La cena transcurría en una aparente tranquilidad, pero en el aire flotaban las tensiones invisibles que solo aquellos más perspicaces podían notar. Leticia, aunque intentaba disimularlo, no se sentía cómoda con la presencia de Elena, y era evidente para cualquiera que prestara atención a sus gestos sutiles: la forma en que movía su copa con insistencia, la manera en que evitaba dirigirle la palabra directamente y por su puesto su mirada que no la dirigía hacia ella en ningún momento.El sonido de los cubiertos chocando contra los platos era el único ruido que dominaba el comedor, hasta que Leticia rompió el silencio con una voz cuidadosamente medida.—Mamá, invité a Alejandro a cenar con nosotros—anunció con fingida indiferencia, aunque su mirada se clavó de inmediato en Camila evitando mirar a Elena, estuvo detallando de reojo su reacción—, pero no pudo venir por asuntos importantes de trabajo.Camila, que mantenía una postura elegante y serena, asintió con una leve sonrisa.—Querida
El abogado que acompañaba a Alejandro Santoro era un hombre de una presencia realmente imponente. Alto, de porte elegante y mirada aguda, sus largos años de experiencia se reflejaban en cada gesto calculado y en la seriedad que irradiaba su semblante. Su nombre era Samuel Ferrer, un jurista de renombre, conocido por su habilidad para conseguir inmunidad y exoneración para sus clientes a cambio de confesiones reveladoras y testimonios clave en juicios de alto perfil. Por ser viudo desde hacía varios años, su vida estaba dedicada enteramente a la ley, y su ética inquebrantable le había otorgado tanto respeto como temor en los tribunales. Todos los que habían tenido la oportunidad o el privilegio de trabajar con él podrían asegurar sin temor a equivocarse que era un hombre incansable y apasionado por su labor.Cuando Samuel Ferrer cruzó el umbral de la majestuosa mansión Villalba acompañado de Alejandro, su mirada se posó de inmediato en Camila Villalba. No pudo evitar notar la distinció
Todos en la habitación se miraron unos a otros, el aire denso, cargado, como si en cualquier momento pudiera estallar una bomba. El silencio se convirtió en una presión invisible y sentían que le aplastaba el pecho a cada uno. Era tan palpable la tensión que incluso el leve crujido del suelo bajo los zapatos de Alejandro al moverse pareció un estruendo.Leticia estaba de pie, con los brazos cruzados, una mezcla de incredulidad, desconfianza y furia ardiéndole en la mirada. Camila se debatía internamente, luchando contra el miedo que aún le recorría la espina dorsal por la visita de Esteban Ríos. Elena y Alejandro cruzaron una mirada rápida, intentando encontrar un camino claro. Sabían que si Leticia interfería, si la presión emocional que pesaba en esos momentos sobre Camila la vencía, todo se iría al traste.—¿Alguien va a decirme qué está pasando? —insistió Leticia, dando un paso más al centro de la sala.Camila cerró los ojos un segundo. Respiró hondo. No podía echarse atrás. No ah
Cuando llegó la hora del almuerzo, escucharon un leve sonido de llamado, que causó sacarlos solo un poco del estupor que los embargaba a todos mientras escuchaban todo lo que estaba diciendo Camila Villalba. La puerta del salón se abrió apenas un poco. Leticia, con los ojos enrojecidos y el rostro endurecido por todo lo escuchado, asomó la cabeza apenas lo necesario para mirar a la empleada que esperaba su respuesta mientras le anunciaba que el almuerzo estaba listo para servirse.—Trae por favor café y agua —ordenó con voz firme—. Nada más por ahora. El almuerzo tendrá que esperar. Yo misma avisaré cuando deban servirlo.—Sí, señorita —dijo la mujer con un leve asentimiento, haciendo un leve gesto de retirada, pero antes de irse, Leticia la detuvo.—Una cosa más… —su tono se volvió aún más serio— Dile a los de seguridad que nadie entra a esta casa sin que me lo informen primero. Nadie. Y hasta que yo no lo autorice, nadie cruza esa reja. ¿Está claro?La empleada asintió rápidamente y
Leticia se sentó junto a la ventana de la habitación donde estaban y donde había escuchado tantos secretos que hubiera preferido nunca oír, se quedó unos segundos observando el jardín bañado por la luz del sol del mediodía mientras su propio interior estaba sumido en sombras. A su lado, Camila reposaba con las manos cruzadas sobre su regazo, su expresión serena, pero sus ojos delataban una tormenta interior.Leticia desvió apenas la mirada, aún con el ceño fruncido por todo lo que había escuchado durante las últimas horas. Su mundo se estaba cayendo a pedazos, y aunque una parte de ella deseaba correr, gritar, desaparecer… otra parte, la que había sido criada para ser fuerte, la obligaba a permanecer allí, escuchando, asimilando.—Quería que habláramos mamá—dijo Leticia finalmente, rompiendo el silencio—. Como madre e hija. Pero te pido por favor que sea sin secretos, y, sin verdades a medias. –Camila asintió, con una tristeza contenida.—Y eso haremos hija. Te lo debo. Te lo debo des
La habitación quedó en silencio después de que Leticia se retiró. El perfume fuerte que siempre dejaba a su paso flotaba aún en el aire, pero no fue eso lo que hizo que Camila se sintiera inquieta. Fue la conversación. La posibilidad. La idea que había comenzado como una estrategia y que, poco a poco, se había transformado en algo más. Mientras su hija daba instrucciones para que por fin sirvieran el almuerzo, lo que serviría un poco para calmar los ánimos en todos, Camila decidió avanzar en su siguiente estrategia.Se quedó sentada unos minutos, observando la puerta cerrada. Luego, con un movimiento lento, tomó su teléfono. Marcó el número de Alejandro.—¿Señora Villalba? —respondió él, tras un breve segundo de duda.—¿Podemos conversar a solas después del almuerzo, por favor? Me gustaría hablar algo muy importante contigo.Un silencio breve.—Está bien, cuente con eso.El almuerzo transcurrió con una serenidad engañosa y todos se mantuvieron en silencio.Camila Villalba al terminar
El chillido agudo de los frenos desgarraba la quietud de la noche, seguido por un impacto que sacudió el aire.El cristal estallaba en mil fragmentos, como una lluvia de estrellas fugaces atravesando la oscuridad, mientras el rugido del metal retorciéndose llenaba cada rincón.El fuerte olor a gasolina y el humo comenzaban a mezclarse con el aroma acre de algo más: miedo, desesperación, pérdida.Todo se movía en cámara lenta y, al mismo tiempo, con una velocidad imposible. Era abrumador.Un grito ahogado luchaba por atravesar la disonancia, pero se perdía en el eco del choque.La carretera, antes tan tranquila, ahora era un caos de luces intermitentes, sombras deformadas y un silencio que dolía más que el estruendo.Elena se despertó de golpe, el pecho agitado, el eco de los frenos chirriando aún resonando fuerte en su mente y con el zumbido en los oídos tan real que sintió la punzada de un fuerte dolor de cabeza apenas despertó a la realidad.El reloj en la mesita marcaba las 4:13 a.
El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo. — ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio pa