El chillido agudo de los frenos desgarraba la quietud de la noche, seguido por un impacto que sacudió el aire.
El cristal estallaba en mil fragmentos, como una lluvia de estrellas fugaces atravesando la oscuridad, mientras el rugido del metal retorciéndose llenaba cada rincón.
El fuerte olor a gasolina y el humo comenzaban a mezclarse con el aroma acre de algo más: miedo, desesperación, pérdida.
Todo se movía en cámara lenta y, al mismo tiempo, con una velocidad imposible. Era abrumador.
Un grito ahogado luchaba por atravesar la disonancia, pero se perdía en el eco del choque.
La carretera, antes tan tranquila, ahora era un caos de luces intermitentes, sombras deformadas y un silencio que dolía más que el estruendo.
Elena se despertó de golpe, el pecho agitado, el eco de los frenos chirriando aún resonando fuerte en su mente y con el zumbido en los oídos tan real que sintió la punzada de un fuerte dolor de cabeza apenas despertó a la realidad.
El reloj en la mesita marcaba las 4:13 a.m., como siempre.
Esa m*****a hora. La misma en la que, hacía diez años, la oscuridad de la noche se había mezclado con el caos de metal retorcido y llamas.
Se pasó una mano temblorosa por la frente sudorosa, tratando de anclarse al presente.
No estaba en el asiento trasero del viejo sedán de sus padres, sino en su pequeña cama, en un apartamento que olía a café rancio y medicina.
A su lado, una pila de facturas médicas cubría la única silla de la habitación.
La mayoría, aún sin pagar. Elena se levantó con cuidado para no hacer ruido, aunque sabía que Valeria ya estaría despierta. Caminó hasta el salón, donde la luz azulada del televisor iluminaba el rostro cansado de su hermana menor.
— ¿Otra vez la misma pesadilla? —preguntó Valeria, envuelta en una manta que apenas cubría sus delgados hombros.
Elena forzó una sonrisa y se dejó caer en el sofá junto a ella, dándole un suave beso en la frente.
—Nada que no pueda manejar. ¿Cómo te sientes hoy?Valeria le regresó la sonrisa a su hermana, encogió un poco los hombros, pero la verdad estaba reflejada en sus ojos apagados.
—Un poco mejor. Aunque creo que es porque tomé menos agua, como dijiste, para no tener que ir tanto al baño.Elena sintió un nudo en la garganta. Sabía que no era verdad, pero dejó pasar el comentario.
El cansancio en el rostro de Valeria era un recordatorio constante de las batallas que libraban juntas.
De repente, una voz grave y conocida resonó desde el televisor. Elena levantó la vista justo a tiempo para ver el rostro de Rodrigo Villalba llenando la pantalla. Estaba en un evento de caridad, rodeado de cámaras y sonrisas.
—El ministro Rodrigo Villalba estuvo presente y fue quién dio la apertura al programa de becas estudiantiles, que tendrá una inversión inicial de dos millones de dólares —anunció la presentadora, con una voz cargada de admiración.
Elena no pudo evitarlo. La rabia le subió como un incendio incontrolable. Apagó el televisor de un golpe y se quedó mirando la pantalla negra, su propio reflejo atrapado en ella.
— ¿Ese era…? —preguntó Valeria en un susurro.
—Sí —respondió Elena, su voz fría como el acero.
No dijo nada más, no podía emitir palabra en ese momento. Y tampoco hacía falta.
El nombre Villalba estaba tan grabado en cada uno de los recuerdos que la mantenían despierta por las noches, en cada factura que no podía pagar, en cada lucha que parecía interminable.
Ese era el nombre que llevaba el sello de sus tristezas y del odio que la invadía por dentro.
La pesadilla nunca se había ido realmente.
Se giró intentando emular un paso de baile frente a su hermana y haciéndole una reverencia— ¿qué le provoca desayunar hoy a la princesa de éste palacio? — le preguntó a Valeria.
Quien sonriendo le contestó —Un poco de fruta, tostadas francesas y huevos escalfados por favor. —Sus deseos son ordenes madeimoselle— Se encaminó con aire burlón a la cocina seguida por la sonrisa de su hermana.
En un santiamén preparó desayuno para ambas, organizó el pequeño apartamento donde viven, dejó las medicinas de su hermana en orden, anotadas en una lista al lado las horas en que debe tomarlas y se dispuso a prepararse para ir a trabajar.
Elena cerró la mochila donde llevaba su uniforme y echó un último vistazo al pequeño apartamento, y antes de salir, se acercó a la cama donde Valeria estaba ya bañada, oliendo a lavanda, con el cabello húmedo y sus libros de estudio al lado en la mesita con agua, suficiente fruta y barras de granola de merienda.
Se arrodilló junto a ella, acomodándole la manta con cuidado. Su mirada se suavizó mientras observaba el rostro sereno y fresco de su hermana recién bañada, un contraste con el agotamiento que sabía que escondía tras esos momentos de calma.
—Hoy te haré un poco de sopa cuando vuelva, ¿quieres que te traiga algo antes de salir? —
—Así estoy muy bien, tengo todo lo necesario para pasar una excelente velada. Ve tranquila a salvar vidas, mi valiente guerrera. Esta tarde presento mi examen, y la próxima semana, ya verás cómo me confirman la promoción del curso. — dijo Valeria, con una leve sonrisa que irradiaba orgullo.
— Estoy segura de que sí. Eres increíblemente lista e inteligente, y no lo digo solo porque seas mi hermana. — dijo Elena con una sonrisa, mientras le guiñaba un ojo con complicidad.
Antes de levantarse, se inclinó y le dio un beso en la frente, dejando que sus labios permanecieran un segundo más de lo necesario. La sonrisa que le ofreció a Valeria, aunque cálida, sincera y llena de profundo amor, ocultaba el peso que cargaba todos los días: las deudas, el miedo, la impotencia.
—Nos vemos luego, Val —susurró, enderezándose con un suspiro.
Cuando cerró la puerta tras de sí, el frío de la madrugada la envolvió de inmediato, cortándole la piel a través de la delgada chaqueta que llevaba.
Dio un largo suspiro, y su aliento formó una breve nube que se desvanecía en el aire. Su largo y extenuante turno de doce horas la esperaba, probablemente acompañado de unas cuantas horas extras si algún colega no aparecía o si el hospital volvía a estar saturado.
No sería la primera vez, y seguro tampoco última.
Pero eso no le importó. Era un nuevo día, y tenía que seguir adelante con toda la mejor actitud, como siempre.
El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo. — ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio pa
El silencio se instaló por unos segundos entre ellos, pesado y lleno de preguntas sin respuesta. Elena no sabía por qué alguien como él la estaba buscando, pero tenía claro que lo que fuera, no sería algo simple.Sus miradas se mantenían una fija en la otra, ninguno de los dos se atrevía a desviarla, desafiándose mutuamente con la mirada. Elena nerviosa, presintiendo un golpe más para sumarlo entre todos los que ha recibido a lo largo de su vida, aunque sin la intención de ser minimizada por esa mirada fija y penetrante que le estaba haciendo erizar la piel.Alejandro disimuló con maestría el impacto de verla frente a frente. Para él, Elena Duarte había sido solo un nombre, alguien a quien había imaginado de muchas formas, pero nunca así: esbelta y elegante, incluso en el uniforme sencillo de enfermera. Había en ella una presencia que no necesitaba imponerse; era natural, casi desafiante. Su mirada, fija y directa, parecía querer transmitir frialdad, pero lo que Alejandro percibía era
Elena respiró hondo antes de responder. Todo su ser le indicaba que no debía escuchar ni considerar cualquiera propuesta que le pudiera sugerir Alejandro Santoro, pero algo en su interior, una sensación inquietante que no lograba ignorar, le decía que debía escuchar lo que tenía que decir. La inquietaba el vínculo que pudiera tener con Diana Santoro, pero sobre todo la inquietaba la relación tiene Rodrigo Villalba en la propuesta que no quería escuchar.—No puedo hablar más ahora, estoy trabajando —dijo finalmente, cruzando los brazos frente a su pecho en un intento de recuperar algo de control sobre la situación.Alejandro inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara su reacción con la precisión de alguien acostumbrado a leer a las personas. —Lo entiendo. Pero esto es realmente importante para ambos, señorita Duarte. ¿Podemos vernos más tarde?Elena vaciló. La presencia de ese hombre la perturbaba más de lo que le gustaría admitir. Había algo en su mirada que no solo intimidaba,
El silencio en la sala se prolongó por unos segundos que a Elena le parecieron eternos. El suave zumbido del aire acondicionado y el tenue sonido del tráfico lejano eran los únicos ruidos que llenaban el espacio entre ellos. Alejandro Santoro, imponente y sereno, la observaba con esa mirada inquebrantable, como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba por su mente.—Tome asiento, por favor —dijo finalmente, señalando una silla junto a la mesa de cristal. Su voz era firme, pero educada, como si estuviera acostumbrado a que nadie le negara nada.Elena no se movió de inmediato. Deslizó la mirada por la sala, buscando una opción que le diera la ventaja de mantener cierta distancia. Finalmente, se sentó, pero eligió una silla a varios metros de él, dejando claro que no estaba dispuesta a cederle más control del necesario.—Hable sin rodeos, señor Santoro. No quiero perder el tiempo —dijo Elena, cruzando los brazos con firmeza. Su tono era seco, sin rastros de cordialidad.Alejandro esb