—¡Gabriel! ¡Qué gusto verte! —Morgan Reed debía rondar los cuarenta años, y por más que lo regañaran en el hospital, no había querido perder la barba a la que se había acostumbrado mientras trabajaba en conjunto con las Fuerzas Especiales—. ¿Vienes a que te apriete los tornillos o ya los acabaste de perder todos?Gabriel le dio un abrazo lleno de cariño y se sentó en una de las butacas de su oficina.—Todavía me queda alguno por ahí, pero te llamé por otra cosa. Necesito tu ayuda —dijo el guardaespaldas.—Bien, tú dirás.Durante cinco años el doctor Reed había sido el psicólogo a cargo de las Fuerzas Especiales, así que Gabriel tenía con él la confianza suficiente como para explicarle lo que estaba pasando con Marianne.—Lo bueno de esto es que has convivido demasiado con los síntomas como para reconocerlos —murmuró el doctor Reed cuando terminó de escucharlo—. Sudoración, escalofríos, dificultad para respirar, mareos y dolor en el pecho, los gritos… sabes que son ataques de pánico de
Marianne se había despertado solo porque su celular parecía las bocinas de una disco que no paraban de sonar. Diez minutos después Stela la sacaba de la cama y se la llevaba al cine, a vegetar todo el día con comida y películas, sin tener que hablar y sin que nadie las molestara. Así que para la noche, cuando por fin la dejó en la mansión Grey, Marianne todavía se sentía medio atontada. —¿Dónde está la gente de esta casa? —gruñó a la sirvienta que le abrió la puerta, dándose cuenta de que los gritos normales de su hermanastra no estaban resonando en la casa. —Salieron todos, señorita… —dijo la mujer y Marianne suspiró con cierto alivio, uno que desaparecería media hora después, cuando los golpes hicieran saltar la cerradura de su puerta. La figura tambaleante y furiosa de Benjamín Moore se dibujó en ella, y levantó un dedo furioso para señalarla. —Tú… ¡Tú m*****a zorra… eres la que ayudó a mi padre a fastidiarme la existencia…! —¿¡Qué diablos haces aquí!? —gritó Marianne retrocedi
La cara del asistente del Ministro era digna de un poema cuando vio al guardaespaldas llegar con Benjamín en ese estado.—¡¿Qué le pasó al hijo del Ministro?! ¿¡Por qué lo traes así!?—Deja de hacer escándalo, hay más médicos que pacientes en esta casa. Que lo curen y ya —rezongó Gabriel avanzando hacia el salón.—¡¿Y esto qué significa…?! —exclamó el Ministro Moore, que se había levantado en contra de todas las indicaciones de los médicos—. ¿Quién…?Gabriel tiró a Benjamín sobre una silla con gesto de asco.—Eso se lo hice yo —gruñó sin cortarse—. Me pareció que era mejor una paliza preventiva que una demanda por abuso sexual… aunque tengo entendido que todavía pueden demandarlo por agresión.El Ministro se puso pálido, luego rojo, luego todos los aparatos que tenía conectados empezaron a sonar y los médicos comenzaron a correr.Alguien se llevó a Benjamín.Alguien apuntó que sería un escándalo.Y veinte minutos después el asistente del Ministro casi de desmayaba leyendo el primer ti
Si al Ministro de Defensa no le había dado todavía un infarto, era evidente que faltaba muy poco. Y sus asistentes acataron todas aquellas órdenes que casi eran gritos, a punto de ensuciar sus distinguidos pantalones.Quince minutos después Marianne tenía asignada su camioneta, su guardaespaldas y en la tarde le entregarían las llaves de su nuevo departamento. Gabriel se subió al volante cuando salieron de la casa, y lo único que le produjo satisfacción fue escuchar cómo el Ministro se quedaba amenazando a los Grey con quitarles hasta el último contrato.—No pelees con ella —murmuró Stela antes de separarse de ellos en el estacionamiento de su edificio—. Parece que está loca, pero al menos en este caso, sabe lo que hace.Sin embargo, esa advertencia servía muy poco para alguien que tenía las emociones tan comprometidas como el capitán Cross. Entró detrás del Marianne al departamento y cerró de un portazo.—¿Qué mierda es eso de que te vas a casar, mocosa…? —preguntó exacerbado y ell
Marianne la había visto. La había visto mientras levantaba los ojos entre una oración que no significaba nada y otra, y había visto cómo aquella mujer sacaba un arma. Su conciencia se lo gritó, Gabriel Cross no era de los que esquivaban una bala, incluso si el infeliz de Benjamín no lo merecía. Y supo que si no hacía algo iba a perderlo a la misma velocidad con que lo había recuperado.Escuchó el estampido de la bala mientras lo empujaba y se quedó allí, mirándose las manos, porque por primera vez después de ocho años, había tocado a alguien voluntariamente y no estaba gritando…¿Por qué no estaba gritando?Pero cuando sus ojos se encontraron con la expresión horrorizada de Gabriel lo entendió: no estaba gritando porque le dolía. Había un dolor, sordo y feroz, extendiéndose desde su abdomen. Lo escuchó gritar su nombre en cámara lenta.—¡Maaaariaaaaanneeeee...!¿Cómo podía gritar en cámara lenta…?Marianne sintió que las rodillas le fallaban, pero antes de que llegara al suelo, sintió
¿Descontrolarse? Eso era poco para lo que Gabriel Cross sentía en aquel momento. Quería gritar, quería maldecir, quería subirse a la camioneta para ir y vaciarle un cargador entero en el pecho a Benjamín Moore y otro al Ministro, porque los primeros culpables de todo aquello eran ellos.—No sabemos hasta dónde fue exitosa la operación —dijo el cirujano haciéndolo reaccionar—. Hicimos todo lo que pudimos, pero su situación es demasiado delicada. Lo único que puedo asegurarle es que si no hubiera sido por usted, ni siquiera hubiera llegado a la mesa de operaciones.—Pues no servirá de nada si no se levanta de ella, ¿verdad? —siseó Gabriel con desesperación y cerró los ojos porque de repente le costaba mucho respirar—. ¿Qué tan mal está? —murmuró.EL cirujano miró a Morgan Reed y este asintió, poniendo una mano en el hombro de Gabriel.—Las primeras doce horas son cruciales… —dijo—. Pero no puedo darte falsas esperanza… no se ve bien…Las dos manos del doctor Reed se cerraron con fuerza
Era un león en una jaula de cristal.Entrar a aquella unidad de Cuidados Intensivos a la que habían pasado a Marianne, había sido como un balazo imaginario para Gabriel, uno doloroso y lacerante que lo destrozaba de verla allí. Se acercó a ella despacio, había tantos tubos, mangueras, sueros y aparatos a su alrededor que casi le daba miedo tocarla. Pero por más irónico que pareciera, eso era lo único que podía hacer.—Esto aquí, mocosa… —murmuró mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—. Estoy aquí…Reed entró y lo vio arrimar una silla y sentarse a su lado mientras tomaba una de sus manos y se la llevaba a los labios.—Estoy aquí… te estoy abrazando mucho… ¿está bien, mocosa? Te estoy besando. Ahora sí te estoy besando… —susurró dejando un beso suave en el dorso de su mano—. Así que no te me puedes ir… ¿me oíste? Me quedan muchos besos por darte. ¡Dios, me queda una infinidad de besos por darte!Hizo una mueca mientras sus dientes se apretaban pero al final no pudo evitar que aquel
Si alguien le hubiera preguntado a Asli Grey por qué odiaba tanto a su hermanastra, habría dado una larga lista de motivos de los que el único responsable real era su padre. Sin embargo, como no era capaz de culpar a su propio padre, prefería culparla a ella, a la bastarda, a la hija que se lo habría quitado de haber podido.Sin importar la lógica o la verdad, para Asli la única culpable de que Hamilt Grey un día hubiera hecho sus maletas… era Marianne.Su madre podía seguir creyendo esa estupidez de que Hamilt la había elegido a ella, pero Asli sabía la verdad: si Astor no hubiera metido las manos en ese asunto, su padre se habría largado con su put@ y su bastarda.Lo único que quería, lo único que deseaba, era que acabara de salir de su camino de una buena vez. Y como por el momento no podía hacerle nada a ella, se conformó con destrozar su habitación… hasta que encontró aquello. Entonces todo tuvo sentido para ella, y esa certeza de que otra vez tenía cómo hacerla sufrir se apoderó