Leonardo miró por la ventana de su residencia en España, observando la vasta extensión de terreno que rodeaba su propiedad. Había escogido ese lugar con una razón específica: alejarse del mundo, de la gente, de los recuerdos que lo atormentaban. Necesitaba espacio, aire, silencio. Cualquier cosa que lo hiciera olvidar la rabia que todavía ardía en su interior.
Un año y medio había pasado desde el accidente. Cuatro años habían pasado desde que su vida se partió en dos. Antes, había sido un hombre poderoso, temido, respetado en los negocios. Ahora, apenas era una sombra de lo que fue. Su cuerpo le fallaba, su orgullo estaba herido, y su carácter se había agriado hasta volverse insoportable para la mayoría de las personas. No le importaba. No necesitaba que nadie lo quisiera.
Lo que más le dolía no era la pérdida de su movilidad, sino la traición. Su exnovia, la mujer que le juró amor eterno cuando era un hombre completo, lo abandonó cuando quedó claro que él no volvería a caminar. Se lo dijo sin rodeos, sin una pizca de remordimiento: «No quiero pasar el resto de mi vida con un hombre inválido». Y como si eso no fuera suficiente, añadió: «Sin la herencia de tu padre, no me sirves para nada». Fría. Cruel. Honesta.
Esa fue la última vez que la vio.
Desde entonces, su relación con las mujeres se volvió aún más áspera. Nunca confió del todo en ellas, pero ahora, simplemente las despreciaba. Creía que todas eran iguales: calculadoras, interesadas, egoístas. Todas, excepto Emma.
Emma había sido diferente. Lo había amado sin condiciones, sin esperar nada a cambio. Y él la había rechazado cuando más lo necesitaba. La humilló, la dejó sola. Y, sin embargo, ella nunca buscó venganza ni le deseó el mal. Nunca le hizo la vida imposible. Se limitó a alejarse y a criar sola a Eva, su hija, la única persona en el mundo por la que aún sentía algo genuino. La niña de sus ojos.
A pesar de la distancia, se esforzaba en ser un buen padre. No era perfecto, ni cercano, pero estaba presente para ella lo mejor que podía. Enviaba regalos, llamaba con regularidad, intentaba no fallarle. Sabía que jamás podría recuperar el tiempo perdido con Emma porque ella había encontrado el verdadero amor en la etapa más oscura de su vida, pero con Eva... con ella aún tenía oportunidad de hacer las cosas bien. Al menos tenía esa oportunidad para ser padre, porque el accidente hasta eso le había arrebatado.
El sonido de la puerta abriéndose lo sacó de sus pensamientos. No giró la cabeza. Sabía que era alguno de los empleados de la casa, probablemente trayendo el café de la mañana. Apenas les prestaba atención, no necesitaba conocerlos para que le sirvieran. Mientras hicieran su trabajo y no interfirieran en su vida, le daba igual quiénes fueran.
Sin embargo, esta vez no fue el aroma del café lo que lo distrajo, sino la melodía suave de una voz femenina tarareando una canción.
Frunció el ceño y giró lentamente la silla de ruedas para ver quién era. Se encontró con una joven limpiando los estantes de su biblioteca, con una expresión tranquila y una sonrisa en los labios. No le sonaba familiar, por lo que no dudó en que debía ser nueva.
—¿Siempre haces tanto ruido mientras trabajas? —soltó con sarcasmo.
La chica dejó de tararear y lo miró con curiosidad. En lugar de incomodarse o disculparse, sonrió con naturalidad.
—Solo cuando estoy de buen humor, señor —respondió sin inmutarse.
Leonardo arqueó una ceja. No esperaba esa respuesta, la gente solía quejarse de su vida y las mujeres siempre se mostraban como víctimas para hacer su santa voluntad.
—Debe ser agotador ser tan positiva todo el tiempo.
Ella se encogió de hombros mientras seguía limpiando con la misma sonrisa.
—La vida es más llevadera si se mira con gratitud en vez de resentimiento. No podemos andar por la vida con mala cara, o esta nos devuelve una peor.
Leonardo bufó y giró su silla de ruedas de nuevo hacia la ventana, sin decir nada más. Pero, aunque su expresión seguía siendo impasible, las palabras de la joven se quedaron en su mente mucho más tiempo del que le habría gustado admitir.
Los días pasaron y, para su fastidio, comenzó a notar más cosas sobre ella. Siempre tenía una actitud serena, nunca se quejaba y, lo más desconcertante, no le temía. A diferencia del resto de los empleados, no lo trataba con lástima ni con distancia. Simplemente lo trataba como a cualquier otra persona. Y eso, de alguna forma, lo descolocaba, porque hacía tiempo que nadie se mostraba así con él.
La primera vez que interactuó con ella más allá de simples órdenes fue cuando, sin querer, dejó caer una pila de libros cerca de su silla de ruedas. Leonardo, irritado, la miró con impaciencia.
—¿Siempre eres tan torpe o es un talento especial? —preguntó con una mueca.
Para su sorpresa, ella soltó una risa ligera mientras recogía los libros con calma.
—Digamos que tengo mis momentos. Pero bueno, así tengo oportunidad de organizar mejor las cosas.
Leonardo frunció el ceño. Nadie reaccionaba así ante su mal humor. Normalmente, la gente se ponía nerviosa o simplemente lo evitaba. Pero ella no. Parecía inmune a su hostilidad.
Un día, la encontró en la cocina, preparando té. Al notar su presencia, ella se giró y le ofreció una taza sin decir nada. Leonardo la miró con escepticismo, pero aceptó. Dio un sorbo y se sorprendió al descubrir que estaba perfectamente preparado, exactamente como a él le gustaba.
—¿Cómo supiste que me gusta así? —preguntó, entre desconfiado y curioso.
—Los pequeños detalles dicen mucho de una persona —respondió ella con una sonrisa.
Por primera vez en mucho tiempo, Leonardo no supo qué responder.
Desde ese día, la presencia de la joven en la casa dejó de ser algo insignificante. Sin embargo, él todavía no estaba listo para admitir que algo en ella comenzaba a despertar una parte de él que creía muerta hacía mucho tiempo.
La rutina en la casa de Leonardo transcurría con la misma monotonía de siempre. Cada empleado conocía su lugar y sus tareas, y la joven que había empezado a trabajar allí no era la excepción.Luego de esa interacción, quiso saber su nombre, algo que no solía importarle de los empleados de trabajos comunes. Su ama de llaves, la señora Lucía, como si supiera lo que Leonardo quería, un día le llamó la atención a la chica.—¡Camila Álvarez, deja eso! Para eso están los muchachos, es demasiado peso.Por respuesta solo oyeron una risa alegre y una disculpa. Y por alguna extraña razón, Leonardo sonrió al ver a la muchacha caminar a la casa relajada y divertida por la reacción de su jefa.Desde el primer día, demostró ser eficiente, tranquila y amable. Su dulzura resultaba casi exasperante para Leonardo, quien estaba acostumbrado a la distancia y la frialdad. Pero ella no se inmutaba ante su carácter. No parecía alterarse por su malhumor ni se intimidaba con su tono cortante, mucho menos a si
Los días siguientes transcurrieron con una normalidad tensa en la casa. Camila continuó con su trabajo, cumpliendo con cada tarea con la misma dedicación de siempre, pero Leonardo notaba lo evidente: su mirada ya no tenía el mismo brillo. Había algo en sus movimientos, en la manera en que se detenía por segundos a observar la nada, en su sonrisa que ya no era tan genuina.Algo había cambiado en ella.La veía a menudo en la cocina, fregando platos con una expresión ausente, o en el jardín, con la mirada perdida en el cielo mientras el viento agitaba su cabello. Pero lo que más le llamaba la atención era ese gesto inconsciente que hacía cuando creía que nadie la miraba: acariciaba su vientre con delicadeza, como si intentara convencerse de que aquel pequeño ser que crecía dentro de ella no era un error, como si buscara en su propio cuerpo la seguridad que no encontraba en el mundo.Leonardo intentó convencerse de que no era su problema. No le importaba lo que ocurriera con ella, se repe
Leonardo McMillan no era un hombre que disfrutara las reuniones sociales. Le incomodaban las charlas triviales, los halagos interesados y las sonrisas falsas que poblaban esos eventos. Para él, todo se reducía a negocios, números y estrategias. Sin embargo, en el mundo de las inversiones, algunas cosas eran inevitables. Las cenas con socios potenciales estaban dentro de esa categoría.Aquella noche, su casa sería el escenario de una de esas cenas formales, una reunión clave con un empresario de gran influencia en el mercado europeo. No era algo que lo entusiasmara, pero era un paso necesario para afianzar ciertos acuerdos y expandir su presencia en el sector.Desde temprano, Leonardo había dado instrucciones precisas a su personal para que todo estuviera impecable. Nada debía fallar, la elegancia y la eficiencia eran imprescindibles en una noche como aquella.Pero los planes, por muy meticulosos que fueran, rara vez salían exactamente como uno los había concebido.Horas antes del even
Leonardo había pasado toda la noche en vela. La conversación con Camila seguía dando vueltas en su cabeza, como una melodía molesta que se repetía una y otra vez. No lograba apartar de su mente la imagen de ella, con los ojos enrojecidos por el llanto, confesándole que había sido abandonada por el hombre que decía amarla.Cada palabra, cada gesto, cada fragmento de su historia le recordaba de forma insoportable a Emma. Y, sin quererlo, ese bebé en su vientre lo hacía pensar en su hija Eva.Había pensado que lo ocurrido con Emma estaba enterrado en el pasado. Que su decisión había sido definitiva y que, aunque el arrepentimiento existía, no cambiaría nada. Que podía seguir adelante sin remordimientos, sin mirar atrás. Pero ahora, con Camila frente a él, revivía el mismo dolor, pero desde una perspectiva diferente.No era el mismo hombre que había sido antes. Pero entonces, ¿en qué se había convertido?La madrugada avanzó lenta, arrastrándolo en pensamientos que no le daban tregua. Se m
Camila pasó toda la noche dándole vueltas a la propuesta de Leonardo. Su mente no encontraba descanso, atrapada en un torbellino de dudas, pensamientos y miedos que la mantenían en vela.¿Por qué él, un hombre que no se molestaba en ser amable con nadie, querría ayudarla? ¿Por qué se había ofrecido a hacerse cargo de su hijo cuando no tenía ninguna obligación?No encontraba respuestas a esas preguntas y eso era lo peor que le estaba pasando en ese momento, porque le agregaba más incertidumbre a su situación.Cada vez que cerraba los ojos, recordaba la forma en que él la había mirado cuando le ofreció su ayuda: su tono seco, su expresión impenetrable, pero también esa determinación con la que había hablado. No parecía un hombre que dijera cosas sin pensarlo, y si había tomado esa decisión, debía de haber una razón.Pero… ¿cuál?Acostada en su cama, se imaginó sentir las primeras pataditas de su bebé. Sonrió con ternura y acarició su vientre con delicadeza.—No importa lo que pase, yo s
Camila despertó con una extraña sensación de pesadez en el pecho. Se sentía agotada, aunque había dormido varias horas seguidas. A pesar del descanso, su mente seguía atrapada en una maraña de pensamientos confusos, enredada en lo que había sucedido con Leonardo el día anterior.Aceptó su ayuda, es verdad. Pero eso no significaba que todo estuviera bien.Suspiró con cansancio y se incorporó lentamente, llevando las manos a su vientre. Su bebé era todo lo que importaba ahora, pero desde su pequeño refugio le daba las fuerzas para levantarse y salir adelante.—Buenos días, pequeño —murmuró con una sonrisa cansada, acariciando su vientre con ternura.Lo único que le importaba era él. Su hijo. Su razón de ser. Pero cuando alzó la vista, su expresión cambió por completo.En la esquina de su habitación, donde antes solo había un espacio vacío, ahora había una cuna de madera blanca con finos acabados. Justo a su lado, sobre una mesita, había varias bolsas cuidadosamente acomodadas con ropa d