Una luz en la gruta

Después de tomarme las pastillas de calmantes, porque sí las necesité, me sentí adormilada, como si lo que estuviera ocurriendo no fuera más que un mal sueño, aunque seguía consciente de que era la realidad. Necesitaba, en ese momento, un hombro sobre el que recostarme y alguien que acariciara mi cabeza, así que me apoyé en Emily, que pasaba sus dedos sobre mi pelo y consentía. 

Camilo, de pie y paseando de un lado a otro del estudio, hablaba sobre lo que le habían dicho otros abogados que consultó, pero la verdad, no entendía la mitad de lo que decía y le presté poca atención. Para mí, no había nada qué hacer salvo enfrentarme a una década de diligencias, citatorios, audiencias en juzgados y hasta la no poco frecuente aparición en la prensa puesto que, una

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