El sándwich de pavo estaba delicioso y Anastasia, la cocinera que lo preparó -la mansión contaba con tres cocineras, dos ayudantes de cocina y un chef- me dijo que era una receta sencilla de pan de centeno, salsa curry, albahaca, filete de pavo, mayonesa, lechuga y tomates avinagrados.
—No es nada del otro mundo, señorita —dijo Anastasia después de explicarme cómo lo había preparado. Estábamos sentadas en uno de los comedores auxiliares de la cocina.
—Entonces debe ser que venía acostumbrada al engrudo que nos servían en el internado, porque esto está para chuparse los dedos —conseguí decir después de haber masticado casi la mitad del sándwich.
Anastasia sonrió, alagada.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Valentina?
Asentí con la cabeza porque tenía la boca llena con un nuevo mordisco. Anastasia se acercó hasta susurrarme al oído
—¿Si va a conseguir los mil millones?
Casi me atraganto y Anastasia se apresuró a servirme un vaso con jugo de naranja, recién exprimida. Bebí un gran sorbo.
—¿Te refieres a si voy a conseguir que el ginecólogo certifique que sí soy virgen?
Anastasia asintió.
—Lo pregunto, señorita, no para meterme en su intimidad, no, no crea que soy de esas, sino porque conozco a un médico que podría ayudarle.
—Pues, Anastasia, agradezco tu interés y la ayuda que me ofreces, pero aquí donde me ves, soy una virgen jamás besada.
Anastasia se echó para atrás.
—¿En serio, señorita?
Me extrañó, y hasta me sentí un poco ofendida, de que Anastasia lo dudara.
—¿Por qué no me crees? ¿Tengo apariencia de zorra?
Me preocupaba lo que pudiera contestar. Anastasia debía tener solo dos o tres años más que yo, por lo que su opinión sobre mi apariencia podía ser muy reveladora sobre la imagen que estaba proyectando, o la fama que me podía haber creado en la mansión, pese a que, desde el internado, la había visitado dos o quizá tres veces.
—No, no, no —se apresuró Anastasia a decir—. No es nada de eso, señorita, pero, verá, es que siendo usted tan bonita y con tanto dinero, es difícil creer que no haya un solo chico que no se fije en usted.
Sonreí, en parte aliviada y también comprendiendo las razones que Anastasia tenía para creer que no hubiera conseguido un chico en mi vida, hasta ahora.
—Si sabes que vengo de un internado, ¿no?
—¿Un internado? No, no sabía. pensé que estudiaba en otro país, señorita, como muestran que hacen los hijos de los ricos, en las telenovelas.
Otra vez la mención a las telenovelas. Sabía lo que eran, tampoco era que hubiera estado viviendo en otro planeta, pero nunca había visto una y ahora empezaba a temer al mundo exterior y la gran cantidad de cosas de las que el internado me había privado.
—Pues ya ves que no, que estaba a solo unos kilómetros de aquí, pero en una escuela en la que está prohibido salir y, además, es de solo chicas, así que, bueno, creo que ya puedes hilar los motivos por los que no he tenido un novio.
—¿Y una novia?
—¿QUEEÉ?
Si no hubiera sido por la naturalidad, y hasta inocencia, con la que Anastasia formuló su inquietud, creo que hasta habría sido capaz de golpearla.
—¿Cómo que novia? ¡Por supuesto que no!
—Ah, bueno, ya entiendo —contestó Anastasia, abochornada y con la mirada gacha—. Entonces sí estoy segura de que va a conseguir el certificado y los mil millones. —Sonrió.
Terminé el sándwich y Patricia, el Ama de Llaves, llegó a la cocina para preguntarme si quería que le encargara a Carlos, el chófer, que fuera preparado el vehículo.
—Primero quisiera tomarme una siesta. —Le dije—. Y también ducharme. Hace dos años que no entro a una ducha con agua caliente.
Noté que los dos cocineros que pasaban en ese momento por el comedor auxiliar, Anastasia y Patricia me observaron como si yo fuera una mujer soldado que acababa de regresar del campo de batalla, con los ojos muy abiertos y un poco pálidos.
—¿Qué ocurre? —Les pregunté.
Patricia me sonrió y se encargó de disculpar la reacción de los empleados.
—No nos malinterprete, señorita, pero, ¿en serio no se ha lavado con agua caliente por tanto tiempo?
Los miré extrañada. Seguían mirándome como si hubiera confesado algo terrible.
—Es cierto, pero no entiendo qué tiene eso de malo.
—No, no, no es que tenga algo malo, pero…
Anastasia se adelantó a Patricia y terminó su frase, aunque no creo que el Ama de Llaves lo hubiera hecho como Anastasia lo hizo.
—Es tan increíble como que no hubiera tenido un solo novio en su vida, señorita Valentina.
Suspiré y me llevé la mano a la cabeza.
—¡¿Pero qué imagen tienen ustedes de mí?! ¿Se creían que estaba en otro país, en medio de un harem de hombres y metida en una tina de agua caliente?
Por su caras y falta de respuesta, parecía que así era.
—¡Estaba en un internado! ¡Un internado! Que es como una cárcel, eso, imagínenlo así, como una cárcel de mujeres. Estaba en una cárcel de mujeres adolescentes y acabo de quedar en libertad ¿Creen que allí había hombres jóvenes? ¡No! ¿Había agua caliente en las duchas? ¡No! ¿Te sirven sándwiches de pavo con salsa curry y mayonesa? ¡No!
—Bueno, bueno, señorita Valentina, ya entendemos —dijo Patricia—. Lo sentimos, mucho.
—No, no se preocupen, entiendo que pueda resultarles extraño cómo es posible que una niña rica y mimada pase por un sitio así, pero es más común de lo que ustedes creen. —Al decir eso, sentí un nudo en la garganta porque la verdad era que no entendía, y no había pasado un solo día sin que me lo preguntara, ¿por qué mi mamá me había metido en ese lugar? Apreté los puños para contener las lágrimas—. Si me disculpan…
Salí de la cocina hacia mi habitación, pero escuché el zapateo de Patricia contra el piso de mármol. Me giré cuando me llamó.
—Señorita Valentina, su habitación…
—¿Qué pasó con mi habitación?
—Ya no es la que era antes.
Miré a Patricia con inquietud y hasta con un poco de ira, como si fuera culpa suya lo que estaba por decirme.
—El señor Camilo pidió que la cambiaran.
—¿Cómo?
—Sí. Ahora queda en el ala oeste, en las dependencias que él ocupa.
—¿Por qué? —Volví a apretar los puños—. No, yo quiero mi habitación donde siempre ha estado, allí. —Señalé hacia donde me estaba dirigiendo, al ala este de la casa.
—Lo siento, señorita, pero fueron las órdenes del señor Camilo.
Suspiré e intenté tranquilizarme.
—Bueno, llévame entonces, por favor, a mi nuevo cuarto.
Seguí a Patricia por el corredor que llevaba al ala oeste de la casa, en donde estaban las habitaciones principales de la mansión. Allí tenía su cuarto mi mamá, que compartió con mi padre antes de que él falleciera y que, suponía, había también compartido con Camilo en los años que duró su matrimonio. También había un salón de juegos, una enorme sala de cine privado y los cuartos para los huéspedes más importantes, es decir, demasiada exposición pública y ese era el motivo por el que había escogido un cuarto en el ala este, en donde las habitaciones eran más pequeñas, pero también más acogedoras y, la zona, más privada. Cuando no era “temporada de invitados”, como ese momento del año, el ala este estaba prácticamente estaba vacía y sentía que era toda para mí.
—Aquí es, señorita. —Patricia se paró frente a la puerta de la habitación del lado de la principal.
—¡No! ¡No puede ser!
Patricia usó las llaves y abrió la puerta. Me eclipsó la luz que entraba por el balcón y las cinco ventanas que rodeaban el cuarto, sus cortinas blancas de seda y las altas paredes de color rosa. En el centro de la habitación había una anticuada cama doble que hubiera podido pertenecer a María Antonieta, antes de que le quitaran la cabeza, sobre una alfombra malva de terciopelo que se extendía a lo largo de los cien metros de superficie que debía tener el cuarto. No tenía nada que ver con la hermosa buhardilla chapada en madera, de techo inclinado y paredes decoradas con afiches de bandas de rock y neopunk que recordaba tener hasta hacía una semana.
—¡¡MALDITO SEAS, CAMILO PONCE!! ¡¡QUIERO MI CUARTO!!
Entré a ducharme y descubrí que la cortina de la tina era rosa. Si hay un color que detesto es ese, pero no iba a cambiarlo en ese momento. Volví a rabiar contra mi padrastro y me bañé. No tardé en darme cuenta que no aguantaba el agua caliente, ya estaba acostumbrada a las duchas frías y un minuto después de haber abierto la llave del agua caliente, la estaba cerrando de nuevo. No tardé más de cinco minutos y me sentí renovada. Encontré algunas mudas de ropa, de hace más de un año, en el walk-in closet. No sabía que había aumentado mi estatura unos centímetros hasta que me probé la tercera camisa con el mismo resultado de las anteriores; casi me quedaban de ombligueras. Le hice un nudo en las puntas y me la puse así, pero con los jeans fue lo mismo y me quedaron muy por encima de los tobillos. Necesitaba ropa nueva, con urgencia. Bajé de nuevo a la cocina y busqué a Anastasia. La encontré pelando unas papas que se iban a usar para preparar unos ñoquis. —Me gustaría que vinieras co
Llegué a casa temprano, un poco antes de las nueve de la noche, para tener la oportunidad de entregar a Valentina lo que le había comprado en la tarde. Tan pronto descendí del vehículo, pregunté al mayordomo, Alfredo, dónde estaba mi hijastra.—La señorita Valentina se encuentra en su habitación, señor. —Me dijo.—Supongo, entonces, que ya cenó.—Así es, señor. Tomó la cena hace una hora.Iba a cambiarme a mi habitación, a ponerme algo más cómodo para trabajar unas horas más en la biblioteca, cuando recordé que Valentina debía mostrarme el certificado que le había pedido en la tarde.
Creo que le di su merecido. Tenía que sacarme la rabia que me dio el haber tenido que ir hasta el consultorio de un médico morboso, que estuvo a nada de pedirme quién sabe qué obscenidad para entregarme el certificado, solo para cumplirle su capricho. ¿Qué bendita fijación con la virginidad de las mujeres? ¿Acaso una mujer es más o menos por el hecho de ser o no virgen? No lo entiendo, solo sé que, en el internado leí alguna vez una de esas lecturas que las monjas prohibían (para mí, su lista de prohibiciones era una catálogo de lo que debía leer) y de ahí saqué lo que le dije sobre el control machista y misógino que, parece, fue lo que más le dolió.Cuando se fue, revisé la ropa que me había comprado. No estaba mal si acaso tuviera en mente ir a un
Llegué a trabajar poco antes de las siete y Miguel ya me estaba esperando, en la oficina, con el vaso de latte que siempre tomo antes de empezar la jornada. Me saludó y empezó a leer la agenda del día. Me senté y escuché su voz como el murmullo de un río.—¿Señor?Levanté la mirada.—No he dicho nada.Miguel me miró con una ceja levantada, extrañado.—Precisamente, señor. No me ha dicho si debo o no confirmar la reunión con el Ministro de Energía.Algo me hizo ruido en la mente. Miguel acababa de mencionarme algo sobre el Ministro de Energ&ia
Creo que me acostumbré, de más, al colchón duro, gastado y estrecho del internado, porque casi no pude dormir en la nueva cama. La que tenía en la habitación anterior era vieja y el colchón ya tenía la forma de mi cuerpo como una impresión en cera, pese a que solo la usé, de manera frecuente, hasta los doce años. La nueva era muy suave, tanto que llegué a sentir que iba a hundirme para no poder salir nunca más del hueco que se iría formando a cada minuto que permanecía acostada. Tampoco pude evitar escuchar el ruido que hizo mi padrastro cuando entró a su habitación, pese a que las paredes que dividen los cuartos de la mansión son gruesas. Lo escuché cuando abrió la llave del baño, su pasos pesados en el walk-in, el abrir y cerrar de cajones, en definitiva, tuve una muy mala noche y la falta de sueño me quedó marcada en las terribles ojeras que no podía ocultar por la falta de base. A las seis de la mañana entró una de las doncellas de la mansión, una mujer que se acercaba a la trein
Durante el trayecto a la mansión, imaginé que Valentina me haría esa pregunta y tuve la certeza cuando nuestros ojos se cruzaron. Era mucho más hermosa de lo que había imaginado. Un rostro nacarado surcado por unas muy pequeñas y sutiles pecas, que parecían formar una galaxia entre una mejilla y otra, bajo sus ojos de una claridad aguamarina que, lejos de ser fría, era cálida y, aunque miraron con tristeza el plástico que le ofrecí, estaban ansiosos por una respuesta que pudiera confortarlos y devolverles la alegría que siempre parecían tener.—¿Te parece si entramos?Valentina asintió, pero me hizo una seña con la mano para que aguardara. La vi acercarse a la chófer y hablar con ella. Al verla, no me cupo ninguna duda de que era un
No lo podía creer. Me dio la tarjeta de crédito y no solo eso, hizo que su secretario privado (papasito) viniera a entregármela, en persona. Ahora, no sabía cuánto cupo tenía la tarjeta y tampoco tenía forma de saberlo, aunque, según Miguel, el monto era suficiente para cubrir mis necesidades mes a mes, pero, ¿y qué tal mis caprichos? Además, si mi padrastro conocía “mis necesidades” de la misma forma en que sabía lo que me gustaba vestir, o de la manera como se preparó para mi llegada, estaba segura de que el cupo de la tarjeta apenas si debía ser suficiente para un vestido y algunos dulces. Solo había una forma de averiguarlo.—Emily, ¿ya podemos irnos?—Por supuesto, señorita, pero pensé que querr&
Admito que me sentí un poco descompensado cuando la vi entrar al estudio. Escurría agua por el cabello, lo que le daba una aspecto entre tierno y salvaje y, no sé si por el frío, por el hecho de que también llevaba la camiseta algo mojada o porque no llevaba puesto un sostén, pero alcanzaba a ver (aunque no quisiera) sus pezones bajo la camiseta de calaveras verdes fluorescentes que llevaba puesta (y sí, era una camiseta horrible, aunque a ella se le veía muy bien).—Salí un poco, sí —contestó a mi pregunta sobre si había estado divirtiéndose.—Eso supuse. —Me levanté de la silla y caminé hasta la parte frontal del escritorio. Valentina estaba frente a la misma gaveta de libros que en la noche anterior, a solo unos pasos d