Capítulo 3: El rechazo

Los días siguientes transcurrieron con una normalidad tensa en la casa. Camila continuó con su trabajo, cumpliendo con cada tarea con la misma dedicación de siempre, pero Leonardo notaba lo evidente: su mirada ya no tenía el mismo brillo. Había algo en sus movimientos, en la manera en que se detenía por segundos a observar la nada, en su sonrisa que ya no era tan genuina.

Algo había cambiado en ella.

La veía a menudo en la cocina, fregando platos con una expresión ausente, o en el jardín, con la mirada perdida en el cielo mientras el viento agitaba su cabello. Pero lo que más le llamaba la atención era ese gesto inconsciente que hacía cuando creía que nadie la miraba: acariciaba su vientre con delicadeza, como si intentara convencerse de que aquel pequeño ser que crecía dentro de ella no era un error, como si buscara en su propio cuerpo la seguridad que no encontraba en el mundo.

Leonardo intentó convencerse de que no era su problema. No le importaba lo que ocurriera con ella, se repetía. Camila era solo una empleada más en su casa, una muchacha que hacía su trabajo y que en algún momento se marcharía con su propio destino. Pero cada vez que la encontraba sumida en sus pensamientos, cada vez que la veía apartar la vista con tristeza, un extraño malestar se instalaba en su pecho.

Se preguntaba en qué estaría pensando. ¿Le preocupaba el futuro? ¿El padre de ese niño? ¿Se sentía sola?

Un día, mientras revisaba unos documentos en su despacho, oyó un suave golpe en la puerta.

—¿Puedo hablar con usted, señor McMillan? —la voz de Camila era baja, casi temerosa.

Leonardo no levantó la vista. Siguió revisando los papeles con expresión neutra.

—Si es sobre la decoración de la casa o cualquier asunto doméstico, habla con la ama de llaves —respondió con frialdad.

—No es sobre eso —hubo un silencio breve, luego Camila aclaró la garganta—. Quisiera pedirle permiso para salir unas horas esta tarde.

Leonardo alzó la mirada.

—¿Salir?

Camila asintió, nerviosa, y entrelazó los dedos sobre su delantal.

—Sí. Necesito hablar con alguien. Tengo que hablar con el padre de mi hijo.

Un silencio pesado cayó entre ellos. La confesión de Camila flotó en el aire como una aguja invisible, pinchando una incomodidad inesperada dentro de él.

Leonardo sintió algo desagradable en su pecho, una punzada molesta que no supo cómo identificar. Su mandíbula se tensó.

No era asunto suyo. No le importaba. No tenía por qué importarle. Pero ¿entonces por qué le importaba y mucho?

—Haz lo que quieras —dijo con indiferencia, volviendo la vista a sus documentos—. No tengo por qué impedirlo.

Camila esbozó una sonrisa leve, que parecía más un intento de gratitud que verdadera alegría. Se dio la vuelta con rapidez y salió de la habitación, cerrando la puerta con suavidad detrás de ella.

Leonardo dejó caer la pluma que sostenía y apoyó la espalda contra el sillón. Su vista ya no se enfocaba en los papeles.

Se encontró preguntándose cómo sería ese encuentro. ¿Qué le diría aquel hombre? ¿Le pediría que se hiciera responsable? ¿O la rechazaría sin contemplaciones?

¿Por qué demonios le importaba?

«Tal vez porque vez en ella a Emma hace años cuando habló contigo acerca de lo mismo», le dijo su consciencia.

Las horas pasaron, la noche cayó y Camila no había regresado.

Leonardo estaba en el comedor, con un vaso de jugo en la mano, observando el líquido reflejar la tenue luz de la lámpara. Intentaba convencerse de que no le importaba dónde estaba Camila, pero la verdad era que su ausencia le inquietaba.

Seguramente estaba con el padre del bebé, tal vez arreglando las cosas. O peor aún, rogándole que se hiciera cargo.

Y esa imagen lo irritó sin razón aparente.

El sonido de la puerta principal lo sacó de sus pensamientos, a esa hora la puerta de la cocina ya estaba cerrada, por lo que no tenía otro lugar para ingresar a la casa. Instintivamente, giró la cabeza y la vio entrar.

Camila caminaba con los hombros caídos, con la expresión de alguien que acababa de ser destrozado. Su rostro estaba pálido, su mirada apagada y su respiración entrecortada. Sus labios temblaban, había señales de llanto en sus mejillas y enrojecimiento en los ojos, como si hubiera pasado horas luchando contra la desesperación.

Leonardo sintió una presión extraña en el pecho.

«Así debió verse Emma cuando la rechacé, la dejé sola», se dijo. Se acercó a ella, pero la chica parecía no estar atenta a su alrededor, por lo que decidió hablar para romper el pesado silencio.

—Parece que no te fue bien —comentó sin pensar.

Camila se sobresaltó, como si recién notara su presencia.

Parpadeó varias veces, luego se apresuró a limpiarse la cara con la manga de su abrigo, como si intentara borrar las huellas de su tristeza. Algo inútil.

—Estoy bien —murmuró, evitando su mirada.

Leonardo dejó el vaso sobre la mesa y se cruzó de brazos.

—No lo parece.

Camila apretó los labios con fuerza y desvió la vista.

—No tiene sentido hablar de eso.

Su tono seco y defensivo lo molestó. Ella siempre había sido abierta, expresiva, incluso con sus momentos de torpeza. Pero ahora estaba cerrándose en sí misma.

¿Ese hombre la había rechazado?

Pensó en insistir, en obligarla a contarle lo que había ocurrido, pero finalmente suspiró y volvió a tomar su vaso.

—Haz lo que quieras —dijo con indiferencia—. Pero si crees que llorar en silencio va a solucionar algo, estás equivocada.

Camila parpadeó, sorprendida por sus palabras.

Por un momento, pareció a punto de decir algo, pero se limitó a desviar la vista y alejarse con pasos pesados. Siguió su camino a su cuarto y se perdió en la oscuridad del pasillo.

Leonardo no la siguió.

Pero tampoco pudo apartar su imagen de la mente.

Esa noche, Leonardo no pudo dormir.

Se removió en la cama varias veces, pero su mente no dejaba de llevarlo al pasado. A Emma. A la última conversación que tuvieron antes de que él le diera la espalda para siempre.

Recordó su expresión suplicante, sus ojos llenos de miedo y su voz entrecortada.

«—Leonardo, por favor… No nos dejes. No me dejes sola en esto.

Él había sido cruel. No solo la rechazó. La destruyó.

—Tú tomaste la decisión de seguir con ese embarazo. Hazte cargo.»

Aquellas palabras, pronunciadas con frialdad, habían sido el golpe final. Emma se marchó y él no la detuvo.

Ahora, años después, veía a otra mujer en una situación similar.

Abandonada. Desolada.

El peso del arrepentimiento cayó sobre él como una losa. Se pasó una mano por el rostro y se sentó en el borde de la cama. Algo en él estaba cambiando.

Y eso lo aterraba.

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