4. Hacia París

El mismo sentimiento que cobraba vida desde el mismo instante en que colocó sus ojos en él vuelve a poner su mente de cabeza. Y aún más cuando desde lo más profundo de su ser este beso apasionado crea un deseo más brutal, mucho más vehemente. 

Las manos la siente sobre su cintura, que luego alza desde el suelo para colocarla en la mesa mientras el beso se profundiza y la necesidad de recordar esa noche se apodera de ambos. La manera en la que Paul hace suyo sus labios fue algo con lo que soñó por noches, que la tuvo sin dormir, anhelando, soñando con volver a sentirlo. 

—Esto está mal —tartamudea Roxanne. Aún así el beso no se detiene y parece profundizarse aún más. Incluso ya lo siente sobre su cuello. 

—Necesito de ti, debes saberlo. 

—Pero —Roxanne cierra sus ojos cuando vuelven a buscarse y acoplan sus labios. El deseo se vuelve algo ya verídico, y si siguen de esa forma harán un desastre en esa oficina. 

El cuerpo de Paul se afinca sobre Roxanne pero un timbre de dentro de su cabeza. Un timbre de alarma que la hace abrir los ojos y darse cuenta de lo que están haciendo. ¡Este hombre es el padre de su prometido infiel! 

Lo empuja del pecho y jadeando descontroladamente ha roto el mágico momento que hizo recordar esa noche de pasión. Luego de otro momento el pesar se hace notar en su rostro. 

Paul la encierra con sus brazos a los lados del cuerpo de Roxanne. 

—Si vuelve a besarme, este convenio no funcionará y ambos saldremos perjudicados. No aceptaré su trato. 

—Convénceme aunque sea una sola vez de que eres prohibida para mí y aún así, corresponde a mis besos. 

Pero Roxanne lo empuja finalmente para bajarse de la mesa buscando la cartera de mano que se ha caído. Arregla la liga de su camisa mientras también su cabello. 

—Habla con mi secretaria. No quiero que pase mañana de tu decisión. Todo lo que estás pidiendo se lo haré saber a mi financiador para que hablé contigo. Puedes darle la cifra que necesites. 

Y Paul comienza a arreglarse las mangas sin mirarla, como si nada hubiese pasado. El calor que se había apoderado de sus mejillas estaba más que justificado. Un hombre maduro como él era algo que debía ser un mismo pecado. ¿O es que acaso ya lo era? Era una tonta, por segunda vez. 

Roxanne se moja los labios para actuar de la misma manera. No echará a la borda lo que le ha costado conseguir por meses. Ahora mismo lo consiguió en segundos. Mía, Andrew y Brooke la necesitan. Debe hacer esto. Y es que otra persona también necesita de ella. Y el recuerdo de su espera no vuelve a ser el mismo. 

—¿Por cuánto tiempo, señor? —le pregunta, aminorando la sofocación que causa su presencia. 

Paul finalmente alza sus ojos. Comparten más de un segundo esa profunda mirada. 

—Se estipulará en el contrato. No se lo diré ahora. Tendrá usted que leerlo. 

—Pero es que…

—Meramente profesional, señorita. Así lo ha dicho. Si no tiene más que decirme, puede retirarse porque ya he hablado con usted cómo es debido. Olvide todo lo que pasó aquí —pulsa el botón de su teléfono y sin dejar de mirarla, Paul pronuncia—, la señorita Smith ya está de retirada. 

Paul señala la puerta con suavidad. 

—¿No está de retirada ya? Me pareció escuchar que así era. 

Roxanne se queda sin habla después del cambio repentino después de sus palabras. Aprieta el bolso de mano disparando la tensión del cuerpo en sus propias uñas. Se siente casi como si fuese ella la única culpable de esto. Al carajo, ella no es culpable de nada. Ese hombre es un presumido y la facha de autoritario ya sale a relucir en esas facciones maduras y bien definidas. Fue él quien la besó. No ella. Pero sí puede empezar ésta inevitable guerra que está apenas armándose.  

—Buenas noches, señor Fournier. 

La secretaria abre la puerta con suavidad mientras Paul no quita la mirada de ella. Roxanne no escucha una respuesta porque se gira antes de oír cualquier cosa que proviniera ahora de sin, esperarlo, su nuevo jefe, su suegro y…traga saliva, el padre de su hijo. 

La secretaria recupera otra vez el camino con Roxanne siguiéndole por detrás, anonadada por todo lo que acababa de ocurrir y por la misma conmoción de todo un día. 

Es que no puede decidir ni siquiera cuál será su pensamiento recuperando la gravedad de estas palabras. 

¿Qué cosa dirá ahora…? 

Ahora poco le interesa Richard, y ese mismo compromiso le dará pesadilla en cuanto toca una cama. Le avisará a Mia después, ella sabe llegar al apartamento. 

Toma un taxi deprisa hacia el oeste de la ciudad. El mar se oculta entre las nubes rosadas después de esa inmensa tormenta. 

El vecindario dónde reside es su inmenso alivio cuando baja del taxi. Hay varias familias, que ya conoce desde hace años cuando incluso su hermano estaba en libertad. 

—¡Hola Roxanne! ¿Cómo has estado? 

Siente una opresión que recupera el recuerdo de todo lo que había sucedido. La cuestión viene de Dorothea, una mujer con dos hijos bastante cercana a ella y Mía. Le sonríe. 

—Todo salió bien. ¿Sabes si ya llegó Mia?

—No, nadie ha llegado a encender la luz de su apartamento, nena.  

—Entiendo. ¿Alguna correspondencia, Dorothea? ¿Del médico o de algún otro lugar? —ambas empiezan a caminar por el patio, uno extenso y ancho donde la mayoría de los habitantes siempre llena a esas horas de la tarde.

—Por los momentos no. ¿Te has sentido mal? ¿Cómo sigue ese embarazo? 

Un escalofrío arremete contra ella. Sus manos acarician su vientre de manera suave y tierna. Su bebé, su niño. Todavía no sabe el sexo del bebé pero sueña con que sea uno sano, sólo eso pide. Juraba que nunca más en la vida volvería a ver a Paul después de esa noche, porque tampoco se atrevió aparecer otra vez en el bar. Y aunque pensaba al principio hacer un acto de falta de ética por el dolor que causó el engaño de Richard, no le colocaría a su hijo un padre sustituto. Si no podía conocerlo, ella podía criar sola a su hijo, o hija. La vida le juega mal al ponerle la verdadera figura paternal de su bebé. ¿Hasta cuándo podrá mentirse a sí misma o mentirle a Paul? 

Y ahora están cerca el uno del otro. 

Roxanne inclina su rostro, con un puchero que es un gesto inevitable que ha tenido desde niña, y sonríe después.

—Todo está bien —le responde a Dorothea—. Este niño llegará con bien.

—¡Ah! Me alegra mucho oír eso. He guardado el secreto bastante bien porque ya saben como son las chismosas por aquí. Te comerán viva al igual que hicieron conmigo. Pero no les prestes atención, porque siempre he dicho que un hijo debe estar con su madre.

Roxanne muestra una felicidad y un agradecimiento con una sonrisa.

—Gracias, gracias. Sé cómo lidiar con esa gente —y finalmente llegan a su pequeño apartamento—, si ves a Mia dile que me busque de inmediato.

—Claro que sí, nena. Descansa.

Ahora en soledad puede pensar con claridad. Se quita los stilettos y los tira lejos. Se pone las manos en la cintura para reunir aire y ver el mar que es el paisaje más bello desde el vecindario. 

—¿En qué te has metido, Roxanne? —deja salir. 

Quizás se sienta abrumada por todo. En su teléfono suena los mensajes del señor Quantin, los de Richard y de varias amigas del trabajo. No tiene tiempo para nadie. 

Horas después se queda esperando a Mia. Esa noche durmió a solas porque su hermana nunca llegó. 

La alarma del teléfono la despierta de sobresalto. La luz del sol están tan potente dentro de su apartamento que la escandaliza y bosteza. ¡Llegará tarde a su trabajo! La misma rutina que por meses ha tenido que lidiar vuelve a comenzar. Otro par de stilettos, falda entubada y un blazer para formalizar su representación. Sale disparada del vecindario sin siquiera escuchar lo que había dicho Dorothea, sólo le manda una señal de despedida mientras trota fuera del lugar.

—Demonio, Roxanne, otra vez tarde. ¡Y mi café frío!

Que el propio Dante Quentin haya estado esperándola de brazos cruzados, con mirada fija y enojado, la hizo estremecer. Corrió como pudo hacia su oficina y casi cayó al suelo por sus tacones. No debía ser su día, ¡Cómo casi todos los otros!

—No vuelve a pasar, señor —anota Roxanne las últimas cosas que había pedido antes de empezar a regañar.

—¡Bah! Las mismas excusas todo el tiempo. Tu ineptitud hace que me haga reconsiderar tu puesto. ¿Estarías bien limpiando los retretes? Yo creo que sí. 

Roxanne entreabre los labios mientras niega con la cabeza.

—Ya le dije que no volverá a pasar.

—Eso siempre has dicho —el señor Quantin mira su télefono—. No tengo tiempo para lidiar contigo. Ve al centro a buscar al señor Frabrizio para la reunión.

—¡Yo, señor! Pero no soy el chófer.

La mirada del señor Quantin la acalla de golpe. Suspira.

—Por supuesto —deja salir con una sonrisa falsa—. Lo traeré, señor.

—Muévete. Es para hoy. Un maldito perro es más rápido que tú —y mueve la mano despectivamente para que se marche—. ¡Vete ya!

Roxanne toma sus cosas, refunfuñando, negando una y otra vez que ésta clase de trato es el mismo de hace meses. ¡No puede seguir corriendo de aquí para allá como si tuviera diez mil manos! Siempre se ha aprovechado de su situación, y sin encontrar otro empleo, no le queda de otra que aceptarlo hasta poder tener lo reunido para marcharse de ese trabajo. 

Abre la puerta del auto y sube la mirada. 

No puede entrar del todo porque lo que ve hace que detenga todo pensamiento. 

Otro chófer con guantes blanco abre la puerta de la limosina y con lentes negros sale del auto el mismo hombre que aparecerá en sus sueños como pesadillas y deseos. 

Paul Fournier se encamina hacia ella. 

—¿Qué está haciendo aquí?

Paul tan sólo mira su reloj restándole importancia a lo que acaba de escuchar.

—No tengo todo el tiempo. Comienzas hoy. Nos vamos a París ésta misma tarde. 

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