PACTO CON EL DIABLO
PACTO CON EL DIABLO
Por: RILEY
EL CONTRATO

Eva

El sonido de la lluvia golpeando contra la ventana era el único ruido en la habitación. Me aferré a la taza de café frío entre mis manos, intentando calmar el temblor de mis dedos. No funcionó.

El mundo a mi alrededor se desmoronaba y yo no tenía manera de sostenerlo. La deuda nos ahogaba. El negocio de mi padre estaba a punto de ser embargado, la casa donde crecí ya no nos pertenecía, y el hospital nos negaba el tratamiento que mi madre necesitaba. ¿Cómo era posible que una vida pudiera derrumbarse tan rápido?

Apreté la mandíbula y tomé una bocanada de aire, pero el oxígeno no lograba aliviar el nudo en mi pecho. Quizá si hubiera aceptado aquella oferta degradante de mi jefe, seguiría teniendo trabajo. Quizá si no hubiera gastado tanto tiempo en sueños imposibles, habría encontrado una salida antes de que fuera demasiado tarde.

Pero ya no había "quizás" que valieran. Solo me quedaba una verdad aplastante: estaba desesperada.

Golpearon la puerta.

Me sobresalté. No esperaba a nadie.

Cuando abrí, el aire se espesó a mi alrededor.

El hombre en el umbral no parecía real. Alto, con un porte imposible de ignorar, envuelto en un abrigo negro impecable que contrastaba con su piel pálida. Su cabello oscuro caía levemente sobre su frente, enmarcando un rostro cincelado con una perfección inquietante. Pero fueron sus ojos los que me atraparon: demasiado oscuros, demasiado intensos, demasiado… peligrosos.

—Eva Donovan —dijo mi nombre con un tono aterciopelado, como si saboreara cada sílaba.

No preguntó si era yo. Lo sabía.

—¿Quién eres? —pregunté, tensando los dedos alrededor del picaporte.

—Alguien con una oferta que no puedes rechazar.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

—No estoy interesada.

Intenté cerrar la puerta, pero su mano se interpuso.

—Deberías escucharme antes de decidir.

No supe si fue su voz, su presencia o mi propia desesperación lo que me impidió echarlo de inmediato. Fuera lo que fuera, un instante después, él ya estaba dentro de mi apartamento.

Caminó con una seguridad exasperante hasta el pequeño sofá de mi sala y se sentó, como si ese espacio perteneciera a él.

—Sé lo que necesitas, Eva.

Su sonrisa me heló la sangre.

—Y sé exactamente cómo dártelo.

—¿Qué es esto? —pregunté, mirando el papel que deslizó sobre la mesa.

Damián Blackthorne. Ese era el nombre impreso en la parte superior del contrato. Pero algo me decía que no era su verdadero nombre.

—Es un acuerdo. Mi ayuda, a cambio de algo valioso.

Tragué en seco.

—¿Dinero?

Damián sonrió, pero no había diversión en sus ojos.

—No. Algo mucho más importante que eso.

Mi respiración se volvió superficial. Algo en su tono me dijo que estaba cruzando una línea invisible, un umbral del que no habría vuelta atrás.

—No entiendo —dije con voz ronca.

Se inclinó hacia mí, tan cerca que su aliento rozó mi mejilla. Olía a fuego y noche.

—Lo harás.

Sus dedos recorrieron el borde del contrato con lentitud.

—Si firmas esto, tu familia tendrá todo lo que necesita. Dinero, estabilidad, seguridad. Nada ni nadie volverá a dañarlos.

Mi corazón latía con violencia contra mis costillas.

—¿Y qué quieres a cambio?

Damián se recargó contra el respaldo del sofá, con la expresión de un depredador que disfruta jugando con su presa.

—A ti.

Una risa nerviosa escapó de mis labios.

—¿Quieres que me case contigo o algo así?

—No exactamente.

Sus ojos descendieron por mi cuerpo con un escrutinio que hizo que la piel se me erizara.

—Quiero tu alma.

El silencio que siguió fue denso como el humo.

—Eso no es gracioso —murmuré.

—No estoy bromeando.

Mi garganta se secó.

—Quieres… ¿mi alma?

—Así es.

El aire parecía haberse vuelto más pesado, más oscuro.

—Eso es una locura.

—Lo es —concedió—, pero también es la única opción que tienes.

Mis piernas temblaban bajo la mesa. Cada parte racional de mi mente me gritaba que corriera, que lo sacara de mi casa y llamara a la policía. Pero algo dentro de mí, algo primitivo y aterrador, me decía que todo lo que él decía era verdad.

Mi madre estaba muriendo. Mi padre se estaba desmoronando. Yo no podía más.

Apreté los puños.

—Si firmo, ¿qué pasa conmigo?

—Seguirás viva. Pero serás mía.

Su voz era una promesa y una sentencia.

—¿Para qué me quieres?

Damián sonrió, y ese gesto fue tan fascinante como aterrador.

—Lo descubrirás pronto.

La pluma temblaba entre mis dedos.

Podía sentir sus ojos fijos en mí, esperando.

Sabía que esto no era normal. Sabía que estaba vendiéndome a algo que no entendía. Pero también sabía que ya no tenía escapatoria.

Tomé aire y firmé.

El papel pareció absorber la tinta, como si lo hubiera estado esperando. Un escalofrío recorrió mi piel, y de repente, todo en la habitación se sintió más oscuro, más frío.

Damián tomó el contrato con una expresión de triunfo y lo deslizó dentro de su abrigo. Luego, con una lentitud exasperante, se acercó a mí.

Sus dedos rozaron mi barbilla, obligándome a mirarlo a los ojos.

—Bienvenida a tu nueva vida, Eva.

La presión en mi pecho se intensificó.

Su otra mano se deslizó hasta mi muñeca, y cuando su piel tocó la mía, una corriente abrasadora me recorrió el cuerpo.

—Espero que estés lista —susurró contra mi oído—, porque ya no hay vuelta atrás.

Mis músculos se tensaron cuando su toque se prolongó un segundo más de lo necesario. Mi piel ardía bajo la presión de sus dedos, un calor extraño, abrasador, que no tenía explicación lógica. Algo dentro de mí me decía que esa reacción no era normal, que ningún simple contacto humano debería sentirse así… pero ya había dejado de intentar encontrar sentido a lo que ocurría.

Mi boca se abrió, dispuesta a exigir respuestas, pero Damián se apartó antes de que pudiera decir nada. Su mirada seguía fija en mí, con una intensidad oscura que me hacía sentir vulnerable de una forma que no entendía.

—Tienes preguntas —dijo, con esa calma inquebrantable que me estaba empezando a irritar.

—¡Por supuesto que tengo preguntas! —exploté, sintiendo cómo la tensión se convertía en rabia—. Acabo de firmar un maldito contrato con un hombre que dice querer mi alma. ¿Cómo demonios esperas que no tenga preguntas?

Su sonrisa se amplió, como si disfrutara mi indignación.

—Bien. Me alegra ver que no te has roto todavía.

Ignoré el escalofrío que recorrió mi espalda.

—¿Todavía?

—Oh, Eva —susurró, y su voz era puro veneno dulce—. Esto apenas comienza.

Mi pulso se disparó. Algo en su tono me advertía que lo peor aún estaba por venir.

—¿Qué significa exactamente que ‘soy tuya’?

Damián se llevó una mano al mentón, como si estuviera considerando su respuesta con detenimiento.

—Significa que, a partir de ahora, todo lo que eres, todo lo que sientes y todo lo que deseas me pertenece.

Mi estómago se contrajo.

—Eso no responde nada.

—Responde más de lo que crees —murmuró, inclinándose un poco hacia mí. Su proximidad hizo que mi respiración se volviera errática.

Me odié por eso.

—Si piensas que voy a… —Hice una pausa, demasiado furiosa como para terminar la frase—. Si crees que esto significa que puedes hacer conmigo lo que quieras, estás muy equivocado.

Damián dejó escapar una carcajada baja, un sonido que me provocó un escalofrío eléctrico en la piel.

—Eso depende de ti.

Sus palabras flotaron entre nosotros, pesadas y llenas de una promesa velada que no me atreví a descifrar.

Quería gritarle, exigirle explicaciones claras, pero algo en su postura, en su manera de mirarme como si supiera cada uno de mis secretos, me hizo tragarme mis palabras.

Este hombre no era humano.

Lo sabía. Lo sentía en cada célula de mi cuerpo.

—Tienes miedo —susurró, con una satisfacción inquietante.

No lo negué.

—Deberías.

Antes de que pudiera responder, la luz parpadeó violentamente. El aire en la habitación se volvió más denso, cargado con una energía desconocida que hizo que mi piel se erizara.

Damián se enderezó, y por primera vez, vi su expresión endurecerse.

—Parece que el contrato ya está haciendo efecto.

Mi corazón martilló contra mi pecho.

—¿Qué… qué quieres decir?

Sus ojos me recorrieron con un destello de interés genuino.

—Que tu alma ya no es enteramente tuya, Eva.

El frío me envolvió antes de que pudiera procesar lo que significaban sus palabras.

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