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Niña Mala y Billonaria
Niña Mala y Billonaria
Por: Svania Blass
El peor de los tiranos

Desde la ventana del cuarto común, vi llegar el carro de mi padrastro. Acababa de encender ese cigarrillo y no iba a tirarlo así no más, aunque supiera que la Superiora debía estar por llegar para asegurarse de que ya tuviera mis maletas hechas, la camisa del uniforme estuviera bien planchada y no me hubiera subido la falda hasta los muslos; se llevaría una gran decepción.  

—¡Valentina, por dios! —La escuché gritar desde la puerta, al otro lado del cuarto— ¡Hasta acá llega el olor a cigarrillo!

Vino corriendo, con los pliegues de su sotana dando brincos como si fuera una gallina que se estuviera bamboleando. Soplé el humo de la última calada por la ventana y la miré a los ojos. 

—Madre. —Le dije sin esperar su cantaleta—. Son mis últimos minutos en el internado, ya no tendrá que soportarme más. Solo déjeme terminar este cigarrillo y me pongo a planchar la camisa.

Se escandalizó más cuando vio que todavía estaba en brasier y que, como temía, me había puesto la falda con la que nunca me dejó entrar a sus clases. 

—Valentina —Me dijo con un tono que no era de enfado, lo que me sorprendió—. No me importa si son tus últimos minutos, lo único que me preocupa es tu actitud, siempre rebelde, desdeñosa, una que, si no fuera por la fortuna de tu familia, estoy segura que no te atreverías a tener, así que cámbiala porque nunca sabes de los giros que puede dar la vida y un día, quizá, debas agachar la cabeza o hincar las rodillas sobre el barro o algo peor. Que ese día, Valentina, no te encuentre todavía respirando por encima de tu nariz, porque el dolor y la humillación serán peores. 

Sus ojos grises se colaron por mi cuerpo hasta casi estremecerme, era como si sus palabras fueran más que una advertencia y hasta me dieron la impresión de ser una especie de maldición o profecía que algún día se cumpliría, sin importar lo que hiciera para evitarla.

Aplasté el cigarrillo, todavía a la mitad, contra el alféizar de la ventana y solo le dije un “Sí, Madre” antes de ponerme a planchar la camisa. Mientras lo hacía, usando mi catre como mesa de planchado, la vi agacharse y ayudarme con las maletas. No era mucho lo que me llevaba: los uniformes los dejaba, para alguna otra chica que pudiera necesitarlos, por lo que solo debía empacar mi ropa interior, unas novelas románticas que saqué de debajo de la tabla suelta en la que se apoyaba una de las patas de mi cama y el retrato de mi mamá, la persona que me había dejado en este internado hacía casi cinco años y a la que no se le ocurrió una mejor fecha para morirse que el día en que cumplí 16, hace una semana.

Tomé mi pequeña maleta y bajé al recibidor. Allí estaban algunas de las otras chicas del curso para despedirme. Eran buenas muchachas, amables, la mayoría con historias compartidas de padres que preferían hacer dinero a soportar los altibajos emocionales de sus vástagos adolescentes, y otras que ni siquiera tenían padres. Entre estas últimas estaba Ivania, mi mejor amiga y a la única que creo, sí le dolía mi despedida. Vi las lágrimas en sus ojos, pese a que se notaba que había intentado secarlas. La odié por eso, porque me hizo llorar a mi también.

—Son solo dos años, Ivi. Prométeme que, cuando salgas, me buscarás. —Le dije al oído mientras la abrazaba. Creo que mis lágrimas le dejaron todo el cuello de la camisa mojado.

—Claro que sí, Tina —contestó Ivania con su aliento, que siempre olía a chicle, contra mi cuello—. Espérame tú también a mí.

Hubiera podido quedarme abrazada a ella por lo menos una hora más, pero ya era el momento y estaban sacrificando los cuarenta minutos de su almuerzo para despedirme. El chófer recogió la maleta, la guardó en el carro para darme unos segundos más y luego me abrió la puerta del asiento trasero. Me despedí con la mano antes de subirme y dediqué mi última mirada a la Superiora que, por primera vez desde que había llegado, me sonrió. Supongo que lo hizo porque al fin se iba la diablesa que tantos saltos al corazón le había dado. 

—¿Tiene hambre, señorita? —Me preguntó el chófer cuando ya habíamos salido del internado—. ¿Quiere que haga una parada para almorzar?

La verdad era que, pese a que no había comido nada desde el desayuno, servido a las seis de la mañana, no tenía hambre. Aunque me hacía muy feliz librarme del internado, también me estrujaba el corazón saber que no vería a Ivania sino hasta dentro de dos años; quizá, si algo extraordinario sucedía, en unas vacaciones, si la Superiora le daba permiso, una concesión que nunca se le otorgaba a las huérfanas a las que, por el contrario, se les obligaba a pasar su tiempo vacacional haciendo limpieza en el internado. 

—No, gracias —contesté después de unos segundos—. Solo quiero llegar a casa. 

—Muy bien, señorita.

—¿Y puedes dejar de decirme “señorita”? —Me molestaba ese apelativo. Me hacía sentir reducida—. Mi nombre es Valentina. 

—Por supuesto, señorita Valentina —contestó el chófer. 

—No, sin el “señorita”. Solo Valentina, gracias —Le dije, encontrándome con su mirada en el espejo retrovisor. Noté que le incomodaba lo que le pedía. 

—Bueno, como guste. 

Estábamos por entrar a la ciudad, en donde el tráfico se ponía pesado. Por suerte, era solo un tramo y luego saldríamos a los suburbios. Estuve en casa una semana antes, durante el velorio de mamá. Allí vi, creo que por segunda vez en mi vida, a mi padrastro. No era viejo, tampoco un jovencito. 

Estaría entre los 35 y 40, unos diez años más joven que mamá y, aunque debo reconocer que tiene el rostro más perfecto que he visto en un hombre, también es un pedante, un gallito nuevo rico que obtuvo su dinero luego de conquistar a mamá y con quien no he compartido otras palabras que un saludo frío. Ahora supongo que tendré que verlo más seguido, aunque espero que no sea así y que si, como escuché que decían cuando el cuerpo de mamá todavía no se había enfriado, ha sido nombrado CEO del grupo empresarial, será uno de esos a los que solo les falta instalar un dormitorio en su oficina. Pensaba en eso cuando entró una llamada al celular del chófer y pude oír la conversación por el bluetooth. 

—García, ¿cómo está? ¿Ya recogió a la nena?

Si hay algo que me molesta más que me llamen “señorita”, es “nena”.

—Sí señor. La señorita está conmigo. Vamos camino a la mansión. Estaremos en unos quince minutos, más o menos.

—¿No se detuvieron a almorzar?

—No señor. La señorita no quiso. 

—Bueno, no importa. Los espero entonces.

—Sí señor. Hasta luego. 

—¿Ese era mi padrastro? —pregunté cuando escuché que el celular se colgaba. 

—Sí señorita. El señor Camilo. La espera en la mansión. 

Al chófer se le pasó lo que le dije sobre decirme “señorita”, pero ya no iba a seguir peleándole por eso. Me acababan de llamar “nena” y eso era mucho más molesto. 

Llegamos en quince minutos, como predijo el chófer. Yo me moría por un cigarrillo y cuando bajé del carro me dirigí al jardín de la glorieta. 

—El señor Camilo la espera dentro de la casa, señorita —Me dijo el chófer luego de sacar mi maleta del baúl del carro. Antes de contestarle vi que el mayordomo y dos mucamas estaban formados, frente a la puerta de la casa, esperándome. 

—Voy a fumar. Ahora entro.

Saqué el cigarrillo del bolsillo de la falda y lo encendí mientras caminaba hasta el jardín. Mientras fumaba, miré hacia los cipreses que decoraban la entrada a la mansión y a los jardineros que, bajo el sol del mediodía, podaban los arbustos que los atravesaban. Cuando estaba por terminar, escuché los pasos, sobre el césped, de alguien se aproximaba. Me giré para ver quién era. 

—Será mejor que dejes esta mala costumbre. —Era Camilo, mi padrastro. Acercó su mano a mis labios hasta tomar el cigarrillo, lo sacó de mi boca y lo arrojó al piso. Luego lo aplastó con su zapato Louis Vuitton. 

Estaba impávida. Estaba frente a un hombre de casi dos metros, con la espalda del grueso de una de las columnas que bordeaban la entrada de la mansión y el rostro de un héroe de la mitología nórdica. Me sentí tan frágil, que me  tomó unos segundos reaccionar.

—¿Qué te crees? —Le dije cuando reuní valor para hacerlo—. Era el último en mi cajetilla. 

—Mejor así —contestó enterrando su profunda mirada verde y salvaje en mis aterrados ojos—. De esa forma, te será más sencillo resistir la tentación de llevarte otro cigarrillo a la boca.

—No tienes derecho a hablarme de esa manera —dije mientras buscaba la cajetilla en mi bolsillo, segura de que todavía me quedaban uno o dos cigarrillos—. El que mi madre haya muerto no te convierte en mi padre. 

Vi que sus ojos se paseaban por la mano que tenía en el bolsillo, observaban que sacaba la cajetilla y un cigarrillo de su interior. Se cruzó de brazos, dos poderosos troncos que debían ser más gruesos que mis muslos, y siguió la ruta que mis dedos trazaron luego de capturar el cigarro, encenderlo y llevarlo a mis labios. No esperó a que aspirara y, aunque estaba atenta a su maniobra, lo hizo demasiado rápido. Mi penúltimo cigarrillo estaba ahora bajo la suela de su zapato de diez mil dólares. 

—¡¿Qué te pasa, animal?! 

No me contestó, tampoco esperó a que repitiera la misma maniobra y metió su mano en el bolsillo de mi falda. Era tan grande que sentí como si fuera a serle suficiente para rodearme la cadera. La sacó con la misma velocidad con que me había arrebatado el último cigarrillo y antes de que pudiera seguir su movimiento, la cajetilla estaba hecha añicos. 

—Tienes razón —dijo mientras los trozos de cigarrillo y cajetilla caían al suelo—. No soy tu padre y, la verdad, no pretendo serlo. No te creas que me vas a ver intentando ganarme tu confianza, tu obediencia o siquiera tu simpatía. —Hizo una pausa para asegurarse de que lo miraba a los ojos—. Soy tu padrastro y, desde la muerte de tu madre, tu tutor legal y único administrador de tu dinero, así que, a partir de este momento, soy como un dios para ti. De mí depende con qué ropa te vistes, qué shampoo utilizas para lavarte el pelo, la marca de las carteras que quieras comprar, cuántas veces comes al día y qué te llevas a la boca, si tienes solo uno o dos pares de zapatos y si te puedes permitir el lujo de ir en un carro, tomar un taxi o irte caminando hasta tu nueva escuela. ¿Entiendes?

Creo que me quedé balbuceando algo sobre mis derechos, igual, no le prestó atención a lo que yo decía.

—Vamos a la casa, niña, tengo algo importante que decirte. 

Lo odio, lo odio, lo odio. Es el peor tirano desde los nazis.

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