—¿Estás bien?
Era una pregunta muy tonta. Leo conocía a Guido mejor de lo que conocía a su propia hermana, y cien veces mejor de lo que conocía al resto de su familia, así que estaba seguro de que Guido no estaba bien, pero era inmensamente feliz.
—Supongo que estoy nervioso, estoy emocionado, tengo miedo… ¡Todo a la vez! —se rio su mejor amigo—. ¿Es eso posible?
—Por supuesto que lo es —contestó Leo con una sonrisa de aceptación.
Guido empujó hacia él la taza de café recién hecho y luego se sentaron en la terraza. Apenas estaba amaneciendo y tanto Mía como Samantha estaban profundamente dormidas, pero ellos no habían conseguido pegar los ojos.
—De verdad me hubiera gustado que hubieras podido vivir todo esto con el embarazo de Liam. Lo siento mucho, hermano —dijo Guido de repente&mdas
Mía estaba terminando de bañar a Liam cuando sintió que tocaban a la puerta. Malena se asomó con una sonrisa y juntas lo miraron con los ojos llenos de ternura.—¡Es hermoso! —exclamó su madre haciendo un puchero—. Nunca tuve preferencia entre tener niñas o varoncitos, pero no cabe duda de que este príncipe es una dulzura.Lo cargó, ya vestidito y escuchó a Mía suspirar.—Mía, voy a entrenar a tu tío Ryan en el noble arte de cuidar nietos, porque pronto le va a tocar, así que me lo llevo un ratito. ¿No hay problema?—No, claro que no. —Mía agradecía cualquier ayuda porque Liam era una dulzura pero también era un pequeño ciclón—. Acaba de comer así que va a estar tranquilo por algunas horas.—Perfecto. Oye, cielo, te traje algo —dijo Malena señal
—Mi mamá va a infartar —se rio Mía con malicia mientras salían corriendo de la casa.Estaba amaneciendo. Ella llevaba el mismo vestido de la noche anterior y él se había puesto una playera, porque no podía llegar a casarse medio desnudo. Se subieron a uno de los coches y se escabulleron como si fueran dos prófugos de la justicia.Iban riendo. ¿Qué otra cosa podían hacer?—¿Tienes todos los documentos? —preguntó Leo apenas tomaron carretera.—Todos, los tuyos y los míos.—¿Estás segura de que quieres hacerlo así? —preguntó Leo acariciando su barbilla mientras conducía—. Podemos hacerlo según la tradición… las flores, el vestido, los invitados. ¡Amor, haremos lo que tú quieras!—¡Y haremos todo eso, cielo! —aseguró
Mía se acercó al cristal de la unidad de terapia intensiva. No la habían dejado entrar a verlo, no dejaban entrar a nadie más que a su tío Carlo, que era médico. Su condición era crítica, así que tenía que conformarse con verlo a través del cristal.Estaba entubado, conectado a tantas máquinas que no se sabía dónde terminaba él y dónde empezaban los monitores. Tenía canalizadas venas de los dos brazos y gran parte de la cabeza vendada.A Mía le temblaron los labios cuando los pegó a la superficie fría.—No me dejes, amor —susurró—. No puedes dejarme, te necesito. —Su frente se pegó al cristal, sintió aquella opresión en el pecho que ya le era tan familiar y las lágrimas empezaron a correrle por el rostro sin que pudiera detenerlas—. No te atrevas a dejarnos, Le
—¿Feliz?Parecía imposible que una mujer como ella pudiera sonreír, pero la transmisión de aquella línea de texto al pie de imagen en el noticiero, le arrancaron incluso un gesto de victoria a Anthea Voulgaris.«El joven magnate Leo Di Sávallo ha fallecido esta noche, producto de un terrible accidente automovilístico, en el que iba acompañado por la madre de su hijo. Después de luchar por su vida durante una semana, y luego de varias intervenciones infructuosas, el señor Di Sávallo fue diagnosticado con muerte cerebral, y falleció algunas horas después. Todavía la familia no ha dado razones sobre los arreglos de su funeral, o si lo trasladarán de regreso a Italia. Nada se sabe tampoco sobre las causas del accidente, según los informes más recientes de la policía, fueron impactados por un camión de alto tonelaje que estaba fuer
Era un fantasma. Un fantasma que caminaba hasta el muelle y de vuelta, todas las mañanas y todas las noches.Habían esperado algo más, pero el llanto histérico de Mía había terminado en el momento justo en que Carlo Di Sávallo había cubierto a Leo con la sábana. Después de eso el silencio había dominado cada uno de sus actos.Se había negado categóricamente a hacer un funeral. Le habían entregado las cenizas en una urna y nadie se había atrevido a preguntarle qué había hecho con ella. Aún así los medios transmitieron su muerte en cada canal de cada televisora del mundo.Después de un par de días la familia se había retirado. Estaban rotos, eso era evidente, pero no quedaba más opción que seguir con sus vidas. Mía se había encerrado en la villa de Leo y aunque se portaba con perfecta
—¿Tú sabías que veníamos? —le preguntó Mía a Santiago y él asintió—. ¿Por qué no me dijiste nada?—Porque él no sabía exactamente lo que iba a pasar —lo rescató Guido—. Solo le dije que teníamos que irnos y le pregunté si estaba dispuesto a ayudarlas.—Y aquí estamos —dijo Santiago encogiéndose de hombros mientras las muchachas lo miraban—. Te dije que no te iba a volver a dejar si me necesitabas —le recordó a Mía y luego señaló a Sam—, y eso va para las dos.Mía le dedicó media sonrisa de agradecimiento pero aun así había cosas que no cuadraban.—Gracias, Santiago, y perdóname por lo que voy a preguntar pero… ¿por qué tú? —Su pregunta realmente iba dirigida a Gu
—¿Están tranquilos? —La voz del hombre era ronca y cansada.Guido pudo ver que tenía enormes ojeras bajo los párpados y que sus manos temblaban un poco, posiblemente por el agotamiento o por el estrés. En los últimos días había tenido que hacer milagros para montar todo aquello.—Más de lo que se podría esperar para la manera en que los saqué de la casa —respondió, caminando hacia él y dándole un abrazo—. Están durmiendo ahora, fue una mañana agitada.El hombre entreabrió los labios, como si quisiera preguntar algo más, pero se abstuvo, parecía que no estaba muy seguro de lo que debía o no preguntar.—¿Conseguiste averiguar algo más?—Nada —suspiró Guido sentándose—. Tengo ojos en todos lados, pero pareciera que ellos tambié
Santiago trastabilló al entrar a la cocina y a Guido se le fue una carcajada involuntaria. Lo vio ir hasta el fregadero y meter la cara bajo el agua de la llave, intentando desperezarse.—¿Por cuántas vas? —le preguntó.—Por dos…—Aguántate que yo soporté dos y media.Santiago hizo un gesto de asco mientras le recorría un escalofrío.—¡Aaaggggh! ¡Voy a terminar odiando el vino! —protestó haciendo una arcada—. Si tengo que abrir otra botella voy a vomitar.—Ya sé… pero es lo que ella toma… y hay que hacer que duerma —intentó aleccionarlo Guido con un dedo levantado.—¿Y no le podías meter una pastilla en el jugo, como hace la gente normal? —barbotó Santiago con la lengua enredada.Guido levantó más el índice pero n