El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.
—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.
Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo.
— ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio paternal por ella.
Elena sonrió ligeramente, aunque la fatiga pesaba sobre sus hombros. Miguel Antonio Linares era un excelente y respetado médico, uno de los pocos en ese hospital que no la miraba con aire condescendiente por ser joven o por su historia. Él la respetaba, sabía de lo que la joven era capaz en su profesión y en el caos diario del trabajo, eso era suficiente.
—Tienes la cama seis y el nuevo ingreso en la ocho. Ah, y no olvides tu magia con la señora Méndez. Si tú no le pones la vía, ten por seguro que nadie más podrá hacerlo, y eso sería una tragedia —añadió Miguel con un tono alegre mientras le pasaba una carpeta.
— ¿Mi magia? Más bien mi paciencia —respondió Elena mientras se dirigía al primer paciente.
El turno en el hospital avanzaba en una rutina frenética pero controlada. Entre inyecciones, historias clínicas y los inevitables enfrentamientos con familiares inquietos, Elena se refugiaba por completo en su labor, con excelencia, cuidado y por su puesto con su magia. El hospital, por caótico que fuera, era el único lugar donde podía apagar los fantasmas del pasado y enfocarse en algo más grande que ella misma.
A las 7:45 a.m., apenas tuvo tiempo para tomar un sorbo de agua antes de que la alarma de un monitor rompiera el breve silencio en la sala. Elena acudió de inmediato, sus movimientos precisos y rápidos mientras tranquilizaba al paciente, un hombre mayor que había entrado con complicaciones respiratorias.
—Duarte, ¿cómo lo ves? —preguntó Miguel al aparecer detrás de ella, revisando la pantalla del monitor con atención.
—Está estabilizándose, pero voy a ajustar la dosis de oxígeno y monitorearlo más de cerca por las próximas dos horas —respondió ella sin titubear.
—Esa es mi chica —dijo Miguel, asintiendo con aprobación antes de volver a la estación de enfermería.
Elena suspiró, limpiándose las manos con rapidez antes de avanzar al siguiente caso. Cada minuto era crucial, y ella sabía que, si se detenía demasiado a pensar, el peso de todo lo que la rodeaba podría aplastarla.
Cuando el reloj marcó las 8:55 a.m., un momento peculiar interrumpió su rutina. Uno de los pacientes, un niño que había llegado la noche anterior tras un accidente doméstico, la detuvo cuando pasaba por su cama. Tendría unos ocho años, con el cabello despeinado y los ojos enrojecidos de tanto frotárselos.
—Enfermera, ¿puede quedarse un momento? —preguntó en un susurro, mirando nervioso a su alrededor mientras sujetaba su brazo vendado con la otra mano.
Elena se inclinó junto a él, adoptando el tono más suave que tenía.
—Claro que sí, campeón. ¿Qué pasa?—Es que... —El niño dudó, mirando hacia abajo, donde el vendaje cubría una herida en su brazo—. Me duele. Y... creo que lo apreté sin querer cuando me moví.
—Entiendo. Vamos a revisarlo juntos, ¿de acuerdo? No te preocupes, lo arreglaremos en un momento.
El niño asintió, aunque sus ojos seguían mostrando algo de miedo. Mientras Elena preparaba los materiales, habló con él para distraerlo.
— ¿Sabes? Cuando era pequeña, me caí de un árbol y terminé con un vendaje parecido al tuyo. Pensé que nunca podría volver a trepar. ¿Adivina qué pasó después?— ¿Qué pasó? —preguntó el niño, intrigado.
—Me volví la mejor trepadora de árboles de mi barrio. Estoy segura de que tú también vas a ser el mejor en lo que quieras hacer —dijo con una sonrisa, haciendo que el niño se relajara un poco.
Mientras retiraba el vendaje con cuidado, el niño apretó los dientes.
— ¿Va a doler? —preguntó, con la voz temblorosa.—Un poquito, pero solo por unos segundos. Y si cierras los ojos y cuentas hasta diez, te prometo que cuando abras los ojos, ya estará todo hecho.
— ¿De verdad? —dijo él, aún inseguro.
—De verdad. Estoy aquí contigo.
El niño asintió, cerrando los ojos con fuerza y empezando a contar en voz baja. Elena trabajó con rapidez y precisión, asegurándose de no lastimarlo más de lo necesario.
— ¡Diez! —exclamó, abriendo los ojos justo cuando ella terminaba de colocar el nuevo vendaje.— ¿Ves? Te dije que era rápido. Has sido todo un valiente. Ahora este vendaje te quedará mucho más cómodo —dijo, dándole una palmadita ligera en la mano.
El niño le regaló una tímida sonrisa y murmuró:
—Gracias, enfermera.—Para eso estoy aquí, campeón. Descansa un poco y llámame si necesitas algo más, ¿de acuerdo?
Elena se levantó, sintiendo una pequeña chispa de satisfacción en medio de la fatiga acumulada. Era en momentos como ese cuando recordaba por qué amaba su trabajo, a pesar de las horas interminables y el peso de sus propios problemas.
Cuando el reloj marcó las 9:00 a.m., Miguel se acercó nuevamente, esta vez con el ceño fruncido.
—Duarte, hay alguien en recepción preguntando por ti.— ¿Por mí? —repitió Elena, extrañada. No esperaba visitas, por un instante le pasó Valeria por la mente y se preocupó, pero al instante Miguel apagó esa preocupación.
—Un tipo alto, con pinta de millonario. Traje caro, reloj que cuesta más que mi auto… y una mirada que haría temblar al mismísimo jefe de cirugía.Elena lo miró con incredulidad.
—Debe ser un error.—No creo que lo sea, preguntó directamente por ti con exactitud. Ve a ver, y si es un problema, yo estoy aquí —dijo Miguel, dándole una palmada en el hombro.
Con una mezcla de curiosidad y precaución, Elena caminó hacia la recepción. Su paso era firme, aunque su mente empezaba a trabajar en posibles explicaciones. ¿De qué se trataba? ¿Alguien del banco? ¿Un nuevo problema con las deudas?
Cuando llegó al vestíbulo, lo vio. Alto, imponente, con un traje negro que parecía hecho a medida, el hombre irradiaba autoridad y frialdad. Su mirada recorrió el lugar hasta detenerse en ella, como si no necesitara confirmar que era la persona que buscaba.
— ¿Elena Duarte? —preguntó, su voz grave y firme resonando como una sentencia.
Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La forma en que la nombró, sin titubeos ni emoción, la hizo pensar en alguien acostumbrado a obtener respuestas, sin importar cómo.
— ¿Quién lo pregunta? —respondió ella, cruzando los brazos.
El hombre ladeó un poco la cabeza, apenas mostrando un atisbo de interés ante su desafío.
—Alejandro Santoro.El silencio se instaló por unos segundos entre ellos, pesado y lleno de preguntas sin respuesta. Elena no sabía por qué alguien como él la estaba buscando, pero tenía claro que lo que fuera, no sería algo simple.Sus miradas se mantenían una fija en la otra, ninguno de los dos se atrevía a desviarla, desafiándose mutuamente con la mirada. Elena nerviosa, presintiendo un golpe más para sumarlo entre todos los que ha recibido a lo largo de su vida, aunque sin la intención de ser minimizada por esa mirada fija y penetrante que le estaba haciendo erizar la piel.Alejandro disimuló con maestría el impacto de verla frente a frente. Para él, Elena Duarte había sido solo un nombre, alguien a quien había imaginado de muchas formas, pero nunca así: esbelta y elegante, incluso en el uniforme sencillo de enfermera. Había en ella una presencia que no necesitaba imponerse; era natural, casi desafiante. Su mirada, fija y directa, parecía querer transmitir frialdad, pero lo que Alejandro percibía era
Elena respiró hondo antes de responder. Todo su ser le indicaba que no debía escuchar ni considerar cualquiera propuesta que le pudiera sugerir Alejandro Santoro, pero algo en su interior, una sensación inquietante que no lograba ignorar, le decía que debía escuchar lo que tenía que decir. La inquietaba el vínculo que pudiera tener con Diana Santoro, pero sobre todo la inquietaba la relación tiene Rodrigo Villalba en la propuesta que no quería escuchar.—No puedo hablar más ahora, estoy trabajando —dijo finalmente, cruzando los brazos frente a su pecho en un intento de recuperar algo de control sobre la situación.Alejandro inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara su reacción con la precisión de alguien acostumbrado a leer a las personas. —Lo entiendo. Pero esto es realmente importante para ambos, señorita Duarte. ¿Podemos vernos más tarde?Elena vaciló. La presencia de ese hombre la perturbaba más de lo que le gustaría admitir. Había algo en su mirada que no solo intimidaba,
El silencio en la sala se prolongó por unos segundos que a Elena le parecieron eternos. El suave zumbido del aire acondicionado y el tenue sonido del tráfico lejano eran los únicos ruidos que llenaban el espacio entre ellos. Alejandro Santoro, imponente y sereno, la observaba con esa mirada inquebrantable, como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba por su mente.—Tome asiento, por favor —dijo finalmente, señalando una silla junto a la mesa de cristal. Su voz era firme, pero educada, como si estuviera acostumbrado a que nadie le negara nada.Elena no se movió de inmediato. Deslizó la mirada por la sala, buscando una opción que le diera la ventaja de mantener cierta distancia. Finalmente, se sentó, pero eligió una silla a varios metros de él, dejando claro que no estaba dispuesta a cederle más control del necesario.—Hable sin rodeos, señor Santoro. No quiero perder el tiempo —dijo Elena, cruzando los brazos con firmeza. Su tono era seco, sin rastros de cordialidad.Alejandro esb
El chillido agudo de los frenos desgarraba la quietud de la noche, seguido por un impacto que sacudió el aire.El cristal estallaba en mil fragmentos, como una lluvia de estrellas fugaces atravesando la oscuridad, mientras el rugido del metal retorciéndose llenaba cada rincón.El fuerte olor a gasolina y el humo comenzaban a mezclarse con el aroma acre de algo más: miedo, desesperación, pérdida.Todo se movía en cámara lenta y, al mismo tiempo, con una velocidad imposible. Era abrumador.Un grito ahogado luchaba por atravesar la disonancia, pero se perdía en el eco del choque.La carretera, antes tan tranquila, ahora era un caos de luces intermitentes, sombras deformadas y un silencio que dolía más que el estruendo.Elena se despertó de golpe, el pecho agitado, el eco de los frenos chirriando aún resonando fuerte en su mente y con el zumbido en los oídos tan real que sintió la punzada de un fuerte dolor de cabeza apenas despertó a la realidad.El reloj en la mesita marcaba las 4:13 a.