El reloj marcaba las 5:59 de la mañana y llevaba dos horas dando vueltas en la cama sin poder dormir, incluso después de que la parejita que dormía al lado de mi habitación hubiera terminado de manifestarse la atracción física que se tenían hacía ya algo más de tres horas.
6:00 A.M.
Me levanté, como si fuese algún tipo de autómata o arma siniestra venida del futuro para cumplir una misión que salvaría a la humanidad. Estaba vestida solo con la ropa interior que el tirano me había obsequiado y una de las camisas que compré la tarde anterior. Salí de mi habitación y caminé hasta la puerta de la de mi vecino. Presioné la chapa. Estaba cerrada, como ya había considerado. Golpeé, con insistencia
Salí a la empresa para despejarme después del bochornoso incidente que provocó la mocosa de mi hijastra. Cómo era posible que se hubiera atrevido a tanto, llegar en esa facha a mi habitación, con apenas algo de ropa sobre su cuerpo, acostarse en mi cama y pasarse el dedo por entre… y, para colmo, la dependienta reconoció el conjunto de ropa íntima que Valentina llevaba puesta. Fue eso, y no otra cosa, lo que la convenció de que yo debía ser un pervertido que mete a colegialas en su mansión para acostarse con ellas, les compra ropa íntima y otra clase de disfraces eróticos, y hasta objetos.Y después, la muy descarada, llega como si nada hubiera pasado a decirme que armó ese lío, por el que hubiera podido ser arrestado y señalado por la prensa de pedófilo, ¡porque quer&ia
Al final de la tarde recuperé mi vieja habitación, en el ala Este de la mansión. Mis afiches de Ozzy, Alice Cooper, Bon Jovi, Guns´n Roses y otras bandas de rock estaban donde los había dejado, al igual que algunos de los peluches y muñecos de mi infancia tardía, que se habían salvado de la última purga que realicé, unos meses antes de irme al internado. Salté encima de la cama, sobre mi viejo colchón y, al recostarme, encontré la horma perfecta de mi cuerpo, de cuando tenía doce años, pero, aún así, resultaba mucho más cómodo que el colchón que intentaba engullirme mientras dormía.Esculcando en el closet, encontré el viejo MP3, mi primer reproductor de música y en el que, desde los siete años, empecé a escuchar las bandas rock
Era un inmenso oso de peluche, sobre mi cama, con una gran tarjeta que decía “Lo Siento”. No cabía duda de quién había puesto ese oso sobre la cama, al que me arrojé a abrazar. Cogí la tarjeta, olía a su colonia, así que sí había sido él quien la había escrito, con su puño y letra, lo que emocionó aún más. Y, al fin, me pedía disculpas por la manera en que se había estado comportando desde mi llegada. Quise ir a verlo, pero eso implicaba recorrer la mansión en su búsqueda, lo que me recordó que no tenía un celular y que hubiera sido mucho más sencillo solo llamarlo, agradecer el detalle y preguntarle dónde estaba.Ya no me parecía que era el misógino tirano que creía que era; solo era un ser humano que
¡Le gustaban las motos!Estaba por perderme a una chica a la que le gustan las motos, de verdad, no solo montarlas. Nunca lo hubiera creído de Valentina.Debo enviarle una ancheta de licores y los mejores quesos a Miguel, además de un bono generoso, porque sin sus consejos, yo seguiría siendo el mismo cretino que recibió a Valentina como si fuera una mocosa llena de piojos, acné y hormonas alborotadas que creía que era, el primer día, en el vestíbulo de la mansión.¡Qué equivocado estaba!Resultó que se vestía como una mujer algo mayor que su edad, como una veinteañera recién graduada de la universidad que asiste a su primer trabajo, no muy formal, ta
Fue hermoso lo que Camilo preparó para mí en la pizzería. No sabía que tuviera esa sensibilidad y, cuando preguntó si extrañaba a mi mamá, pensé que lo había hecho porque no tenía de qué hablar conmigo. Resultó que solo preparaba la antesala para que, sobre esa masa de pizza, dejara salir lo que me oprimía el pecho desde que supe de la muerte de mamá, un ahogo que no sabía que llevaba conmigo hasta que lo dejé salir.Si así es con todas las mujeres, entiendo por qué mi mamá lo escogió a él y lo especial que debió ser con ella. Ahora le perdono que se hubiera visto con esa otra mujer, a solo una semana de las exequias de mi madre.Regresamos a la mansión y, por un instante, después de
Mientras me hacía el nudo de la corbata, vi a Valentina a través de la ventana. Salía, acompañada de uno de los celadores de la mansión, camino a su colegio. Se veía tan tierna, con su cabello recogido en una diadema, el uniforme del colegio…¡LA FALDA TAN ALTA!De no ser por las medias que le cubrían todas las piernas, seguro se estaría congelando.Le seguí con la mirada hasta que la vi salir y solo entonces caí en cuenta de que no llevaba una maleta, solo un bolso de mano, mucho menos sus útiles y libros escolares. Me sentí terrible, ¿cómo pude dejar que sucediera eso?Ya de camino a la empresa, pensé en todas las cosas que necesitaba Valentina y de las que yo, como su padrastro y albace
Me sentía incómoda, perdida y desorientada. Veía que los muchachos molestaban a las chicas con descaro. Cuando pasaban, no era inusual que les levantaran la falda, pellizcaran las piernas o hasta les hicieran comentarios subidos de tono, a los que las chicas respondían con insinuaciones no menos vulgares. ¡Me había perdido de tanto en esos cuatro años que estuve en el internado! Y para rematar mi perturbación, estaba sentada al lado de Horacio, que no dejaba de acariciar la mano de Myriam, lanzarle besitos y actuar como un tonto enamorado. Al fin llegó el profesor y la clase ocupó sus puestos, frente a los computadores que teníamos en nuestro escritorio. Aunque estaba familiarizada con su uso, no había prendido una computadora desde los doce años y estaba nerviosa.—Buenos días, clase —salud&o
Me lavé la cara antes de entrar, convencida, como estaba, de que borraría de la cara la risa que cualquiera me dirigiera. Caminé, de regreso al salón, al lado de Myriam y, también juntas, con la cara en alto, entramos al salón. Lo hicimos con una expresión tan dura, que creo que, si lo hubiéramos hecho en una taberna del Viejo Oeste, nos hubieran tomado por dos peligrosas forajidas en cuyo camino era mejor no meterse, ni siquiera mirarlas y, mucho menos, sostenerles la mirada. Me senté sin siquiera mirar a Sebastián, que parecía guarecido la trinchera de su computador.—¿Te sientes mejor, Valentina? —preguntó el docente, cuadrándose los lentes en el puente de la nariz.—Nunca me sentí tan bien como ahora —contesté,