardo notaba lo evidente: su mirada ya no tenía el mismo brillo. Había algo en sus movimientos, en la manera en que se detenía por segundos a observar la nada, en su sonrisa que ya no era tan genuina.
Algo había cambiado en ella.
La veía a menudo en la cocina, fregando platos con una expresión ausente, o en el jardín, con la mirada perdida en el cielo mientras el viento agitaba su cabello. Pero lo que más le llamaba la atención era ese gesto inconsciente que hacía cuando creía que nadie la miraba: acariciaba su vientre con delicadeza, como si intentara convencerse de que aquel pequeño ser que crecía dentro de ella no era un error, como si buscara en su propio cuerpo la seguridad que no encontraba en el mundo.
Leonardo intentó convencerse de que no era su problema. No le importaba lo que ocurriera con ella, se repetía. Camila era solo una empleada más en su casa, una muchacha que hacía su trabajo y que en algún momento se marcharía con su propio destino. Pero cada vez que la encontraba sumida en sus pensamientos, cada vez que la veía apartar la vista con tristeza, un extraño malestar se instalaba en su pecho.
Se preguntaba en qué estaría pensando. ¿Le preocupaba el futuro? ¿El padre de ese niño? ¿Se sentía sola?
Un día, mientras revisaba unos documentos en su despacho, oyó un suave golpe en la puerta.
—¿Puedo hablar con usted, señor McMillan? —la voz de Camila era baja, casi temerosa.
Leonardo no levantó la vista. Siguió revisando los papeles con expresión neutra.
—Si es sobre la decoración de la casa o cualquier asunto doméstico, habla con la ama de llaves —respondió con frialdad.
—No es sobre eso —hubo un silencio breve, luego Camila aclaró la garganta—. Quisiera pedirle permiso para salir unas horas esta tarde.
Leonardo alzó la mirada.
—¿Salir?
Camila asintió, nerviosa, y entrelazó los dedos sobre su delantal.
—Sí. Necesito hablar con alguien. Tengo que hablar con el padre de mi hijo.
Un silencio pesado cayó entre ellos. La confesión de Camila flotó en el aire como una aguja invisible, pinchando una incomodidad inesperada dentro de él.
Leonardo sintió algo desagradable en su pecho, una punzada molesta que no supo cómo identificar. Su mandíbula se tensó.
No era asunto suyo. No le importaba. No tenía por qué importarle. Pero ¿entonces por qué le importaba y mucho?
—Haz lo que quieras —dijo con indiferencia, volviendo la vista a sus documentos—. No tengo por qué impedirlo.
Camila esbozó una sonrisa leve, que parecía más un intento de gratitud que verdadera alegría. Se dio la vuelta con rapidez y salió de la habitación, cerrando la puerta con suavidad detrás de ella.
Leonardo dejó caer la pluma que sostenía y apoyó la espalda contra el sillón. Su vista ya no se enfocaba en los papeles.
Se encontró preguntándose cómo sería ese encuentro. ¿Qué le diría aquel hombre? ¿Le pediría que se hiciera responsable? ¿O la rechazaría sin contemplaciones?
¿Por qué demonios le importaba?
«Tal vez porque vez en ella a Emma hace años cuando habló contigo acerca de lo mismo», le dijo su consciencia.
Las horas pasaron, la noche cayó y Camila no había regresado.
Leonardo estaba en el comedor, con un vaso de jugo en la mano, observando el líquido reflejar la tenue luz de la lámpara. Intentaba convencerse de que no le importaba dónde estaba Camila, pero la verdad era que su ausencia le inquietaba.
Seguramente estaba con el padre del bebé, tal vez arreglando las cosas. O peor aún, rogándole que se hiciera cargo.
Y esa imagen lo irritó sin razón aparente.
El sonido de la puerta principal lo sacó de sus pensamientos, a esa hora la puerta de la cocina ya estaba cerrada, por lo que no tenía otro lugar para ingresar a la casa. Instintivamente, giró la cabeza y la vio entrar.
Camila caminaba con los hombros caídos, con la expresión de alguien que acababa de ser destrozado. Su rostro estaba pálido, su mirada apagada y su respiración entrecortada. Sus labios temblaban, había señales de llanto en sus mejillas y enrojecimiento en los ojos, como si hubiera pasado horas luchando contra la desesperación.
Leonardo sintió una presión extraña en el pecho.
«Así debió verse Emma cuando la rechacé, la dejé sola», se dijo. Se acercó a ella, pero la chica parecía no estar atenta a su alrededor, por lo que decidió hablar para romper el pesado silencio.
—Parece que no te fue bien —comentó sin pensar.
Camila se sobresaltó, como si recién notara su presencia.
Parpadeó varias veces, luego se apresuró a limpiarse la cara con la manga de su abrigo, como si intentara borrar las huellas de su tristeza. Algo inútil.
—Estoy bien —murmuró, evitando su mirada.
Leonardo dejó el vaso sobre la mesa y se cruzó de brazos.
—No lo parece.
Camila apretó los labios con fuerza y desvió la vista.
—No tiene sentido hablar de eso.
Su tono seco y defensivo lo molestó. Ella siempre había sido abierta, expresiva, incluso con sus momentos de torpeza. Pero ahora estaba cerrándose en sí misma.
¿Ese hombre la había rechazado?
Pensó en insistir, en obligarla a contarle lo que había ocurrido, pero finalmente suspiró y volvió a tomar su vaso.
—Haz lo que quieras —dijo con indiferencia—. Pero si crees que llorar en silencio va a solucionar algo, estás equivocada.
Camila parpadeó, sorprendida por sus palabras.
Por un momento, pareció a punto de decir algo, pero se limitó a desviar la vista y alejarse con pasos pesados. Siguió su camino a su cuarto y se perdió en la oscuridad del pasillo.
Leonardo no la siguió.
Pero tampoco pudo apartar su imagen de la mente.
Esa noche, Leonardo no pudo dormir.
Se removió en la cama varias veces, pero su mente no dejaba de llevarlo al pasado. A Emma. A la última conversación que tuvieron antes de que él le diera la espalda para siempre.
Recordó su expresión suplicante, sus ojos llenos de miedo y su voz entrecortada.
«—Leonardo, por favor… No nos dejes. No me dejes sola en esto.
Él había sido cruel. No solo la rechazó. La destruyó.
—Tú tomaste la decisión de seguir con ese embarazo. Hazte cargo.»
Aquellas palabras, pronunciadas con frialdad, habían sido el golpe final. Emma se marchó y él no la detuvo.
Ahora, años después, veía a otra mujer en una situación similar.
Abandonada. Desolada.
El peso del arrepentimiento cayó sobre él como una losa. Se pasó una mano por el rostro y se sentó en el borde de la cama. Algo en él estaba cambiando.
Y eso lo aterraba.
Leonardo McMillan no era un hombre que disfrutara las reuniones sociales. Le incomodaban las charlas triviales, los halagos interesados y las sonrisas falsas que poblaban esos eventos. Para él, todo se reducía a negocios, números y estrategias. Sin embargo, en el mundo de las inversiones, algunas cosas eran inevitables. Las cenas con socios potenciales estaban dentro de esa categoría.Aquella noche, su casa sería el escenario de una de esas cenas formales, una reunión clave con un empresario de gran influencia en el mercado europeo. No era algo que lo entusiasmara, pero era un paso necesario para afianzar ciertos acuerdos y expandir su presencia en el sector.Desde temprano, Leonardo había dado instrucciones precisas a su personal para que todo estuviera impecable. Nada debía fallar, la elegancia y la eficiencia eran imprescindibles en una noche como aquella.Pero los planes, por muy meticulosos que fueran, rara vez salían exactamente como uno los había concebido.Horas antes del even
Leonardo había pasado toda la noche en vela. La conversación con Camila seguía dando vueltas en su cabeza, como una melodía molesta que se repetía una y otra vez. No lograba apartar de su mente la imagen de ella, con los ojos enrojecidos por el llanto, confesándole que había sido abandonada por el hombre que decía amarla.Cada palabra, cada gesto, cada fragmento de su historia le recordaba de forma insoportable a Emma. Y, sin quererlo, ese bebé en su vientre lo hacía pensar en su hija Eva.Había pensado que lo ocurrido con Emma estaba enterrado en el pasado. Que su decisión había sido definitiva y que, aunque el arrepentimiento existía, no cambiaría nada. Que podía seguir adelante sin remordimientos, sin mirar atrás. Pero ahora, con Camila frente a él, revivía el mismo dolor, pero desde una perspectiva diferente.No era el mismo hombre que había sido antes. Pero entonces, ¿en qué se había convertido?La madrugada avanzó lenta, arrastrándolo en pensamientos que no le daban tregua. Se m
Camila pasó toda la noche dándole vueltas a la propuesta de Leonardo. Su mente no encontraba descanso, atrapada en un torbellino de dudas, pensamientos y miedos que la mantenían en vela.¿Por qué él, un hombre que no se molestaba en ser amable con nadie, querría ayudarla? ¿Por qué se había ofrecido a hacerse cargo de su hijo cuando no tenía ninguna obligación?No encontraba respuestas a esas preguntas y eso era lo peor que le estaba pasando en ese momento, porque le agregaba más incertidumbre a su situación.Cada vez que cerraba los ojos, recordaba la forma en que él la había mirado cuando le ofreció su ayuda: su tono seco, su expresión impenetrable, pero también esa determinación con la que había hablado. No parecía un hombre que dijera cosas sin pensarlo, y si había tomado esa decisión, debía de haber una razón.Pero… ¿cuál?Acostada en su cama, se imaginó sentir las primeras pataditas de su bebé. Sonrió con ternura y acarició su vientre con delicadeza.—No importa lo que pase, yo s
Camila despertó con una extraña sensación de pesadez en el pecho. Se sentía agotada, aunque había dormido varias horas seguidas. A pesar del descanso, su mente seguía atrapada en una maraña de pensamientos confusos, enredada en lo que había sucedido con Leonardo el día anterior.Aceptó su ayuda, es verdad. Pero eso no significaba que todo estuviera bien.Suspiró con cansancio y se incorporó lentamente, llevando las manos a su vientre. Su bebé era todo lo que importaba ahora, pero desde su pequeño refugio le daba las fuerzas para levantarse y salir adelante.—Buenos días, pequeño —murmuró con una sonrisa cansada, acariciando su vientre con ternura.Lo único que le importaba era él. Su hijo. Su razón de ser. Pero cuando alzó la vista, su expresión cambió por completo.En la esquina de su habitación, donde antes solo había un espacio vacío, ahora había una cuna de madera blanca con finos acabados. Justo a su lado, sobre una mesita, había varias bolsas cuidadosamente acomodadas con ropa d
Leonardo miró por la ventana de su residencia en España, observando la vasta extensión de terreno que rodeaba su propiedad. Había escogido ese lugar con una razón específica: alejarse del mundo, de la gente, de los recuerdos que lo atormentaban. Necesitaba espacio, aire, silencio. Cualquier cosa que lo hiciera olvidar la rabia que todavía ardía en su interior.Un año y medio había pasado desde el accidente. Cuatro años habían pasado desde que su vida se partió en dos. Antes, había sido un hombre poderoso, temido, respetado en los negocios. Ahora, apenas era una sombra de lo que fue. Su cuerpo le fallaba, su orgullo estaba herido, y su carácter se había agriado hasta volverse insoportable para la mayoría de las personas. No le importaba. No necesitaba que nadie lo quisiera.Lo que más le dolía no era la pérdida de su movilidad, sino la traición. Su exnovia, la mujer que le juró amor eterno cuando era un hombre completo, lo abandonó cuando quedó claro que él no volvería a caminar. Se lo
La rutina en la casa de Leonardo transcurría con la misma monotonía de siempre. Cada empleado conocía su lugar y sus tareas, y la joven que había empezado a trabajar allí no era la excepción.Luego de esa interacción, quiso saber su nombre, algo que no solía importarle de los empleados de trabajos comunes. Su ama de llaves, la señora Lucía, como si supiera lo que Leonardo quería, un día le llamó la atención a la chica.—¡Camila Álvarez, deja eso! Para eso están los muchachos, es demasiado peso.Por respuesta solo oyeron una risa alegre y una disculpa. Y por alguna extraña razón, Leonardo sonrió al ver a la muchacha caminar a la casa relajada y divertida por la reacción de su jefa.Desde el primer día, demostró ser eficiente, tranquila y amable. Su dulzura resultaba casi exasperante para Leonardo, quien estaba acostumbrado a la distancia y la frialdad. Pero ella no se inmutaba ante su carácter. No parecía alterarse por su malhumor ni se intimidaba con su tono cortante, mucho menos a si