No recordaba lo bella que era mi hijastra. Si bien la había visto durante el funeral de mi esposa, hacía apenas una semana, fue en otras circunstancias y creo que solo la saludé, pero cuando la vi fumando en el jardín de la glorieta, con sus largas piernas al sol y su rostro de niña mala, reconozco que me estremecí un poco. Sin embargo, debía empezar a ser duro con ella, se lo había prometido a Gloria, su madre. Fue suya la idea de crear los fideicomisos.
—Mi hija necesita madurar, ser fuerte y consciente del futuro que se le avecina —dijo Gloria en la cama del hospital, un día antes de que me la llevara a casa, seguros ya de que solo le quedaban unos días de vida—. Aunque tú quedes a cargo de ella, como su tutor y administrador de la inmensa fortuna que le dejo, me temo que eso no será suficiente.
No supe qué alternativas legales teníamos para que, una vez cumplidos sus 18 años, fuera la mujer que Gloria deseaba que ella fuera.
—Yo seré su tutor y soy su padrastro, pero apenas si nos hemos visto unas cuantas veces. No tengo lo necesario para convertirme en el padre que necesita.
—En eso tienes razón, como otras tantas veces, amor. —Me dijo Gloria. Luego tosió con fuerza. Sus pulmones se estaban deshaciendo—. Por eso hablé con el abogado Carrara.
Carrara era el vicepresidente jurídico del Grupo Empresarial Viper, que yo dirijo desde hace cuatro años, cuando Gloria debió renunciar a la presidencia por su enfermedad. Es el mejor abogado del país y también es presidente de su propia firma de juristas, una de las más prestigiosas del continente. Gloria le consultó sobre los fideicomisos y, aunque con algunas reservas, Carrara le ayudó a elaborarlos.
—Tu hija no se someterá tan fácil a ellos —Le dije a Gloria.
—Y no espero menos de ella, por eso tienes que estar ahí y ser persuasivo.
Tuve que hacer un esfuerzo inmenso para no reírme cuando le comuniqué a Valentina el primero, y cómo disfruté lo que siguió.
—Cambié de opinión. —Le dije al chófer cuando estábamos por doblar a la calle que lleva al edificio de la empresa. Miguel, mi secretario, me miró asombrado—. Mejor vamos a un centro comercial.
—Sí señor —contestó el chófer mientras cambiaba el rumbo.
—Señor, ¿está seguro? —Me preguntó Miguel.
—Sí. Reprograma las citas de la tarde. Ahora prefiero ir y comprarle algo a mi hijastra.
Noté que Miguel hizo cara de no estar muy convencido, pero lo vi tomar el teléfono y la agenda de la laptop.
—¿Vulcano está bien, señor? —preguntó el chófer.
—Sí, Vulcano me parece un buen centro comercial —contesté.
El tráfico estaba terrible y aunque estábamos a unas cuadras, tardamos media hora en llegar. Miguel terminó de reprogramar las citas para el momento en que el auto se orillaba para dejarnos.
—Te llamo en dos horas —Le dije al chófer.
—Señor, todas sus citas quedaron reprogramadas entre mañana y el viernes —Me dijo Miguel mientras observábamos el vehículo alejarse.
Asentí con satisfacción y me encaminé a la entrada del centro comercial.
—Señor, ¿ha pensado qué quiere comprarle a su hijastra?
Dije que sí, pero la verdad no tenía ni idea. Quería obsequiarle algo que expresara mi satisfacción por tenerla en casa, pero que no fuera pretencioso o diera a entender que quería ganármela de alguna manera, por lo que debía ser algo sobrio, pero significativo. Desde luego, no se me ocurría qué podía ser, así que esperaba encontrarlo o hacerme una idea mientras recorría las vitrinas.
—Creo que podría ser ropa. —Le dije a Miguel luego de haber recorrido el primer corredor de tiendas.
—¿A una adolescente, señor?
Miré a Miguel, que me observaba como si le hubiera pedido que me explicara la cuadratura del círculo o develado el misterio de la Trinidad.
—¿Cuál es el problema? Es solo ropa.
—¿Sabe qué gusto tiene su hijastra señor? ¿Cómo se viste?
Me detuve a pensarlo. Las pocas veces que la había visto, incluido ese día, llevaba su uniforme escolar y la única vez que la vi con una ropa distinta fue el día del velorio, por lo que llevaba un traje oscuro. No tenía ni idea de qué ropa le podría gustar.
—Vamos a la tienda y le preguntamos a las dependientes.
Miguel me siguió como si me acompañara al patíbulo, con los pies más pesados a cada zancada. Entramos en la primera tienda de ropa que creí, parecía juvenil.
—Buenas tardes, señorita —saludé a la joven que atendía—. Estoy buscando algo para una chica de… —¿Qué edad tenía Valentina? Empecé a hacer cálculos. Fue Miguel quien me salvó—. 16 años.
La joven nos llevó a un mostrador en el que vi unos jeans rotos, unas faldas desteñidas y algunas blusas con cosidos a la vista. Toda era ropa oscura, con algunas líneas moradas y rosas.
—¿Las jóvenes usan eso hoy en día?
—Sí señor —contestó la dependiente—. Está muy a la moda entre las chicas de esa edad.
—¿Tú qué crees, Miguel?
Mi secretario me miró sin un solo atisbo de convencimiento.
—No creo, señor. Solo he visto a su hijastra en la foto que tiene de ella en la oficina.
—Esa foto es de cuando tenía once años, unos días antes de entrar en el internado —Lo recordaba porque fue por la fecha en que me casé con Gloria.
—Lo sé, señor —dijo Miguel—, pero me parece que, la niña de esa foto, no tiene la personalidad para llevar esa ropa.
Yo no estaba seguro. Después de haber visto a Valentina fumando y lo corta que llevaba la falda, me pareció que sí encajaba con esa ropa oscura, un tanto desaliñada y que expresaba “mala” en cada costura.
—Deme una prenda de cada conjunto. —Le dije a la joven que nos atendía—. Y también me gustaría llevar unos zapatos.
Como no podía ser de otra forma, la dependienta nos mostró los zapatos que iban con la ropa que acababa de comprar. Eran botas bajas, pero con suelas enormes y calaveras negras, rosas y lilas. Pagué la compra y salí con una sonrisa en la cara.
—¿Ves que no ha sido difícil, Miguel?
—Sí señor. Espero que a ella le guste.
Percibí el tono de duda, y hasta de burla, de Miguel.
—No estás seguro de que le vaya a gustar, ¿verdad?
Lo que más me gustaba de Miguel y por eso llevaba siendo mi secretario por cuatro años, era que nunca me mentía y si, consideraba que me equivocaba, me lo decía sin rodeos.
—No creo, señor, pero como le digo, tampoco la conozco. La única referencia que tengo de ella es esa foto en su escritorio.
—Una que tengo que actualizar —dije para cambiar el tema, porque ya Miguel me había hecho dudar. Ahora, la única que en ese momento sabía si la ropa le podía gustar o no era Valentina y, si era en verdad una chica inteligente, en ese momento debía estar en el ginecólogo.
—Tiene razón, señor. ¿Ha pensado en sacarse una foto con ella?
Dejé la pregunta de Miguel en el aire cuando pasamos frente a una tienda de lencería. Se me ocurrió que, ahora que le llevaba unos conjuntos, seguro Valentina también querría estrenarse ropa interior. Noté que Miguel se fijó en lo que veía y vi su rostro de consternación.
—Señor, no…
—Vamos, Miguel, ¿qué puede salir mal? Ya viste lo fácil que fue conseguir ropa para una adoslescente de 16 años. Esto va a ser más sencillo.
Creo que, por su cara, Miguel estaba por lanzarse al piso y suplicarme, de rodillas, que no lo hiciera, que no entrara a esa tienda. Estaba más pálido que si estuviera por firmar una adquisición empresarial de una compañía de alto riesgo por un billón de dólares. Desde luego, entramos y nos atendió una dependiente muy bella a la que, sin que Miguel se diera cuenta, le pasé mi tarjeta (bueno, sí se dio cuenta, es imposible que algo se escape de sus ojos y por eso también es más que mi mano derecha).
—Busco un conjunto interior para una adolescente de 16 años —dije a la bella joven que nos abordó.
—Claro que sí, señor, sígame. —La dependienta nos llevó a una sección de lencería no tan atrevida como la que estaba en la vitrina—. ¿Qué talla de sostén tiene la joven?
Ese fue el primer indicio de que me estaba equivocando, pero estaba dispuesto a no dar marcha atrás y, al otro día, luego de que Valentina me agradeciera, reírme de Miguel por sus reservas.
—Ella, bueno… —Instintivamente, me llevé las manos al pecho como si yo tuviese senos, mientras intentaba recordar el tamaño de los de mi hijastra—. No es muy muy, ni tan tan… —Fue lo único que se me ocurrió decir mientras seguía con mi mímica de senos imaginarios.
La dependiente debía tener experiencia con esposos y padres que han tenido la osadía de ir, solos, a comprar ropa interior para sus esposas o hijas. Nos pasó un conjunto y, sin atreverme apenas a revisarlo, lo compré. Luego le pasé, entre la tarjeta de crédito Black, mi número a la dependienta. Vi su sonrisa y supe que, lo primero que haría al terminar su turno, sería llamarme.
El chófer llegó a la hora acordada y yo estaba contento de poder llevar esos bellos regalos a mi hijastra, que me agradecería luego de mostrarme la prueba del ginecólogo.
No tenía ni idea de cuánto me quedaba por aprender de Valentina.
El sándwich de pavo estaba delicioso y Anastasia, la cocinera que lo preparó -la mansión contaba con tres cocineras, dos ayudantes de cocina y un chef- me dijo que era una receta sencilla de pan de centeno, salsa curry, albahaca, filete de pavo, mayonesa, lechuga y tomates avinagrados.—No es nada del otro mundo, señorita —dijo Anastasia después de explicarme cómo lo había preparado. Estábamos sentadas en uno de los comedores auxiliares de la cocina.—Entonces debe ser que venía acostumbrada al engrudo que nos servían en el internado, porque esto está para chuparse los dedos —conseguí decir después de haber masticado casi la mitad del sándwich. Anastasia sonrió, alagada. —¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Valentina?Asentí con la cabeza porque tenía la boca llena con un nuevo mordisco. Anastasia se acercó hasta susurrarme al oído—¿Si va a conseguir los mil millones?Casi me atraganto y Anastasia se apresuró a servirme un vaso con jugo de naranja, recién exprimida. Bebí un gran
Entré a ducharme y descubrí que la cortina de la tina era rosa. Si hay un color que detesto es ese, pero no iba a cambiarlo en ese momento. Volví a rabiar contra mi padrastro y me bañé. No tardé en darme cuenta que no aguantaba el agua caliente, ya estaba acostumbrada a las duchas frías y un minuto después de haber abierto la llave del agua caliente, la estaba cerrando de nuevo. No tardé más de cinco minutos y me sentí renovada. Encontré algunas mudas de ropa, de hace más de un año, en el walk-in closet. No sabía que había aumentado mi estatura unos centímetros hasta que me probé la tercera camisa con el mismo resultado de las anteriores; casi me quedaban de ombligueras. Le hice un nudo en las puntas y me la puse así, pero con los jeans fue lo mismo y me quedaron muy por encima de los tobillos. Necesitaba ropa nueva, con urgencia. Bajé de nuevo a la cocina y busqué a Anastasia. La encontré pelando unas papas que se iban a usar para preparar unos ñoquis. —Me gustaría que vinieras co
Llegué a casa temprano, un poco antes de las nueve de la noche, para tener la oportunidad de entregar a Valentina lo que le había comprado en la tarde. Tan pronto descendí del vehículo, pregunté al mayordomo, Alfredo, dónde estaba mi hijastra.—La señorita Valentina se encuentra en su habitación, señor. —Me dijo.—Supongo, entonces, que ya cenó.—Así es, señor. Tomó la cena hace una hora.Iba a cambiarme a mi habitación, a ponerme algo más cómodo para trabajar unas horas más en la biblioteca, cuando recordé que Valentina debía mostrarme el certificado que le había pedido en la tarde.
Creo que le di su merecido. Tenía que sacarme la rabia que me dio el haber tenido que ir hasta el consultorio de un médico morboso, que estuvo a nada de pedirme quién sabe qué obscenidad para entregarme el certificado, solo para cumplirle su capricho. ¿Qué bendita fijación con la virginidad de las mujeres? ¿Acaso una mujer es más o menos por el hecho de ser o no virgen? No lo entiendo, solo sé que, en el internado leí alguna vez una de esas lecturas que las monjas prohibían (para mí, su lista de prohibiciones era una catálogo de lo que debía leer) y de ahí saqué lo que le dije sobre el control machista y misógino que, parece, fue lo que más le dolió.Cuando se fue, revisé la ropa que me había comprado. No estaba mal si acaso tuviera en mente ir a un
Llegué a trabajar poco antes de las siete y Miguel ya me estaba esperando, en la oficina, con el vaso de latte que siempre tomo antes de empezar la jornada. Me saludó y empezó a leer la agenda del día. Me senté y escuché su voz como el murmullo de un río.—¿Señor?Levanté la mirada.—No he dicho nada.Miguel me miró con una ceja levantada, extrañado.—Precisamente, señor. No me ha dicho si debo o no confirmar la reunión con el Ministro de Energía.Algo me hizo ruido en la mente. Miguel acababa de mencionarme algo sobre el Ministro de Energ&ia
Creo que me acostumbré, de más, al colchón duro, gastado y estrecho del internado, porque casi no pude dormir en la nueva cama. La que tenía en la habitación anterior era vieja y el colchón ya tenía la forma de mi cuerpo como una impresión en cera, pese a que solo la usé, de manera frecuente, hasta los doce años. La nueva era muy suave, tanto que llegué a sentir que iba a hundirme para no poder salir nunca más del hueco que se iría formando a cada minuto que permanecía acostada. Tampoco pude evitar escuchar el ruido que hizo mi padrastro cuando entró a su habitación, pese a que las paredes que dividen los cuartos de la mansión son gruesas. Lo escuché cuando abrió la llave del baño, su pasos pesados en el walk-in, el abrir y cerrar de cajones, en definitiva, tuve una muy mala noche y la falta de sueño me quedó marcada en las terribles ojeras que no podía ocultar por la falta de base. A las seis de la mañana entró una de las doncellas de la mansión, una mujer que se acercaba a la trein
Durante el trayecto a la mansión, imaginé que Valentina me haría esa pregunta y tuve la certeza cuando nuestros ojos se cruzaron. Era mucho más hermosa de lo que había imaginado. Un rostro nacarado surcado por unas muy pequeñas y sutiles pecas, que parecían formar una galaxia entre una mejilla y otra, bajo sus ojos de una claridad aguamarina que, lejos de ser fría, era cálida y, aunque miraron con tristeza el plástico que le ofrecí, estaban ansiosos por una respuesta que pudiera confortarlos y devolverles la alegría que siempre parecían tener.—¿Te parece si entramos?Valentina asintió, pero me hizo una seña con la mano para que aguardara. La vi acercarse a la chófer y hablar con ella. Al verla, no me cupo ninguna duda de que era un
No lo podía creer. Me dio la tarjeta de crédito y no solo eso, hizo que su secretario privado (papasito) viniera a entregármela, en persona. Ahora, no sabía cuánto cupo tenía la tarjeta y tampoco tenía forma de saberlo, aunque, según Miguel, el monto era suficiente para cubrir mis necesidades mes a mes, pero, ¿y qué tal mis caprichos? Además, si mi padrastro conocía “mis necesidades” de la misma forma en que sabía lo que me gustaba vestir, o de la manera como se preparó para mi llegada, estaba segura de que el cupo de la tarjeta apenas si debía ser suficiente para un vestido y algunos dulces. Solo había una forma de averiguarlo.—Emily, ¿ya podemos irnos?—Por supuesto, señorita, pero pensé que querr&