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Capítulo 3. El respeto de un pueblo

Tenía que aceptar que intentar escapar había sido su mayor estupidez.

El beso que Erik le dio apagó todo pensamiento, se mordió el labio porque la sensación de aquel beso aún permanecía en sus labios. Su perfume era exquisito y el toque de sus manos hacía que su cuerpo experimentara una especie de hormigueo, y no respondiera a lo que su mente le dictaba. Era como si la hubiera estado controlando. Hedda sacudió su cabeza como si de esa forma pudiera hacer que esos pensamientos salieran de su mente, el rumbo que estaban tomando no era el que debían.

—¡Hedda! —Se sobresaltó con la voz aguda de Nilsa.

—¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? —reclamó Hedda.

—Te he estado hablando desde hace tiempo. ¿Qué te sucede? Desde anoche estás distraída. —Ella quería hablar con su amiga y contarle sobre lo que le había dicho el príncipe anoche, pero él le advirtió que sería solo entre ellos dos. Y entendía el motivo.

—Tengo que hablar con Karl —dijo en lugar de lo que estaba pensando. No porque pensara que aún había una oportunidad con él, sino porque sentía que lo correcto era decirle de frente que se olvidara de ella.

—¡No Hedda, ni se te ocurra! —Le advirtió Nilsa—. Mi princesa —Nilsa la tomó de las manos e intentó persuadirla. La joven no sabía mucho sobre parejas, pero había visto a algunas de quienes no le había quedado dudas de que se amaban. Y la forma en cómo se miraban era la misma que había visto en los ojos del príncipe cuando miraba a su amiga. Solo que ella no se había dado cuenta de eso y conociendo lo terca que es, no se dará cuenta pronto—, usted se va a casar con el príncipe más guapo, fuerte y valiente —Hedda rodó los ojos—, tiene que concentrarse en eso de ahora en adelante.

—Pero… —Hedda dejó de hablar cuando vio a alguien acercarse hacía ellas. Era él. Después de lo de anoche no se sentía preparada para mirarlo a los ojos, mucho menos tenerlo tan cerca. No tenía más opción, así que debía afrontar lo que sería su vida de ahora en adelante.

—Es su príncipe, señorita —Escuchó a Nilsa susurrarle. «¿Mi príncipe?»

—Princesa Hedda —saludó Erik. Ella y Nilsa le hicieron una reverencia.

Él tomó la mano de Hedda y depositó un beso en su dorso. Igual que como le pasaba desde anoche, no sabría describir con palabras que conociera la forma en cómo se sintió cuando sus pieles se tocaron. Era como… cientos de hormiguitas recorriendo su cuerpo.

Erik no pudo evitar evaluarla mientras la miraba, si ella aún estaba aquí y había asistido a las lecciones de la señora Elina, era porque había decidido quedarse. Pensar en esa posibilidad lo hizo tener una esperanza.

Hedda sintió la mirada de Erik fija en ella y se dio el valor para mirarlo también directo a los ojos.

—¿Te dirigías a algún lugar? —preguntó él cuando ella lo miró.

—No, solo paseábamos —respondió ella.

—Entonces te acompañaré —ella asintió— ¿Te gustaron las rosas?

—Sí…, son muy lindas —respondió con sinceridad, pero algo hizo que se sonrojara. Ahora podía ver de dónde había sacado las rosas, su jardín estaba lleno de rosas y flores. Él aroma ahí era más que agradable, la podía transportar a algún lugar mágico, si existiera claro—. Por cierto, gracias por ayudarme ayer —dijo, cambiando de tema. Recordó que anoche ni siquiera le agradeció por ayudarla a que no cayera de su balcón y luego la cubrió frente a la reina Signy.

—Está bien, solo ten más cuidado la próxima vez que intentes escapar. —Ella lo miró e intentó discernir si hablaba en serio—. La verdad, espero que no lo vuelvas hacer.

—No se preocupe —musitó.

—¿Pensaste en lo que te dije anoche?

—Sí, yo…

—¡Príncipe! —La voz de un joven los interrumpió. Ambos se giraron para ver a la persona.

—Jensen. —Dijo Erik al ver al joven. El soldado se colocó sobre una rodilla y llevó su mano derecha a su pecho.

—Princesa —saludó Jensen. Se colocó de pie y se dirigió al príncipe—. Su alteza, perdón por molestarlo. Hay una emergencia en una de las minas. Un derrumbe. Y hay personas atrapadas. —Reportó el joven. Jensen ya había enviado soldados para ayudar, además de organizar la atención medica que necesitaban. Y eso era lo que Erik siempre esperaba de sus hombres. Ellos podían encargarse por sí solos, pero nunca dejaba de atender a aquellos que necesitaban de su atención.

—Que preparen mi caballo —ordenó Erik y el joven soldado se fue.

—Perdón, debo ir, hablaremos luego.

—¿Puedo ir con usted? Ayudaré a atender a los heridos. —Él lo pensó por un momento.

—¿Segura? —Le cuestionó. Ella asintió de inmediato. No era que dudara de su capacidad. El padre de Hedda venía de una familia con habilidades en medicina. Y era de esperarse que ella supiera cómo tratar una herida.

—Prometo que lo haré bien. —Él aceptó. La llevó hasta la salida del palacio, ahí tenían listo su caballo. Hedda no tuvo más opción que subir con él. Tendrá que recordar la próxima vez pedir que también le preparen un caballo para ella. Podía jurar que miró una sonrisa en sus labios antes de que él subiera detrás de ella, pero no podía asegurarlo.

Sus brazos la rodearon y una extraña sensación se instaló en su pecho, se dijo que ya tendría tiempo después para pensar en qué le estaba ocurriendo. Por ahora lo más importante era ayudar a las personas que necesitaban de ellos.

—No entres, espera a que saquen por completo a los heridos —ordenó él luego de que la ayudó a bajar del caballo. Ella asintió a su petición. Él se giró para irse, pero ella lo detuvo de su brazo.

—Usted…, cuídese. —Se miraron directo a los ojos por unos segundos. Él asintió antes de dar la vuelta y entrar a la mina. Hedda miró a su alrededor y pudo ver que la mayoría de los hombres ahí eran de su reino. Sus característicos cabellos largos y trenzados se lo podían confirmar. Todos ellos trabajaban en aquellas minas. Uno de ellos se levantó, doblo una rodilla e hizo una reverencia ante ella, luego lo siguió otro hombre y otro, hasta que todos la reverenciaron. La noticia del matrimonio entre ambos príncipes ya se había extendido incluso fuera de las fronteras.

Muchos de aquellos esclavos habían preferido quedarse en Besian, algunos porque habían hecho sus familias en este lugar, y otros porque el príncipe Erik les había ofrecido trabajar en las minas con beneficios como si fueran sus mismos ciudadanos.

Sabía por lo que había leído, gracias a que su padre la obligaba a leer sobre el reino de Besian, y ahora entendía el por qué. Hace unos años el rey Melker había liberado a todos los esclavos de guerra del reino de Hedal. En los libros que leyó nunca vio la fecha exacta de cuándo eso sucedió. Ahora tenía una sospecha de cuándo fue. Era seguro que desde que acordaron aquel matrimonio sellando la paz entre ambos reinos. Era de esperarse que aquellas personas la quisieran y la respetara porque piensan que gracias a ella son libres. Y de seguro esperan mucho más de ella.

No pudo evitar sentirse mal y avergonzada porque ella tenía planeado fallarles, no solo a ellos sino a todo su pueblo y familia. Podría defenderse diciendo que no sabía nada del acuerdo de paz, pero era una princesa y sabía muy bien cuáles eran sus obligaciones.

—Princesa —la llamó una mujer. Hedda salió de su aislamiento mental y puso su atención en ella. No se había dado cuenta de que estaba absorta en sus pensamientos.

—Sí, disculpe. —La chica se sorprendió por su disculpa—. ¿Puedo ayudarles? —ofreció Hedda. La mujer frente a ella asintió y la invitó a seguirla.

—Mi nombre es Kaira, princesa —se presentó la chica.

—Es un nombre bonito. Puedes llamarme Hedda —dijo.

—No sería correcto. —Hedda no insistió, porque sabía que era un caso perdido. Había visto que las reglas en Besian eran demasiado estrictas.

—¿Tienes familia trabajando aquí? —preguntó con curiosidad.

—Mi padre y yo trabajamos atendiendo a los heridos, ya sea en las minas o a los soldados. Vamos donde el príncipe nos necesite.

—Entiendo.

—Mi padre es de Hedal —dijo Kaira—, cuando era joven fue aprendiz en la academia de medicina de su familia, princesa. —Hedda se sorprendió.

—¿Entonces, también fue esclavo aquí? —preguntó ella.

—Sí, un tiempo.

—¿Y tú… también eras esclava? —Kaira sonrió.

—No, mi madre es de aquí. Por lo que yo tuve la suerte de nacer libre.

—Entiendo.

Pasaron alrededor de dos horas atendiendo a los que estaban más heridos. Fue un alivio que ninguno fue de gravedad. Y todo parecía transcurrir con tranquilidad, hasta que escucharon gritos en la entrada de la mina. Hedda levantó su mirada y miró a varios soldados moverse con rapidez. No sabría decir cómo ni por qué, pero su corazón pareció detenerse por un momento.

Minutos antes.

—Jensen, ¿cuántos quedan? —preguntó el príncipe cuando habían liberado casi a todas las personas atrapadas en los escombros.

—Quedan dos, su alteza. Pero está complicado —dijo señalando hacia arriba.

Jensen tomó al hombre herido y lo ayudó a salir, luego ayudó a su compañero que venía detrás. Estaba exhausto.

—Mi hijo está ahí adentro —dijo un hombre mayor detrás de ellos. Tenía un poco de sangre en su cabeza—, debo sacarlo de ahí. —Erik lo detuvo.

—No se preocupe, señor, nosotros lo sacaremos. —Le hizo señas a un soldado para que se llevara al anciano—. Iré por el chico —anunció Erik.

—No, príncipe, espere… —dijo un soldado, pero Erik ya se había adentrado en el pequeño espacio que abrieron para extraer a los hombres que estaban atrapados. Pasaron varios minutos y aún no veían salir a nadie. Jensen y los demás empezaron a llamarlo.

—Iré a por ellos —dijo Jensen cuando no obtuvieron respuestas. Antes de que él entrara miró un cuerpo arrastrarse, extendió sus manos y lo ayudó a salir. Era el joven que había quedado atrapado, detrás de él venía Erik. Jensen y los demás suspiraron con alivio cuando salió.

Algo de tierra cayó sobre la cabeza del príncipe, miró hacia arriba y supo que el techo se les venía encima.

—¡Salgamos! —ordenó. Todos se apresuraron hacia la salida. Algunas piedras empezaron a caer sobre ellos. Faltaban un par de metros para poder estar fuera. Erik empujó al último hombre delante de él, pero él no logró salir a tiempo.

—¡El príncipe! ¡El príncipe! —Escuchó Hedda que gritaban.

Se colocó de pie y, como si algo la estuviera llamando, empezó a caminar hacia la entrada de la mina de la cual salía una nube de polvo. Las personas corrían de un lado a otro sacando piedra por piedra. Alguien la sujetó del brazo y se vio obligada a quedarse ahí, esperando por él. Quería verlo salir caminando. Una lagrima corrió por su mejilla, se dio cuenta porque estaba empañando su visión. Frunció su ceño porque no estaba segura de lo que estaba sintiendo. Esa opresión en su pecho parecía que le estaba dificultando su respiración conforme pasaban los minutos.

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