Para alguien como Alessa, siempre fue muy difícil pensar con la de abajo que con la de arriba.Su cerebro, la mayoría del tiempo comandó el camino, y para ella nunca representó un problema.Esa noche, en la oscuridad, lejos de los suaves ronquidos de Carla, rodó entre sus sábanas una vez más privada de las mecánicas naturales del ser humano. No sentía ninguna clase de culpa, pero el nombre de su jefe prevalece incansable en su mente, tocando, danzando y susurrando su nombre.Alessa comenzó a irritarse.No era lo suficientemente sensible para quejarse de su malestar, pero tampoco era lo suficientemente insensible para ignorar el recuerdo sempiterno del señor Gold detrás de sus párpados pesados.Estuvo a punto de llamarlo. El teléfono en la mesita de noche, demasiado cerca para no ser una tentación. Aun así, la razón le recomendó hacer las cosas de frente: esperar que amanezca e ir a su mansión.De ese modo, contactó a Reynolds a las siete de la mañana.Cuando llegó a la mansión Gold ese
Alessa negó despacio con la cabeza, sus pestañas revoloteando mientras el hombre mayor ladeó la cabeza a milímetros de la de ella. Un resplandor peligroso lo envolvió.—Te robó de mí, porque es un hijo de perra envidioso y lo conozco a la perfección. No podría ignorarte y eso me enferma.Alessa lo consideró unos segundos, silenciosamente complacida. Alzó las cejas.—Tú me espiaste.La sentencia zanjó una duda mínima y él al menos pareció un poco avergonzado. —Me preocupaba tu bienestar, Alessa —chasqueó la lengua, irritado. La tensión evidente en su mandíbula afeitada, fuerte y masculina. También en sus nudillos apretados, marcados por sus venas gruesas.¿Acaso su arrogante jefe podía estar...? Bah. ¡Imposible! Qué reverenda locura. Alessa se tragó una risita irónica y, en su lugar, rodó los ojos.Un playboy fajado de dinero en efectivo, diamantes y mujeres deslumbrantes estaba por encima de los celos de un mortal enamorado o enviciado.Ser territorial era una cosa muy distinta en el
—No digas cosas de las que te vas a arrepentir mañana, querida niña —advirtió Leonardo severo, jugando con el dobladillo de su vestido corto y ya arrugado por el buen maltrato que le dio mientras la reclamaba. Alessa lo miró, atrapada entre la sospecha y la comodidad. ¿Cómo era posible que pudiera desconfiar y confiar al mismo tiempo en una persona de esa forma? Le preocupó estar perdiendo la perspectiva de la situación por culpa de sus sentimientos bizarros. —Es la verdad, lo que dije de que no me voy a quedar. Así que no intentes desviar el tema —replicó ella. Si sucumbió al momento, fue porque estaba de humor, muy interesada en él y lo que los envolvía. Leonardo tarareó, deslizando las manos por sus curvas vestidas. —Tampoco voy a retenerte a mi lado o alrededor de mí, si eso es lo que estás pensando, dulce princesa —comentó él, con una media sonrisa traviesa—. No soy ese tipo de hombre. —Y yo no soy ese tipo de mujer —reviró Alessa sin bajar ni la mirada ni la actitud—. Claro
Él pareció a la defensiva, mientras comenzaban a comer.Como si el tema de la confianza fuese un campo minado que ella acababa de tocar sin querer. Se suponía que solo era una observación inofensiva de su estilo de vida. Sin embargo, fue algo totalmente diferente. Alessa siempre había notado el estrecho círculo de confianza que rodeó al señor Gold porque, joder, había que ser ciego o tonto para ignorarlo. Ella supuso que fue una preferencia natural, otro lujo de un multimillonario al escoger muy cuidadosamente en quién confió.Sin embargo, el aumento de tensión en el ambiente le dijo todo lo contrario.Le hizo preguntarse, muy seriamente, si nunca confió en ella.—Te ves jodidamente hermosa, ¿ya te lo dije? —Leonardo soltó esa adulación un poco rígido, haciendo una pausa con su copa de vino blanco antes de admirar el vestido esmeralda y lo tacones verde oscuro que ella escogió para esa ocasión.En su defensa, Alessa se había preparado para desaparecer de su vida con estilo, no para qu
—Al menos te acuerdas de llamar a tu madre. ¡Aunque de ti qué se espera! Siempre has sido intermitente, peor que un semáforo.El sermón de Agatha Sinclair, su madre, fluyó en sus oídos mientras sus ojos chocolate deambulaban por el ordenado desorden de su habitación. Una calma inquietante, casi aburrida, en su rostro. Mientras tanto, se acostó de espaldas en su cama con el teléfono en altavoz junto a su cabeza.En el fondo, se reprodujo una canción de ritmo lento.Ya había pasado una semana desde que vio al señor Gold en su mansión.Ya no tenía su número registrado.También borró el contacto del jefe Reynolds.Cortó cualquier lazo que la condujera de vuelta a una ruleta.—Por favor, prométeme que has mantenido un bajo perfil, Alessa.—Sí.Ni siquiera tenía que prometerlo, ni a su madre ni a nadie. Desde niña, había priorizado la privacidad muy por encima de la excentricidad. Por eso rechazó tantas oportunidades de explotar su extraña condición. Por eso estudió en instituciones pública
Dos días más tarde, Carla le preparaba la cena cuando tuvieron la conversación.—Dejaste de asistir a la Facultad, Alessa.La mencionada giraba su celular sobre la mesa, mientras tenía el ceño ligeramente fruncido.—Puede ser —contestó distraída.—¡Es que iba a suceder! El que te conoce, lo imaginaba ya.—Pregúntaselo a mi madre.A pesar de la apatía natural de la pelirroja, Carla se acercó y colocó una mano gentil en su hombro.—Oye, ¿estás bien?“Estar bien es una mentira universal”, consideró Sinclair un poco allí, un poco en otra parte. Dividida por el pensamiento del presente y el del pasado que continuó acechándola.—Le Roux ya me avisó cuándo entro a ser su nuevo juguete. —Cambió de tema—. Probablemente busque un lugar propio cerca de la Corporación.Lo había estado pensando desde que habló con Agatha. Mudarse. La separación con Carla sería incómoda, pero a esas alturas del partido, estaba tirando de la cuerda.—Eh, si tú eres un desastre viviendo sola. —La morena esbozó una mu
—Leo, ¿podrías prestar atención al menos un segundo?La petición susurrada de Sophia despertó su simpatía, pero Leonardo, por mucho que quisiera, tenía dificultades para concentrarse en la junta de Industrias Gold. Sus socios hablaban, unos por aquí, otros por allá. Al final, todos decían lo mismo. Bestias superficiales.Su teléfono personal pesaba en el bolsillo dentro de su saco. Sus dedos inquietos, sus nudillos apretados.—Tal deberíamos considerar una negociación con la Corporación Le Roux si queremos pensar en el futuro —opinó uno de los más jóvenes, ¿Frank? Leonardo no recordaba, pero el muchacho apenas tenía más de veinticinco años.—A ver, chiquillo puberto, mi padre mantuvo el futuro sin depender de nadie. Yo tampoco lo voy a necesitar —intervino, empleando su sarcasmo.Sophia tenía la suficiente confianza con él como para pisarle el pie por eso, pero ella se quedó quieta, disparándole una mirada de advertencia.—¿Puberto? —El apodado “Frankie” bufó, ofendido—. Formo parte d
—¿Su acompañante? —preguntó Carla en cuanto llegó al apartamento con una bolsa de chucherías entre los brazos y una cara de póquer.La propuesta de Le Roux la había pillado desprevenida, tanto así, que casi salió corriendo de su oficina mientras él la llamaba por su nombre.Las otras asistentes, Ashley, Lana y Ester, se levantaron asustadas cuando vieron el resplandor rojo atravesar el pasillo y desaparecer en el ascensor.En otra ocasión, hubiera disfrutado de meterse en líos con Horacio, pues el tipo solía fumar un cigarrillo en la entrada del edificio a esas horas, cuando faltaba poco para que terminara la jornada de trabajo para los empleados promedio como ella. Por supuesto, Elliot le asignó a Horacio la "penosa" tarea de buscarla en casa y traerla al trabajo.Oh, sí que extrañaba al jefe Reynolds. Reynolds no solo era un deleite para la vista femenina y para algunas masculinas, también fue callado, severo, pero accesible. Y tenía un toque travieso oculto. Horacio, por otra part