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31: Ni una temeraria se salva

—Al menos te acuerdas de llamar a tu madre. ¡Aunque de ti qué se espera! Siempre has sido intermitente, peor que un semáforo.

El sermón de Agatha Sinclair, su madre, fluyó en sus oídos mientras sus ojos chocolate deambulaban por el ordenado desorden de su habitación. Una calma inquietante, casi aburrida, en su rostro. Mientras tanto, se acostó de espaldas en su cama con el teléfono en altavoz junto a su cabeza.

En el fondo, se reprodujo una canción de ritmo lento.

Ya había pasado una semana desde que vio al señor Gold en su mansión.

Ya no tenía su número registrado.

También borró el contacto del jefe Reynolds.

Cortó cualquier lazo que la condujera de vuelta a una ruleta.

—Por favor, prométeme que has mantenido un bajo perfil, Alessa.

—Sí.

Ni siquiera tenía que prometerlo, ni a su madre ni a nadie. Desde niña, había priorizado la privacidad muy por encima de la excentricidad. Por eso rechazó tantas oportunidades de explotar su extraña condición. Por eso estudió en instituciones pública
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