PROPIEDAD DEL DEMONIO

Damián

La miro y me deleito con la forma en que su cuerpo se tensa, con la forma en que sus labios se entreabren como si quisiera gritar, pero se contuviera a último momento. Su miedo es un perfume embriagador, sutil y tentador, y me provoca una satisfacción oscura saber que es por mi causa.

Eva aún no lo entiende.

No comprende lo que ha hecho, lo que significa haberme entregado su alma con esa firma descuidada. Pero lo hará.

Con el tiempo.

Con dolor.

Ella respira agitadamente, su pecho sube y baja con una desesperación que apenas puede controlar. Su mente está procesando lo imposible, tratando de encontrar una salida donde no la hay. Sus ojos azules me desafían, pero su pulso la delata.

—Tienes miedo —le murmuro con una sonrisa, dejando que mi voz roce su piel como una caricia venenosa.

Ella levanta la barbilla, intentando ocultar el temblor en sus manos.

—¿Y quién no lo tendría? —responde con una valentía temblorosa—. Acabo de firmar un trato con un demonio.

Ah, ahí está.

El reconocimiento.

Me inclino hacia ella, atrapándola entre mi cuerpo y la pared. No la toco. No es necesario. Mi presencia basta para hacerla retroceder hasta que no tiene más espacio.

—Sabías lo que eras desde el principio —susurra, sus ojos ardiendo con una mezcla de fascinación y terror—. No eres humano.

Me río bajo, disfrutando el sabor de esas palabras.

—No, Eva. No lo soy.

Mis dedos se deslizan por su mejilla, y su piel reacciona de inmediato. La energía oscura entre nosotros chisporrotea en el aire, algo primitivo, algo prohibido. La química es palpable, casi dolorosa.

Eva aprieta los dientes. No se aparta.

Interesante.

—¿Qué harás conmigo? —pregunta en voz baja, como si temiera la respuesta.

Le sonrío.

—Te mostraré tu nuevo hogar.

Con un chasquido de mis dedos, el mundo a su alrededor se desmorona.

El aire alrededor de nosotros se pliega, ondulando como si la realidad misma estuviera retorciéndose en mis manos. Eva ahoga un grito cuando el suelo desaparece bajo sus pies. Su instinto la traiciona, y sin pensarlo, se aferra a mí, sus dedos clavándose en mis brazos con una desesperación deliciosa.

Nos hundimos en la nada.

El mundo que ella conoce se evapora en un vórtice de sombras y fuego. El espacio mismo se pliega a mi voluntad, llevándonos a donde realmente pertenece ahora: mi dominio.

Cuando nuestros pies tocan tierra firme otra vez, su respiración es un caos. Se tambalea y suelta un jadeo entrecortado, su cuerpo entero vibrando con el shock.

—¿Qué… qué fue eso? —pregunta, con la voz ronca de terror.

Me deleito en su confusión, en su incapacidad de comprender lo que acaba de suceder.

—Un cambio de escenario.

Eva levanta la mirada y se congela.

La inmensa fortaleza se alza ante nosotros, oscura y descomunal, con torres que perforan un cielo teñido de rojo sangre. Las paredes de piedra negra emanan un resplandor tenue, como si estuvieran vivas, como si respiraran. El aire es denso, cargado de una energía antigua y peligrosa.

—¿Dónde… dónde estamos?

—En casa.

Ella gira hacia mí con una expresión de puro pánico.

—No. No, esto no puede estar pasando. —Su voz es temblorosa, pero hay un filo en ella, un intento de aferrarse a la razón—. Esto es un sueño. Un maldito sueño.

Sonrío, disfrutando cada uno de sus intentos por negar lo inevitable.

—Oh, Eva. Ya quisieras.

Ella da un paso atrás, como si eso fuera suficiente para alejarse de la realidad.

—Quiero volver.

La carcajada que se escapa de mis labios es baja y peligrosa.

—Volver. —Repito la palabra como si fuera un chiste privado—. Qué dulce.

Su rostro se endurece, la desesperación transformándose en determinación.

—No me quedaré aquí.

Sin previo aviso, se da la vuelta y echa a correr.

Me quedo quieto, observando.

Es fascinante verla intentarlo.

Sus pies apenas tocan el suelo cuando la oscuridad misma se alza a su alrededor. La fortaleza parece extenderse en todas direcciones, los pasillos multiplicándose, las puertas apareciendo y desapareciendo como sombras burlonas.

Eva corre y corre… hasta que se da cuenta.

No hay salida.

Ella se detiene de golpe, jadeando. Sus manos se aferran a su cabeza como si intentara sacudirse la locura.

—No… no…

Su voz se rompe.

Doy un paso hacia ella, despacio, sin prisa.

—Ahora entiendes.

Ella se gira, su mirada una tormenta de miedo y rabia.

—¿Qué eres?

Me inclino hacia ella, mi boca apenas rozando su oído cuando murmuro:

—Tu dueño.

Eva se estremece al escuchar esas palabras. Su respiración es errática, su pecho sube y baja con fuerza mientras me mira como si pudiera quemarme con la intensidad de su odio. Pero no es solo eso lo que brilla en sus ojos. No. Hay algo más. Algo más primitivo, enterrado bajo el miedo y la confusión.

—No eres mi dueño —escupe las palabras como si quemaran en su lengua.

Oh, qué deliciosa resistencia.

Levanto una ceja, estudiándola.

—¿No? —Muevo un dedo y la oscuridad se enrosca a su alrededor como serpientes, rozando su piel con una familiaridad peligrosa. Ella se tensa, pero no grita.

Interesante.

—¿Y qué eres entonces, Eva? —pregunto con calma—. ¿Una mujer libre?

Ella aprieta los dientes.

—Voy a salir de aquí.

—Eso dímelo después de tu décimo intento fallido.

Mis palabras la hieren más de lo que esperaba. Lo veo en la forma en que su mandíbula se tensa, en la chispa de desesperación que parpadea en sus ojos.

Está procesando lo imposible.

Pero es testaruda. Lo suficiente como para erguirse con los hombros cuadrados y una mirada desafiante.

—¿Y qué se supone que haga aquí? —pregunta con veneno en la voz—. ¿Ser tu prisionera?

Me acerco un poco más, reduciendo la distancia entre nosotros.

—Eso depende de ti.

—¿De mí? —su risa es afilada—. No tengo opciones, ¿verdad?

—Siempre hay opciones. Algunas más dolorosas que otras.

Mi voz es un susurro que la envuelve, que la tienta. Ella se estremece de nuevo y eso me dice más de lo que cualquier palabra podría.

Por primera vez, su miedo y su rabia titubean, como si una parte de ella estuviera comenzando a entender que la lucha es inútil.

—Ven —ordeno suavemente, extendiendo una mano.

Ella no se mueve.

Pero tampoco me desafía.

Nos quedamos así, atrapados en una burbuja de tensión eléctrica.

No hay prisa.

Después de todo, el tiempo ya no significa nada para ella.

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