Llegué a trabajar poco antes de las siete y Miguel ya me estaba esperando, en la oficina, con el vaso de latte que siempre tomo antes de empezar la jornada. Me saludó y empezó a leer la agenda del día. Me senté y escuché su voz como el murmullo de un río.
—¿Señor?
Levanté la mirada.
—No he dicho nada.
Miguel me miró con una ceja levantada, extrañado.
—Precisamente, señor. No me ha dicho si debo o no confirmar la reunión con el Ministro de Energía.
Algo me hizo ruido en la mente. Miguel acababa de mencionarme algo sobre el Ministro de Energía, pero tenía mi mente en otras cosas.
—Lo siento, Miguel. Estoy distraído.
—Le pregunté si muevo la cita con el Ministro para cumplirle al presidente del conglomerado Troy, o si la dejo y reagendo la del presidente.
—¿Ya le hemos incumplido al Ministro?
—No señor.
—Entonces que sea esta la primera y última vez. Reprograma esa para mañana.
—Muy bien. ¿Y sobre el memorando de la junta?
Tuve que reconocer que no le había prestado atención a nada de lo que me dijo en los últimos diez minutos.
—¿Está todo bien, señor?
Lo miré a los ojos.
—No, no está bien o, mejor dicho, sí está bien, pero me preocupa que esté por desbordarme.
—¿Desbordarlo, señor? —Miguel sujetó su Ipad con las dos manos, como un colegial con su cuaderno de apuntes más preciado—. ¿Tiene esto algo que ver con su hijastra, señor?
Lo supe apenas lo vi. Estaba ansioso de que le reconociera que había tenido razón la tarde anterior, cuando me aconsejó no comprar ropa y, aunque de cierta forma la tuvo, no iba a darle ese gusto.
—Sí, tiene que ver con ella, pero no de la forma en que sé que lo estás pensando.
Me observó como si no entendiera a lo que yo me refería.
—Señor, no me corresponde juzgar, solo asesorarlo, recordar cada acontecimiento relacionado con la empresa y tomar nota de sus citas.
—Bien, como digas, Miguel, pero me temo que las cosas con mi hijastra van a ser más difíciles de lo que creía.
—¿No le gustó la ropa que le llevó ayer, señor?
—¿Ves? Lo sabía. Estabas esperando que te lo dijera. —Miguel me miró con tanta extrañeza, que me hizo sentir torpe—. De todas formas, aunque admito que la ropa no me dio puntos, ella ya estaba predispuesta conmigo e incluso si le hubiera llevado el más fino de los abrigos de cachemir, Valentina me habría enfrentado con la misma furia e insolencia con la que lo hizo anoche.
—Bueno, señor, debe comprender que es una adolescente y que está atravesando un cambio muy brusco en su vida.
Crucé mis manos, con los codos apoyados contra los brazos de la silla y me llevé los dedos índice a la barbilla.
—Tienes razón, sí. Creo que fui algo brusco con ella. No debí recibirla con esa primera condición del fideicomiso, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? La instrucción era muy precisa: debía entregar ese certificado desde el primer día en que llegara a la mansión. De no haberlo hecho, habría perdido un billón de dólares.
Miguel no dijo nada, y no lo haría hasta que se lo pidiera.
—Todavía hay una extensa lista de fideicomisos, ¿cómo crees que debo abordarla? Ya sabes, para evitar que salga con acusaciones sobre mi supuesta misoginia e intenciones de tiranizarla.
Miguel bajó la mirada y torció los labios, pensando.
—Es difícil, lo entiendo, señor, pero creo que aquí puede usted aplicar el principio de pérdida-recompensa, quit-otorgo, que tan bien funcionó en las últimas negociaciones con el sindicato de los textiles.
Lo medité un momento.
—¿Te refieres a que, ahora debería darle algo?
—Así es, señor.
—Pero si ayer lo hice y le obsequié esa ropa.
Miguel me miró como un viejo maestro lo haría con un aprendiz.
—Está bien, sí, ya, ganaste. Lo de la ropa fue un absoluto fiasco. No vuelvo a cometer el error de comprarle ropa a una adolescente, mucho menos ropa interior.
—Señor, aquello con lo que la recompense debe ser mucho más significativo que unas prendas. Recuerde que, cuando se negó a extender el fuero sindical a más trabajadores, igual se compensó a los dirigentes con un aumento pensional significativo. Acordaron el punto y, lo que creímos, iba a tenernos dos semanas más sentados en la esa de negociaciones, se despachó en quince minutos.
Tomé mi pelota antiestrés y empecé a presionarla.
—Algo más significativo, dices, pero, ¿qué? Con los dirigentes del sindicato teníamos una carpeta de seguimiento, inteligencia, pesquisas y hasta perfil psicológico de cada uno, pero a Valentina no la conozco, más allá de que tiene un carácter más fuerte que el de su madre.
—¿Más fuerte, señor?
—Sí.
—Entonces sí está en graves problemas, señor.
Miré a Miguel como si estuviera por lanzarle la pelota antiestrés a la cara.
—Lo siento, señor. Solo me hacía a una idea de la situación y pensé en voz alta.
—Bueno, pero qué hago. ¿Debería hacerla seguir? ¿Contratar a un detective privado? ¿Hacerla ir con un psicoanalista y que me entreguen un informe de ella?
—Lo desaconsejaría, señor. Si tiene el carácter de la señora Gloria, que en paz descanse, y una sola pizca de su inteligencia, lo descubrirá enseguida.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer?
Miguel sacó su celular y me mostró el mensaje que le había enviado en la noche, pidiéndole que cancelara la solicitud de la tarjeta de crédito de Valentina.
—¿Su tarjeta? ¿Debería entregársela?
Miguel asintió.
—Pero, si se la entrego, quedaré como si estuviera reconociendo que su comportamiento fue el adecuado y que yo me equivoqué.
—¿Y no fue así como inició esta conversación, señor? Recuerdo que dijo, y lo cito: “Creo que fui algo brusco con ella. No debí recibirla con esa primera condición del fideicomiso”.
—¿Cómo?
—Que eso fue lo que usted dijo, señor, esas fueron…
—No, me refiero a que cómo puedes recordarlo.
—Es parte de mi trabajo, señor. Recordar cada acontecimiento relacionado con la empresa.
—Oh, sí. Ya lo recuerdo. Bueno, en ese caso, creo que entonces debo revertir lo que dije ayer sobre la tarjeta.
—Y yo esperaría hasta mañana, señor, para comunicarle lo de los fideicomisos. Recuerde, quitar y dar, quitar y dar.
—Sí —contesté mientras repetía—. Quitar y dar, quitar y dar.
Miguel salió de la oficina y recibí a la primera cita del día. Luego fui a una reunión de inversionistas y poco antes del almuerzo Miguel me envió un mensaje confirmando que la tarjeta de crédito ya había sido enviada a Valentina. Sonreí, pero no por el mensaje de Miguel, sino porque vi también otro mensaje, mucho más interesante, recordándome, con emoticones, que esa noche tenía una cita para cenar. Enseguida le escribí a Miguel para que reservara en un restaurante exclusivo, a las diez, y, de una vez, me consiguiera un nuevo número privado y también hiciera imprimir nuevas tarjetas personales con ese número.
Creo que me acostumbré, de más, al colchón duro, gastado y estrecho del internado, porque casi no pude dormir en la nueva cama. La que tenía en la habitación anterior era vieja y el colchón ya tenía la forma de mi cuerpo como una impresión en cera, pese a que solo la usé, de manera frecuente, hasta los doce años. La nueva era muy suave, tanto que llegué a sentir que iba a hundirme para no poder salir nunca más del hueco que se iría formando a cada minuto que permanecía acostada. Tampoco pude evitar escuchar el ruido que hizo mi padrastro cuando entró a su habitación, pese a que las paredes que dividen los cuartos de la mansión son gruesas. Lo escuché cuando abrió la llave del baño, su pasos pesados en el walk-in, el abrir y cerrar de cajones, en definitiva, tuve una muy mala noche y la falta de sueño me quedó marcada en las terribles ojeras que no podía ocultar por la falta de base. A las seis de la mañana entró una de las doncellas de la mansión, una mujer que se acercaba a la trein
Durante el trayecto a la mansión, imaginé que Valentina me haría esa pregunta y tuve la certeza cuando nuestros ojos se cruzaron. Era mucho más hermosa de lo que había imaginado. Un rostro nacarado surcado por unas muy pequeñas y sutiles pecas, que parecían formar una galaxia entre una mejilla y otra, bajo sus ojos de una claridad aguamarina que, lejos de ser fría, era cálida y, aunque miraron con tristeza el plástico que le ofrecí, estaban ansiosos por una respuesta que pudiera confortarlos y devolverles la alegría que siempre parecían tener.—¿Te parece si entramos?Valentina asintió, pero me hizo una seña con la mano para que aguardara. La vi acercarse a la chófer y hablar con ella. Al verla, no me cupo ninguna duda de que era un
No lo podía creer. Me dio la tarjeta de crédito y no solo eso, hizo que su secretario privado (papasito) viniera a entregármela, en persona. Ahora, no sabía cuánto cupo tenía la tarjeta y tampoco tenía forma de saberlo, aunque, según Miguel, el monto era suficiente para cubrir mis necesidades mes a mes, pero, ¿y qué tal mis caprichos? Además, si mi padrastro conocía “mis necesidades” de la misma forma en que sabía lo que me gustaba vestir, o de la manera como se preparó para mi llegada, estaba segura de que el cupo de la tarjeta apenas si debía ser suficiente para un vestido y algunos dulces. Solo había una forma de averiguarlo.—Emily, ¿ya podemos irnos?—Por supuesto, señorita, pero pensé que querr&
Admito que me sentí un poco descompensado cuando la vi entrar al estudio. Escurría agua por el cabello, lo que le daba una aspecto entre tierno y salvaje y, no sé si por el frío, por el hecho de que también llevaba la camiseta algo mojada o porque no llevaba puesto un sostén, pero alcanzaba a ver (aunque no quisiera) sus pezones bajo la camiseta de calaveras verdes fluorescentes que llevaba puesta (y sí, era una camiseta horrible, aunque a ella se le veía muy bien).—Salí un poco, sí —contestó a mi pregunta sobre si había estado divirtiéndose.—Eso supuse. —Me levanté de la silla y caminé hasta la parte frontal del escritorio. Valentina estaba frente a la misma gaveta de libros que en la noche anterior, a solo unos pasos d
De todo lo que dijo el cerdo de mi padrastro, lo único que me emocionó fue poder volver a mi colegio. Lo extrañaba. Allí había hecho mi preescolar y primaria, y la mitad del primer año de secundaria, antes de que me enviaran al internado, una decisión que, estaba segura, había sido sembrada por Camilo, mi padrastro, en la cabeza de mi mamá luego de haberse casado con ella. Las fechas coincidían. Después de la boda, no pasaron ni tres meses y yo ya estaba por fuera de sus vidas, con el uniforme del internado y asistiendo a clases de catequesis con las monjas.«Una señorita debe preservar su más grande tesoro, su castidad, hasta el día en que fuera consagrada con el sacramento del matrimonio».Fue la primera lección que aprendí en esa clase
El reloj marcaba las 5:59 de la mañana y llevaba dos horas dando vueltas en la cama sin poder dormir, incluso después de que la parejita que dormía al lado de mi habitación hubiera terminado de manifestarse la atracción física que se tenían hacía ya algo más de tres horas.6:00 A.M.Me levanté, como si fuese algún tipo de autómata o arma siniestra venida del futuro para cumplir una misión que salvaría a la humanidad. Estaba vestida solo con la ropa interior que el tirano me había obsequiado y una de las camisas que compré la tarde anterior. Salí de mi habitación y caminé hasta la puerta de la de mi vecino. Presioné la chapa. Estaba cerrada, como ya había considerado. Golpeé, con insistencia
Salí a la empresa para despejarme después del bochornoso incidente que provocó la mocosa de mi hijastra. Cómo era posible que se hubiera atrevido a tanto, llegar en esa facha a mi habitación, con apenas algo de ropa sobre su cuerpo, acostarse en mi cama y pasarse el dedo por entre… y, para colmo, la dependienta reconoció el conjunto de ropa íntima que Valentina llevaba puesta. Fue eso, y no otra cosa, lo que la convenció de que yo debía ser un pervertido que mete a colegialas en su mansión para acostarse con ellas, les compra ropa íntima y otra clase de disfraces eróticos, y hasta objetos.Y después, la muy descarada, llega como si nada hubiera pasado a decirme que armó ese lío, por el que hubiera podido ser arrestado y señalado por la prensa de pedófilo, ¡porque quer&ia
Al final de la tarde recuperé mi vieja habitación, en el ala Este de la mansión. Mis afiches de Ozzy, Alice Cooper, Bon Jovi, Guns´n Roses y otras bandas de rock estaban donde los había dejado, al igual que algunos de los peluches y muñecos de mi infancia tardía, que se habían salvado de la última purga que realicé, unos meses antes de irme al internado. Salté encima de la cama, sobre mi viejo colchón y, al recostarme, encontré la horma perfecta de mi cuerpo, de cuando tenía doce años, pero, aún así, resultaba mucho más cómodo que el colchón que intentaba engullirme mientras dormía.Esculcando en el closet, encontré el viejo MP3, mi primer reproductor de música y en el que, desde los siete años, empecé a escuchar las bandas rock