Padre de Reemplazo. La Redención del Millonario Paralítico
Padre de Reemplazo. La Redención del Millonario Paralítico
Por: Lyrda Alaz
Capítulo 1: Un hombre roto en un país nuevo

Leonardo miró por la ventana de su residencia en España, observando la vasta extensión de terreno que rodeaba su propiedad. Había escogido ese lugar con una razón específica: alejarse del mundo, de la gente, de los recuerdos que lo atormentaban. Necesitaba espacio, aire, silencio. Cualquier cosa que lo hiciera olvidar la rabia que todavía ardía en su interior.

Un año y medio había pasado desde el accidente. Cuatro años habían pasado desde que su vida se partió en dos. Antes, había sido un hombre poderoso, temido, respetado en los negocios. Ahora, apenas era una sombra de lo que fue. Su cuerpo le fallaba, su orgullo estaba herido, y su carácter se había agriado hasta volverse insoportable para la mayoría de las personas. No le importaba. No necesitaba que nadie lo quisiera.

Lo que más le dolía no era la pérdida de su movilidad, sino la traición. Su exnovia, la mujer que le juró amor eterno cuando era un hombre completo, lo abandonó cuando quedó claro que él no volvería a caminar. Se lo dijo sin rodeos, sin una pizca de remordimiento: «No quiero pasar el resto de mi vida con un hombre inválido». Y como si eso no fuera suficiente, añadió: «Sin la herencia de tu padre, no me sirves para nada». Fría. Cruel. Honesta.

Esa fue la última vez que la vio.

Desde entonces, su relación con las mujeres se volvió aún más áspera. Nunca confió del todo en ellas, pero ahora, simplemente las despreciaba. Creía que todas eran iguales: calculadoras, interesadas, egoístas. Todas, excepto Emma.

Emma había sido diferente. Lo había amado sin condiciones, sin esperar nada a cambio. Y él la había rechazado cuando más lo necesitaba. La humilló, la dejó sola. Y, sin embargo, ella nunca buscó venganza ni le deseó el mal. Nunca le hizo la vida imposible. Se limitó a alejarse y a criar sola a Eva, su hija, la única persona en el mundo por la que aún sentía algo genuino. La niña de sus ojos.

A pesar de la distancia, se esforzaba en ser un buen padre. No era perfecto, ni cercano, pero estaba presente para ella lo mejor que podía. Enviaba regalos, llamaba con regularidad, intentaba no fallarle. Sabía que jamás podría recuperar el tiempo perdido con Emma porque ella había encontrado el verdadero amor en la etapa más oscura de su vida, pero con Eva... con ella aún tenía oportunidad de hacer las cosas bien. Al menos tenía esa oportunidad para ser padre, porque el accidente hasta eso le había arrebatado.

El sonido de la puerta abriéndose lo sacó de sus pensamientos. No giró la cabeza. Sabía que era alguno de los empleados de la casa, probablemente trayendo el café de la mañana. Apenas les prestaba atención, no necesitaba conocerlos para que le sirvieran. Mientras hicieran su trabajo y no interfirieran en su vida, le daba igual quiénes fueran.

Sin embargo, esta vez no fue el aroma del café lo que lo distrajo, sino la melodía suave de una voz femenina tarareando una canción.

Frunció el ceño y giró lentamente la silla de ruedas para ver quién era. Se encontró con una joven limpiando los estantes de su biblioteca, con una expresión tranquila y una sonrisa en los labios. No le sonaba familiar, por lo que no dudó en que debía ser nueva.

—¿Siempre haces tanto ruido mientras trabajas? —soltó con sarcasmo.

La chica dejó de tararear y lo miró con curiosidad. En lugar de incomodarse o disculparse, sonrió con naturalidad.

—Solo cuando estoy de buen humor, señor —respondió sin inmutarse.

Leonardo arqueó una ceja. No esperaba esa respuesta, la gente solía quejarse de su vida y las mujeres siempre se mostraban como víctimas para hacer su santa voluntad.

—Debe ser agotador ser tan positiva todo el tiempo.

Ella se encogió de hombros mientras seguía limpiando con la misma sonrisa.

—La vida es más llevadera si se mira con gratitud en vez de resentimiento. No podemos andar por la vida con mala cara, o esta nos devuelve una peor.

Leonardo bufó y giró su silla de ruedas de nuevo hacia la ventana, sin decir nada más. Pero, aunque su expresión seguía siendo impasible, las palabras de la joven se quedaron en su mente mucho más tiempo del que le habría gustado admitir.

Los días pasaron y, para su fastidio, comenzó a notar más cosas sobre ella. Siempre tenía una actitud serena, nunca se quejaba y, lo más desconcertante, no le temía. A diferencia del resto de los empleados, no lo trataba con lástima ni con distancia. Simplemente lo trataba como a cualquier otra persona. Y eso, de alguna forma, lo descolocaba, porque hacía tiempo que nadie se mostraba así con él.

La primera vez que interactuó con ella más allá de simples órdenes fue cuando, sin querer, dejó caer una pila de libros cerca de su silla de ruedas. Leonardo, irritado, la miró con impaciencia.

—¿Siempre eres tan torpe o es un talento especial? —preguntó con una mueca.

Para su sorpresa, ella soltó una risa ligera mientras recogía los libros con calma.

—Digamos que tengo mis momentos. Pero bueno, así tengo oportunidad de organizar mejor las cosas.

Leonardo frunció el ceño. Nadie reaccionaba así ante su mal humor. Normalmente, la gente se ponía nerviosa o simplemente lo evitaba. Pero ella no. Parecía inmune a su hostilidad.

Un día, la encontró en la cocina, preparando té. Al notar su presencia, ella se giró y le ofreció una taza sin decir nada. Leonardo la miró con escepticismo, pero aceptó. Dio un sorbo y se sorprendió al descubrir que estaba perfectamente preparado, exactamente como a él le gustaba.

—¿Cómo supiste que me gusta así? —preguntó, entre desconfiado y curioso.

—Los pequeños detalles dicen mucho de una persona —respondió ella con una sonrisa.

Por primera vez en mucho tiempo, Leonardo no supo qué responder.

Desde ese día, la presencia de la joven en la casa dejó de ser algo insignificante. Sin embargo, él todavía no estaba listo para admitir que algo en ella comenzaba a despertar una parte de él que creía muerta hacía mucho tiempo.

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