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Capítulo 2 – Visitas Inesperadas

El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.

—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.

Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo.

— ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.

—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio paternal por ella.

Elena sonrió ligeramente, aunque la fatiga pesaba sobre sus hombros. Miguel Antonio Linares era un excelente y respetado médico, uno de los pocos en ese hospital que no la miraba con aire condescendiente por ser joven o por su historia. Él la respetaba, sabía de lo que la joven era capaz en su profesión y en el caos diario del trabajo, eso era suficiente.

—Tienes la cama seis y el nuevo ingreso en la ocho. Ah, y no olvides tu magia con la señora Méndez. Si tú no le pones la vía, ten por seguro que nadie más podrá hacerlo, y eso sería una tragedia —añadió Miguel con un tono alegre mientras le pasaba una carpeta.

— ¿Mi magia? Más bien mi paciencia —respondió Elena mientras se dirigía al primer paciente.

El turno en el hospital avanzaba en una rutina frenética pero controlada. Entre inyecciones, historias clínicas y los inevitables enfrentamientos con familiares inquietos, Elena se refugiaba por completo en su labor, con excelencia, cuidado y por su puesto con su magia. El hospital, por caótico que fuera, era el único lugar donde podía apagar los fantasmas del pasado y enfocarse en algo más grande que ella misma.

A las 7:45 a.m., apenas tuvo tiempo para tomar un sorbo de agua antes de que la alarma de un monitor rompiera el breve silencio en la sala. Elena acudió de inmediato, sus movimientos precisos y rápidos mientras tranquilizaba al paciente, un hombre mayor que había entrado con complicaciones respiratorias.

—Duarte, ¿cómo lo ves? —preguntó Miguel al aparecer detrás de ella, revisando la pantalla del monitor con atención.

—Está estabilizándose, pero voy a ajustar la dosis de oxígeno y monitorearlo más de cerca por las próximas dos horas —respondió ella sin titubear.

—Esa es mi chica —dijo Miguel, asintiendo con aprobación antes de volver a la estación de enfermería.

Elena suspiró, limpiándose las manos con rapidez antes de avanzar al siguiente caso. Cada minuto era crucial, y ella sabía que, si se detenía demasiado a pensar, el peso de todo lo que la rodeaba podría aplastarla.

Cuando el reloj marcó las 8:55 a.m., un momento peculiar interrumpió su rutina. Uno de los pacientes, un niño que había llegado la noche anterior tras un accidente doméstico, la detuvo cuando pasaba por su cama. Tendría unos ocho años, con el cabello despeinado y los ojos enrojecidos de tanto frotárselos.

—Enfermera, ¿puede quedarse un momento? —preguntó en un susurro, mirando nervioso a su alrededor mientras sujetaba su brazo vendado con la otra mano.

Elena se inclinó junto a él, adoptando el tono más suave que tenía.

—Claro que sí, campeón. ¿Qué pasa?

—Es que... —El niño dudó, mirando hacia abajo, donde el vendaje cubría una herida en su brazo—. Me duele. Y... creo que lo apreté sin querer cuando me moví.

—Entiendo. Vamos a revisarlo juntos, ¿de acuerdo? No te preocupes, lo arreglaremos en un momento.

El niño asintió, aunque sus ojos seguían mostrando algo de miedo. Mientras Elena preparaba los materiales, habló con él para distraerlo.

— ¿Sabes? Cuando era pequeña, me caí de un árbol y terminé con un vendaje parecido al tuyo. Pensé que nunca podría volver a trepar. ¿Adivina qué pasó después?

— ¿Qué pasó? —preguntó el niño, intrigado.

—Me volví la mejor trepadora de árboles de mi barrio. Estoy segura de que tú también vas a ser el mejor en lo que quieras hacer —dijo con una sonrisa, haciendo que el niño se relajara un poco.

Mientras retiraba el vendaje con cuidado, el niño apretó los dientes.

— ¿Va a doler? —preguntó, con la voz temblorosa.

—Un poquito, pero solo por unos segundos. Y si cierras los ojos y cuentas hasta diez, te prometo que cuando abras los ojos, ya estará todo hecho.

— ¿De verdad? —dijo él, aún inseguro.

—De verdad. Estoy aquí contigo.

El niño asintió, cerrando los ojos con fuerza y empezando a contar en voz baja. Elena trabajó con rapidez y precisión, asegurándose de no lastimarlo más de lo necesario.

— ¡Diez! —exclamó, abriendo los ojos justo cuando ella terminaba de colocar el nuevo vendaje.

— ¿Ves? Te dije que era rápido. Has sido todo un valiente. Ahora este vendaje te quedará mucho más cómodo —dijo, dándole una palmadita ligera en la mano.

El niño le regaló una tímida sonrisa y murmuró:

—Gracias, enfermera.

—Para eso estoy aquí, campeón. Descansa un poco y llámame si necesitas algo más, ¿de acuerdo?

Elena se levantó, sintiendo una pequeña chispa de satisfacción en medio de la fatiga acumulada. Era en momentos como ese cuando recordaba por qué amaba su trabajo, a pesar de las horas interminables y el peso de sus propios problemas.

Cuando el reloj marcó las 9:00 a.m., Miguel se acercó nuevamente, esta vez con el ceño fruncido.

—Duarte, hay alguien en recepción preguntando por ti.

— ¿Por mí? —repitió Elena, extrañada. No esperaba visitas, por un instante le pasó Valeria por la mente y se preocupó, pero al instante Miguel apagó esa preocupación.

—Un tipo alto, con pinta de millonario. Traje caro, reloj que cuesta más que mi auto… y una mirada que haría temblar al mismísimo jefe de cirugía.

Elena lo miró con incredulidad.

—Debe ser un error.

—No creo que lo sea, preguntó directamente por ti con exactitud. Ve a ver, y si es un problema, yo estoy aquí —dijo Miguel, dándole una palmada en el hombro.

Con una mezcla de curiosidad y precaución, Elena caminó hacia la recepción. Su paso era firme, aunque su mente empezaba a trabajar en posibles explicaciones. ¿De qué se trataba? ¿Alguien del banco? ¿Un nuevo problema con las deudas?

Cuando llegó al vestíbulo, lo vio. Alto, imponente, con un traje negro que parecía hecho a medida, el hombre irradiaba autoridad y frialdad. Su mirada recorrió el lugar hasta detenerse en ella, como si no necesitara confirmar que era la persona que buscaba.

— ¿Elena Duarte? —preguntó, su voz grave y firme resonando como una sentencia.

Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La forma en que la nombró, sin titubeos ni emoción, la hizo pensar en alguien acostumbrado a obtener respuestas, sin importar cómo.

— ¿Quién lo pregunta? —respondió ella, cruzando los brazos.

El hombre ladeó un poco la cabeza, apenas mostrando un atisbo de interés ante su desafío.

—Alejandro Santoro.

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