¡Muchas gracias por seguir leyendo! Recuerden que dejar sus comentarios, reseñas y likes, es completamente gratis!!!!
Pasados unos largos segundos, todavía en completo silencio, con la sangre corriendo vertiginosa por su torrente sanguíneo y con las manos convertidas en dos puños fuertemente apretados, salió de allí. No necesitó de una explicación que buscara llegar al fondo de aquello. Habían intentado envenenar a su esposa y el culpable tenía nombre y apellido: Renato Castanho — ¡Santos! ¡Santos, espera! — le pidió su amigo, pero él no se detuvo, al menos no hasta que lo tomó del brazo — ¿Qué pasa? ¿Qué vas a hacer? — ¿Cuánto tiempo más va a permanecer Ana Paula aquí? — preguntó en respuesta. — No lo sé, quizás unas pocas horas más o un día entero, todo depende. Él asintió, y emprendió camino otra vez. — ¡Pero…! ¡Santos! Santos entró a la habitación de Ana Paula. Reía de algo que le había dicho su madre. — Hijo, que bueno que… — Madre, voy a necesitar que se queden con Ana Paula durante unas horas hasta que yo vuelva. — Claro, hijo, pero… ¿Por qué? ¿Para dónde vas? — Después te cuento. —
— Ana Paula, ella… — se llevó las manos al centro del estómago. Las náuseas la invadieron. — Está bien, por suerte. — ¿Y el bebé? Dios… ¿Mi sobrino cómo está? — Los dos están fuera de peligro. Elizabeth soltó un jadeo de alivio, aunque mezclado con la culpa, y cerró los ojos, ajena a que nuevas lágrimas se derramaran por sus mejillas. — Debo ir… debo decirle a Santos que fui yo — musitó con increíble culpa. — Beth, ¿De qué estás hablando? — De que fui yo. Fui yo quien quiso envenenar a Ana Paula. Leonas cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás un segundo, buscando recomponerse. — ¿Por qué harías una cosa así? — ella negó — Beth… — Llévame con Santos, por favor, debo decirle, debo hacerlo y que él me aplique el castigo que merezco. — No — decidió él, entonces se asomó por la puerta — ¡Nana! ¡Nana! La mujer, que estaba en el jardín, apareció en seguida. — Dígame, señor. — La señora Elizabeth se quedará aquí hasta que yo regrese y no tiene autorizado salir — decidió, le q
— Nada, señor, ninguno de mis compañeros tiene información respecto al paradero de su cuñado — avisó uno de los guardias de la mansión Torrealba. Santos negó con la cabeza y se frotó el rostro. Miró a su jefe de seguridad, quien llevaba la última media hora intentando rastrear su ubicación. — El muy astuto se ha desconectado. No tengo acceso a su ubicación — gruñó, pues de haberlo ya localizado, habría ido en su captura — Enviaré de todas formas a uno de mis hombres a su apartamento de soltero. Santos se incorporó y se acercó a la ventana, desconcertado y rabioso. — No puedo creer que todo esto haya pasado en mis propias narices — aseveró —. ¿Por qué Beth nunca nos dijo nada? ¡La habríamos divorciado enseguida de ese bastardo! ¡Maldicion, creí que solo eran sospechas mías! Leonas apretó los puños. También sentía culpa. — Lo ha protegido todo este tiempo. — Pero… ¿Por qué, carajo? ¿Por qué? — se giró —. ¿Dónde está ahora? Necesito verla y decirle que ya no tiene que temer, que vo
— ¿Dónde está Raquel? — preguntó Elizabeth a Leonas cuando quedaron solos. — Está en la cocina. Quiso pastel. Elizabeth asintió e intentó pasarle por el lado. Él lo impidió tomándola de la mano. — Beth… — Debo ir con Raquel. — Lo sé, pero debemos hablar. La mujer que viste aquí no significa nada — intentó explicar. Ella negó y bajó la mirada. — Leonas… — Pero no voy a negarte que tuve algo con ella, pasajero, de unos meses. — No tienes que explicarme nada de tu vida personal o tus relaciones amorosas. — No existe ni existió ninguna relación amorosa con nadie, no después de ti. Elizabeth sintió un ramalazo de electricidad sacudir su cuerpo entero. Alzo el rostro. Él parecía sincero. — Pero… yo te vi con ella — musitó con dolor. Todavía podía recordar el beso compartido y sentía que los celos se la comían como pirañas. Él negó y acarició su mano. — Lo sé, sé lo que viste, pero si me dejaras explicarte — le pidió. La agotada Beth asintió, así que él la llevó al sofá y se se
Elizabeth relató de a poco los años de dolor y sufrimiento, aferrada a una valentía de la que no quería volver a soltarse, lo que ese canalla le había hecho durante años, provocando que el salón de la mansión Torrealba estuviese rebosado de sollozos, nostalgia y apoyo indudable. — Mi niña, mi niña — se lamentó su abuela. No podía creer que su adorada nieta hubiese pasado por algo así, dentro de su propia casa, y que ninguno lo hubiera sospechado — ¿Por qué jamás nos dijiste nada? No lo habríamos permitido. Elizabeth bajó la mirada, avergonzada. — No tienes por qué contarnos nada más ahora, mi cielo. Ha sido muy fuerte lo que has vivido — añadió Julia, pues ya suficiente habían tenido con aquella horrible confesión —. Solo deja que tu madre te estreche esta noche en sus brazos y te dé consuelo. Ella asintió. No había nada que deseara más en ese momento que el cariño de su propia familia. Se arrepentía tanto no haber acudido antes a ellos. Santos, por su lado, no podía ni quería ace
Elizabeth había decidido ir a la cocina por un par de nuevas bebidas. La compañía y el cariño que estaba recibiendo por parte de su familia en ese momento, la hizo sentirse querida y protegida, descubriendo que no estaba sola, que nunca lo estuvo… pero entonces pasó frente a la puerta del despacho de la mansión y escuchó su propia en el interior. No fue hasta que abrió la puerta cuando descubrió lo que ocurría. Un hombre escalofrío recorrió su cuerpo entero, y unas terribles náuseas la invadieron. Leonas y Santos se habían quedado lívidos por largos instantes, pero no fue hasta que el primero notó a Elizabeth allí cuando apagó el aparato. Santos cerró los ojos. — Beth… — mencionó, completamente abatido. Ella negó y retrocedió un paso, horrorizada, asqueada… completamente avergonzada. Se había atrevido. ¡Renato se había atrevido! ¡La había expuesto de la forma más horrible en la que se podía exponer a una persona! ¡Había enviado a su familia aquel asqueroso video en el que él y su
Desde que Elizabeth había tomado aquella necesaria decisión para poder reencontrarse consigo misma, se dedicó entera a su hija y familia. El proceso no estaba siendo fácil. Raquel preguntaba por su padre a pesar del poco e insignificante cariño que este le había dado durante años. Ella solo era una niña buscando un poco de afecto. El trámite de divorcio comenzó el día siguiente después de la llegada de aquel video. Elizabeth tuvo que hacer acopio de toda su entereza para tomar esa férrea e inalterable decisión, y aunque Renato no se presentó a la cita programada con el juez, pues parecía que al infeliz se lo había tragado la tierra, ella no desistió, y el apoyo de su familia fue fundamental y no la dejaron sola en cada paso que estaba dispuesta a dar. La denuncia por maltrato la inició a la par. Fue un momento doloroso a la hora de relatar lo vivido, y aunque muchas veces se quebró, estaba siendo increíblemente fuerte, como jamás lo había sido… como jamás él se lo había permitido.
La mañana siguiente, como habían acordado que sería, fueron a visitar la clínica veterinaria. El pobre animal, que en un principio parecía asustado y enfermo, ahora tenía mejor semblante y composición, incluso se irguió imponente y protector al verla. Ana Paula no dudó en acercarse. — Hola, pequeño grandullón — lo saludó con una fresca sonrisa y le acarició el pelaje. El veterinario se sorprendió, pues en más de una ocasión la actitud del felino había sido rebelde, casi agresiva, pero con esa muchacha parecía encantado. Era como si su presencia le transmitiera seguridad, confianza y paz absoluta. — Verás que estarás en un lugar mejor — susurró —. Nadie nunca volverá a lastimarte. Serás libre. Santos la escuchó y admiró con adoración durante la siguiente hora. La vio alimentarlo y jugar con él como si no temiese a que le hiciera algún daño. Una llamada entrante lo sacó de sus cavilaciones. Era su jefe de seguridad. Desde lo encomendado apenas y paraba en la mansión. — Leonas — di